Enigma de una madre, cómo viajar a la Luna

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Algo se rompió/así están los que quieren/así se van los que mueren. Algo se rompió - Francisco Bochatón

“Hay que aceptar el hecho de que ninguna palabra es nuestra. Hay que renunciar a la idea de que escribir es la milagrosa emisión de una voz propia, un tono propio: en mi opinión, esta es una manera desganada de hablar de la escritura. Por el contrario, escribir es entrar en un vasto cementerio donde todas las tumbas esperan ser profanadas. Escribir es acomodarse en todo lo que ya se ha escrito (...) y, dentro de la propia individualidad vertiginosa y abarrotada, hacerte al mismo tiempo escritura. Escribir es apoderarse de todo lo que ya se ha escrito y poco a poco aprender a gastar esa enorme fortuna. No debemos dejarnos halagar por quien dice: ahí va una que posee su propio tono. En la escritura todo lleva más bien una larga historia a la espalda. Incluso mi insurrección, mi desbordamiento, mi desazón forman parte de un ímpetu que me precede y que va más allá de mi”. 

La cita pertenece a una conferencia escrita por Elena Ferrante (sí, vuelvo siempre a esta autora misteriosa, de la que ya hablamos por acá) rescatada ahora en el libro En los márgenes (Lumen, 2022), una publicación súper reciente que leí de un tirón, que subrayé y de la que anoté bastante. Un poco porque venía pensando en qué es lo que nos lleva a escribir –¿de dónde sale eso que sale? ¿a qué viene?– y otro poco porque me paso la vida transcribiendo citas, escenas escritas por otros, imágenes y descripciones que anoto con prolijidad en fichas. Palabras que siento como un vestido prestado y que por lo tanto cuido mucho; fragmentos que conservo con la ilusión de que vengan a mi rescate en un futuro. 

La segunda –¿o tercera?– vez que me rompieron el corazón, un chico que no encontraba palabras propias para decirme lo que quería decir en ese momento (básicamente que no más, que chau) citó al autor y al título de la canción que encabeza este texto: algo se rompió. (“Y antes de llorar encontraste algo/parecido al amor/y por no sufrir, esperaste a alguien/que no estaba por venir/ante las miradas provocaste algo/que no estaba por suceder”, canta Francisco Bochatón en Algo se rompió y resulta imposible no empezar temblar). 

Mi memoria es un terreno baldío: las cosas están, sí, pero persisten o, mejor, se van acumulando por un viento interno que las apila, las va dejando tiradas en desorden. Así que no me acuerdo mucho qué respondí, cómo reaccioné o qué pasó inmediatamente después de aquellas palabras de ruptura (seguro me enojé, lloré, sufrí, imaginé crueldades que nunca ejecuté, hasta que me enganché con otras cosas y otras personas, me olvidé y así). Lo que sí tengo presente es que desde aquel momento se quedaron conmigo ese tema y ese músico (¡por suerte!). Y que de alguna manera me pegué más a la imagen de eso inasible que se rompe –ese algo– que a aquel desamor: me habían regalado una canción, una escena, una astilla, un pedacito filoso que siguió conmigo. Algo roto que cada tanto vuelve en otro envase, con otra forma. Otro vestido prestado que se convierte en palabras nuevas. Como estas líneas, como ahora mismo.

“La génesis de ese libro es una bruma que era un clima. Lo que yo quería sacarme de adentro era un clima, ese clima. Entonces, y como manifestaciones de ese clima, empiezan a aparecer diálogos, cosas que suceden, cosas que los tipos ven”. El que habla es el escritor Carlos Busqued y se refiere a los personajes de su novela Bajo este sol tremendo durante una entrevista con el dibujante Miguel Rep en su programa de radio El holograma y la anchoa (salió al aire en 2019, pero se puede escuchar como podcast por acá).

