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Brasil del Sur

Brasil del Sur de Pablo Plotkin

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El antiguo Parque Indoamericano albergaba ahora una versión fantástica del viejo proyecto del Brigadier. Desde el momento en que la nueva autoridad tomó control del pulmón verde del sur, montando el Centro Cívico alrededor de la Torre Espacial, se sabía que en la mente de los líderes de la Refundación latía la idea de relanzar el zoo fitogeográfico. A Márcia Pereira, una funcionaria gaúcha enviada a Buenos Aires, le habían encomendado la tarea de investigar el proyecto original. Los planos y la plataforma databan de los últimos años de la década de 1970. Márcia se vio sorprendida frente a la ambición delirante del proyecto, que hablaba de un parque con doscientas cincuenta especies de mamíferos (incluyendo un oso panda que donaría el gobierno chino), ciento cincuenta especies de aves, cincuenta de reptiles y una arboleda de diecisiete mil ejemplares que crecerían a lo largo de treinta años. 

Nada de eso había ocurrido, y el Indoamericano terminó convertido en un baldío adyacente a un parque de diversiones monumental. Fue territorio de disputa entre distintas clases de desposeídos, luego reciclado como villa olímpica, más tarde como polo técnico de la transición y finalmente como Centro Cívico y área de residencia de la nueva burocracia. El zoo fitogeográfico, mientras tanto, había quedado suspendido en el cosmos de las ideas imposibles. Cuando la Refundación trazó el nuevo mapa simbólico de la ciudad, Vázquez convocó a Márcia, una mujer operativa capaz de levantar cualquier muerto, para llevar adelante el Parque Lamarck. 

El último cargo de Márcia en Foz do Iguaçu había sido como jefa de Santuarios Avícolas, una red de colonias blindadas donde se confinó a las palomas sobrevivientes de la contaminación. Se había ganado fama de funcionaria implacable, no solo por el modo en que lidiaba con la fauna rescatada, determinando a qué ejemplares dispensar cuidados y a cuáles eliminar, sino por cómo había logrado dominar a los elementos díscolos de la fuerza que tenía a cargo, ex policías que arrastraban hábitos del antiguo orden cuyas prácticas no tenían lugar en la Refundación.

Cuando Márcia llegó, Elena todavía era una empleada de limpieza sin honorarios, residente de las casillas para personal no jerárquico, pero después de un par de charlas casuales, mientras aspiraba su despacho, Márcia se dio cuenta de que tenía formación e inteligencia. La reubicó en el área de Atención al Público y un par de meses después la llevó al departamento de Métricas con un ingreso básico. Al año se había convertido en intendenta del parque, y algo así como la mano derecha de la directora.       

Esa mañana, después de que Elena cenara con el homograma de su padre, Márcia la recibió con una noticia que la descolocó. 

–Clark amaneció muerto.

–¿Clark? 

–No sé qué pasó. El calor, un ataque de zoocosis... Parece que es lo que querían, o lo que dispusieron las métricas. Un montón de crianças llorando alrededor, en fin, ya en esa parte no me meto.

–¿Alguna idea para ese recinto?

–No, hay que esperar. Por lo pronto hay que darle un cierre público a lo de Clark. 

–Bueno, me pongo con eso.  

–Por favor. 

Parque Lamarck estaba dividido en enclaves continentales y los autómatas eran monitoreados desde la base superior de la torre. Había un equipo de Narradores que curaba las relaciones entre especies y el horizonte conceptual de cada animal, pero casi todas las decisiones importantes estaban delegadas en los algoritmos, y por eso el destino de las bestias resultaba imprevisible incluso para el personal. Elena escuchó el murmullo del grupo de manifestantes que se había agrupado cerca del recinto de Clark, del otro lado de los arbustos. Eran unos siete activistas, y llevaban dos pancartas. Una decía “LOS AUTÓMATAS NO SON ESCLAVOS”, y la otra: “ORGANIZACIÓN: FUERA DE NUESTRA INTELIGENCIA ARTIFICIAL”.

Dentro del recinto, Clark yacía inerte sobre un islote de hielo sintético. Una pared transparente e irrompible separaba al cadáver de los gestos consternados de los visitantes, una quincena de chicos con los ojos bien abiertos, en algunos casos hinchados por el llanto. Clark era uno de los personajes favoritos del predio, un símbolo limpio y poderoso de los sueños realizados de la Refundación.   

Elena ingresó a la jaula por el acceso posterior que daba al brete, y después se metió en el corral de exhibición. Martín Ferrari estaba sobre otro islote de hielo, a un par de metros de Clark. Usaba su uniforme reglamentario y se rascaba el pelo por debajo de la gorra. La miró a su jefa con cara de “yo tampoco me esperaba este quilombo”. 

–¿Qué hacés, Ferrari?

–Acá me ves…

En la mano derecha tenía el gunshu electromagnético, el arma que los cuidadores usaban para controlar a los autómatas. Estaba desactivado, y le dio dos empujoncitos al cuerpo sin dejar de mirar a Elena, como para ilustrar su falta de ideas.

–¿Qué pretendés hacer con eso, Ferrari? ¿Estás viendo si ya está a punto? No es un asado. 

–No, te estaba esperando. 