Me gusta porque ante esa idea bastante instalada de que a las personas que escriben se les ocurren cosas –ya que estamos: qué fiaca la idea de ocurrencia; qué pesadilla los ocurrentes– Busqued, siempre alejado de la solemnidad y las grandilocuencias, contrapone algo más ocasional: no hay un momento majestuoso de iluminación, lo que aparece es un clima interior, una circunstancia de la que tironear, una materia resbaladiza y chiquita que termina configurando una novela. Manifestaciones, dice él, de eso que está antes, una repercusión, algo que reverbera, ese sonido previo que apuntaba Ferrante.

Fui hasta esa conversación por estos días (no se la pierdan, es hermosa y escuchada desde hoy conmovedora también) justo cuando se cumplió un año de la muerte de Busqued y en varios lugares se compartieron sus notas, sus frases, hasta sus tweets. Así funciona recordar y así funciona escribir, también: una atmósfera que insiste con la potencia de un imán, que hace fuerza por reunir pedacitos dispersos, ecos que se escurren, palabras ajenas que suenan incompletas, interrumpidas, rotas.

Son horas de cosas que se rompen o se resquebrajan para mí. Este espacio –¡esta edición, sin ir más lejos!– se está volviendo un camino cada vez más deshilachado. Y en algún momento se terminará desintegrando en su propia bruma de voces ajenas, palabras prestadas, fracturas, esquirlas. Antes de que eso pase, los dejo con una nueva edición de Mil lianas. Una maraña semanal, un intento por arrimar a rotos con descosidos.

1. Apolo 10 ½: una infancia espacial, de Richard Linklater. Algo de las palabras de Busqued que apunté arriba resonó en mi cabeza cuando vi esta película de Richard Linklater, un largometraje animado de una belleza deslumbrante. Porque Apolo 10 ½: una infancia espacial también va detrás de un clima. Y de uno muy puntual: el del año 1969, el de un suburbio estadounidense y el de la niñez de Stan, un chico que crece en Houston –ahí, muy cerquita de las instalaciones centrales de la NASA– cuando su país decide emprender un camino épico y enviar a un grupo de humanos a la Luna. 

Sin embargo, el costado espacial de la infancia de Stan es apenas una excusa, es justamente el clima, pero no el centro. Una atmósfera para salir de ella. Porque, apenas se presenta una situación inicial –unos misteriosos enviados de la NASA reclutan al protagonista para realizar un primer vuelo a la Luna en secreto cuando detectan que habían hecho mal los cálculos y ningún adulto entraba en la cápsula armada para eso; el viaje antes del viaje– la historia va para atrás.

O, en todo caso, se sitúa en una suerte de memoria de eso que vivieron aquellos que crecieron en los ‘60 como el propio Linklater, para recuperar un relato de vidas analógicas, por momentos extremas si se las percibe desde hoy; con juegos siempre expuestos a golpes, con adultos que viven fumando, con basura que se tira en cualquier parte. Con el cuerpo en primer plano, aunque suene paradójico tratándose de un largometraje de animación. O no: en Apolo 10 ½ Linklater vuelve a la técnica de la rotoscopia, como había hecho en Despertando a la vida, un método que parte de registros con actores o escenarios reales que sirven como base luego para los movimientos, los personajes y los fondos animados. Una técnica que ofrece realismo y también un efecto onírico en eso que vemos.

En este caso la voz principal elegida –un adulto que cuenta lo que vivió cuando era chico– es la del actor Jack Black. Sin embargo el director, que vuelve a algo del espíritu de Boyhood, uno de sus largometrajes anteriores, apela al repaso amable. Sin cinismos, sin una nostalgia exacerbada, por la película desfilan las series que se veían en un televisor de pocos canales, escenas familiares ñoñas, comidas de entonces –que hoy seguramente serían vetadas por varios de los presuntos expertos que siempre tienen el dedo levantado–, flippers, publicidades, todo tipo de elemento pop y hasta la música de aquel tiempo, traficada por lo general por los hermanos mayores y adoptada luego por el resto. 

Consciente de que rememorar no es traer al presente una serie de episodios arrancados de otro tiempo tal como fueron, sino que se trata de un relato que deja expuesta la más íntima de las épicas –con sus agujeros, con sus fisuras–, el narrador ofrece entonces una sucesión arbitraria y sublime. Un procedimiento, de paso, que me hizo acordar a la enumeración que propone el libro Me acuerdo, de Martín Kohan (Ediciones Godot, 2020). La memoria, entonces, se impone como una narración fragmentaria; el recuerdo como un tesoro que se guarda en un cofre con agujeros. O como el viaje a la Luna de Stan: un trayecto preciado, reconstruido, soñado.

Apolo 10 ½: una infancia espacial, de Richard Linklater, está disponible en Netflix. La banda de sonido de la película, que es preciosa, se puede escuchar en esta playlist que armó el colega argentino y crítico de cine Diego Lerer.

2. Ahora sabemos esto, de Adriana Riva. Como dijimos alguna vez por acá, las madres también son sablazos. Distante, por momentos inasible, la que aparece en las páginas de Ahora sabemos esto (Rosa Iceberg, 2022), el reciente libro de poesía de la escritora argentina Adriana Riva, no se queda atrás. Siempre se jactó/ de no haberme enseñado/nada/¿Para qué?/ Los padres/arruinan/a los hijos apunta uno de los poemas, toda una sentencia.

Propuesto como una suerte de bitácora del ritual compartido entre una madre y una hija, que durante las restricciones de la pandemia se juntaron a leer La Odisea, Ahora sabemos esto ofrece, a partir de pequeñas escenas, un diálogo cautivante –a veces mudo, a veces atronador– entre dos mujeres que aman y a la vez son presas de las palabras propias y ajenas.

Sin embargo, y tal vez a partir de esos choques mínimos, de ese enigma que es siempre la lengua materna, la hija se empeña en recuperar frases, expresiones o dichos de la madre. Un cúmulo que la guía como un mapa para descifrar a una mujer que a la vez pasa sus días buscando significados en diccionarios, rastreando orígenes de palabras que la obsesionan.

En ese roce íntimo, donde no faltan dolores, reclamos, manifestaciones de amor o de tedio contados con sutileza, se abren varias preguntas. Las principales: ¿qué es una madre? ¿cómo se la conoce? ¿de dónde viene?, tal como apunta Laura Wittner en la contratapa de Ahora sabemos esto.

Adriana Riva (1980) nació y vive en Buenos Aires. Es autora del libro de cuentos Angst (Tenemos las Máquinas, 2017) y de la novela La sal (Odelia editora, 2019), donde la figura de una madre indeleble también tenía un rol central. El silencio se estira. Hasta acá llegamos. Mamá es ese centímetro de piel inalcanzable entre mis omóplatos, ese pedazo que me pica y no me puedo rascar, señalaba la narradora de ese libro.

Ahora sabemos esto, de Adriana Riva, acaba de salir por la editorial independiente argentina Rosa Iceberg.

3. Oscar por 16. Pasaron el escándalo, los memes y la ola de comentarios alrededor del golpe que le dio Will Smith a Chris Rock en la última ceremonia de los Oscar. Pero quedaron algunas películas que participaron en los distintos rubros de la premiación que siguen disponibles en salas de cine y también por streaming.

Para quienes estén buscando ponerse al día, por acá hice un repaso de 15 de ellas, con comentarios propios y también lecturas ajenas de cada largometraje. Un aviso: en estos días caí en la cuenta de una omisión en mi lista. Es que pensando en Apolo 10 ½: una infancia espacial y en su manera particular de la memoria y de recuperar fragmentos de una infancia, recordé Fue la mano de Dios, de Paolo Sorrentino, que compitió en el rubro Mejor película extranjera (y no ganó, pero bueno). Por acá hablamos de ella, está disponible en Netflix.

El listado con quince películas de los Oscar para mirar por streaming se puede leer por acá. Y el comentario sobre Fue la mano de Dios, por aquí.

4. Banda sonora. Como ya les conté, Mil lianas también se escucha. Esta semana jugando en Twitter recopilé canciones que me encantan y que de alguna manera mencionan al mes de abril. Entre las mías y algunas que me compartieron por ahí, se sumaron varias a nuestra banda sonora. La dejo también por acá.

¡Hasta la próxima!

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