Elena pegó un salto hasta el islote de Clark, se puso en cuclillas y le dedicó una mirada severa a Ferrari mientras verificaba los signos del autómata. El pelaje, que en vida había sido de un blanco marfil, lucía ahora amarillento, casi rubio y cubierto de una capa de agua viscosa. Debajo, la masa de silicona cárnica se había endurecido. Era una máquina pesada. Iban a necesitar ayuda para moverla. 

–¿Cómo fue? –preguntó Elena. 

Ferrari le pasó su teléfono.  

–Fijate. Esto es del amanecer.

En la pantalla, Clark estaba dándole cabezazos a una de las paredes de hielo de su recinto. 

El oso había desembarcado en Parque Lamarck hacía casi dos años y se había revelado como un autómata ejemplar. Era manso por tratarse de un oso polar, y el único incidente que protagonizó parecía más producto del error del equipo de Experiencia de Usuario que de su sistema de inteligencia artificial. Al menos eso es lo que se sospechaba, porque era difícil tener certezas. Pero los hechos habían sido estos: una madrugada, mientras hacía horas extra, Elena se acercó al recinto de Clark. El oso se retorcía en el suelo y rugía como si estuviera ahogándose. Al lado de él, las tripas de un gato brillaban contra la luz verdosa e iridiscente de la aurora boreal, un efecto emitido por el programa escenográfico. Era un ensayo en vistas a los tours nocturnos que se abrirían a la semana siguiente. Pero algo se había salido de los carriles. 

Aparentemente, Clark había apresado al gato mientras este reposaba en la rama alta de un árbol que se curvaba sobre la jaula. Clark tuvo que haber pegado un salto formidable para atraparlo, y aun así era difícil entender cómo el gato no había escapado. Por entonces las cámaras estaban apagadas de noche, así que los detalles nunca fueron esclarecidos. Lo cierto es que el gato amaneció hecho pedazos, con sus partes desperdigadas en el agua y los bloques de hielo. El asesinato de un animal bionormativo en las garras de un autómata no era un incidente menor, sobre todo si se trataba de un ataque corrido del esquema de depredación natural. Implicaba un antecedente grave a los efectos de sostener las políticas de libre albedrío de los autómatas, y servía de argumento a los abolicionistas de derecha y de izquierda. No tenía que hacerse público.  

Clark estuvo en observación durante varios días, y a partir de entonces las cámaras se mantuvieron encendidas las veinticuatro horas. Después de los análisis, la primera base de la Torre concluyó que el brote pudo ser provocado por el efecto lumínico de la aurora, una reminiscencia perturbadora para la memoria genética impresa en los circuitos de la bestia. A Elena la explicación no la convenció, pese a que se veía sólida en la presentación de diapositivas que hicieron los expertos. Márcia compró la hipótesis como quien decide resolver un asunto engorroso: ordenó preservar al autómata y suspender hasta nuevo aviso el desarrollo.

–Ya sé, se veía hermosa la aurora boreal –dijo Márcia mirando al escenógrafo–. Pero no nos podemos arriesgar. Busquemos otra vedette.   

Durante los días posteriores al incidente, Elena veía a Clark como una amenaza. El autómata, sin embargo, no volvió a mostrar conductas agresivas, de hecho se fue ganando el cariño de los trabajadores del parque, y especialmente del público, gracias a su belleza imponente, su gracia y su carácter apacible. El asunto del gato no trascendió, y Clark se consolidó como la figura carismática de ese primer ciclo de Parque Lamarck. 

Ahora estaba muerto y, de rodillas en el islote frío de la jaula, Elena pensaba en lo difícil que iba a ser reemplazarlo. Las partidas presupuestarias dependían del impacto que tuvieran los desarrollos activos del predio, y cuando el sistema producía un desenlace de este tipo, le daban ganas de romper todo. 

Mientras calculaba sus próximos movimientos, unos copos de nieve de buen tamaño le cayeron encima. El simulador climático les regalaba ese bonito detalle visual. Ferrari miró a Elena y levantó las cejas, tomando cierta distancia de ella y del oso, como diciendo “es el momento de ustedes”. Elena vio que los niños apoyaban las palmas sobre la pared blindada y acercaban sus narices. Chequeó el monitor empotrado en un vértice y se observó a sí misma en la escena en alta definición; los copos se posaban en el abrigo de piel negro que se había puesto para meterse en la jaula y se disolvían un par de segundos después. Se veía chiquita al lado de Clark. El oso tenía los ojos cerrados y un colmillo asomaba por el pliegue negro de la encía. Se dio cuenta de que, en ese instante, se producía el cierre narrativo del ciclo de la bestia, y que esa sería la imagen que se volvería viral en las horas siguientes. ¿Había sido ella la promotora de esa despedida –el autómata, el humano y la nieve sobre un bloque de hielo sintético–, o era el destino escrito en el código de Clark? Elena bajó la cabeza y se apoyó una mano en la frente para consolidar el momento y escuchó el llanto que venía del público.

Se levantó y le ordenó a Ferrari que llevaran el cuerpo al brete, y que a la hora del cierre lo trasladaran a La Morgue para examinarlo. Sabía que no tenía mucho sentido, pero era el procedimiento de rutina y quería que quedara registrado. Ferrari pulsó jocosamente su gunshu. Dos chispazos azules centellearon en la punta del arma, como si le respondiera en clave Morse. Elena puso los ojos en blanco y salió por la parte de atrás del recinto, dándole la espalda al público.

PP

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