Opinión y blogs

Sobre este blog

Notas sobre el dinero

No hay manera de nombrar el dinero sin equivocarse. 

Alan Pauls

 

I. A veces me pregunto qué es lo que me lleva a escribir estos textos acerca de asuntos tan enormes, tan inasibles, tan imposibles de acotar. Y a pesar de que no tengo una respuesta definitiva y última, pienso que lo que me lleva ahí es el intento de enterarme de lo que pienso.

Porque la mayor parte de las veces uno cree que sabe lo que piensa, lo cree hasta que se pone a hablar o a escribir. El análisis es un lugar en el que uno se entera de lo que piensa; la escritura, para mí, es otro. Tengo la ilusión de que agarro estas piedras muy calientes y escribo para no quemarme, para apaciguar el ardor, la molestia de lo que quema. Vaya si el dinero es un asunto que quema. “Un quemo” se decía hace mucho, para decir que algo era embarazoso. Hablar de dinero suele ser un quemo, sí. El dinero es muchas cosas, pero nunca es un asunto fresco o aireado. No es fácil salir airoso cuando hay que hablar de dinero.

II. “Gran invento de Freud: el que habla, paga”, dice Ricardo Piglia y me acuerdo de lo que dijo Juan José Becerra en un homenaje a Germán García: “Germán era alguien que hacía que hablar al pedo tuviera un costo”. Pago, costo y dinero no son lo mismo. Por eso a veces se empastan las cosas y se solidifican estereotipos y doxas, sobre todo cuando nos ponemos a pensar la dificultad que implica el dinero en una relación analítica. Hay muchos lugares comunes en referencia al pago del análisis. Y considero que esos lugares comunes funcionan coaccionando la disposición de un analista a inventar. Porque el análisis es un ejercicio en el que se inventan respuestas cada vez, respuestas que no se saben de antes. Cuanto más reglas hay, menos margen de invención. Las reglas son un corset que no permiten moverse y lo cierto es que si aplastamos el espacio analítico con reglas, se convierte en otra cosa. La única regla es la regla fundamental: asociación libre y su contraparte, atención flotante. Si hay algo de libertad en el ejercicio analítico, ella está en el hecho de no reglar lo que ahí sucede. Se escucha muchísimo, y está casi “establecido” como una regla, que si el paciente falta, debe pagar la sesión igual. Si eso se constituye como regla, estamos en problemas. Nada puede establecerse en un “siempre” porque también hay modos distintos de faltar, no sólo motivos, sino maneras distintas de no acudir a la cita. Habrá que ver en cada caso. Es un problema en tanto se convierte en una rutina, en un ritual -ya bastante con la rutina del día y la hora-. Si algo caracteriza el análisis, es estar dispuestos a la sorpresa, al hallazgo, a la contingencia. No es que tengamos que prepararnos para eso, porque es imposible, pero si ahogamos la cosa con normas y reglas, no va a haber espacio para ello. Una regla hace de la cosa algo invariable, fijo y regulado, algo anticipable y calculable. Y si algo tiene la transferencia, es que resulta incalculable. Las cuestiones del dinero, del costo y del pago entran en el campo transferencial. Lo sabemos por Freud: “el hombre de cultura trata los asuntos de dinero de idéntica manera que las cosas sexuales, con igual duplicidad, mojigatería e hipocresía”. Cuando Freud lo dice, lo hace para señalar que los analistas tendrían que “tratar las relaciones monetarias ante el paciente con la misma natural sinceridad” con la que tratan los asuntos sexuales; que se trata de que el analista deponga la “falsa vergüenza”. Por eso habrá que vérselas, cada vez, con eso. Habrá que saber hacer. Y saber hacer, como dice Juan Ritvo, es saber inventar.

III. Se puso de moda la culpa de clase en el ámbito público. Según parece, quien tiene privilegios debe explicitarlos y disculparse, y después puede seguir consumiendo como si nada. Me parece un gesto contrario a lo que se pretende. Tener conciencia de clase es, justamente, no pretender tranquilizarse con las disculpas. Si uno no reconoce sus propias condiciones de enunciación, termina por desconocer sus privilegios. Declamar no es practicar la conciencia de clase; sentirse culpable, menos que menos. La culpa es, en rigor, una disculpa, una manera de no reconocer el lugar de enunciación. Reconozco que la escisión entre la declamación y las prácticas me exaspera. Porque no son contradicciones, sino hipocresía.

IV. ¿Qué función cumplen los honorarios en el psicoanálisis? Lo cierto es que se trata de una relación inédita. No es un servicio, no es una mercancía, no es sólo un trabajo o, en rigor, parafraseando a Lacan: el psicoanálisis es un trabajo, pero no como los demás. Tampoco es una transacción comercial. No es dinero a cambio de algo. Si así fuera, no habría tanta gestualidad alrededor del pago -economía de goce, economía libidinal-. Más allá de las respuestas que cada quien intente, alguna vez lo pensé de la siguiente manera: lo que paga un paciente no es el equivalente a lo que cobra un analista. No hay transacción posible. En esa diferencia, en ese hiato, se abre todo el espacio en el que no queda otra cosa que la transferencia como invención, no queda otra cosa que la invención transferencial.

V. El analista, recordémoslo con Lacan, también debe pagar: “con palabras sin duda, si la transmutación que sufren por la operación analítica las eleva a su efecto de interpretación; -pero también pagar con su persona, en cuanto que, diga lo que diga, la presta como soporte a los fenómenos singulares que el análisis ha descubierto en la transferencia; -¿olvidaremos que tiene que pagar con lo que hay de esencial en su juicio más íntimo, para mezclarse en una acción que va al corazón del ser”. El psicoanálisis no es gratuito tampoco para el analista.

VI. No hay forma de cobrar -y esto excede la práctica analítica- si uno no está dispuesto a pagar. Quiero decir que para “autorizarse” a cobrar por lo que se hace, antes, según creo, se tiene que estar dispuestos a perder algo, a ceder algo. El análisis es un lugar en el que se “aprende” -no me gusta mucho el término- a perder; en el que se experimenta la verdadera desalienación que implica estar dispuestos a perder. Algo así como un juego en el que se gana perdiendo. Como si dijéramos que, antes que arriesgarse a perder, se trata de arriesgarse a ganar. Estar dispuestos a perder, arriesgarse a ganar. ¿Lo inverso? Lo inverso sería “la solución lógica adoptada por algunos que, a fin de no morir, eligen no vivir, no hacer su agujero”, como dice Allouch. Y en ese caso, no poder parar de perder, no poder parar de asumir costos altísimos.

VII. 2023. Hace poco una persona joven me dijo “mis amigos y yo hablamos mucho de dinero porque nos está siendo muy difícil la situación económica. El dinero está presente como tema todo el tiempo”. La inflación carcome no sólo los bolsillos, sino, sobre todo, el ánimo y las ganas de mirar el horizonte; carcome la posibilidad de fantasear y de imaginar. Florencia Angilletta no escatima en lucidez cuando se trata de leer la situación económica del país. Lo hace habitualmente. En este texto encara más precisamente el asunto: la guita. Dice: “La infancia es ese mapa de cuánto pueden comprar tus padres o madres y cuánto los padres o madres de los demás. Cuando ese mapa está armado del todo quizá la infancia se termina. Pero antes es el desfasaje entre trabajo, dinero y capacidad de compra”. Y en su Newsletter Cartas en el asunto, que escribe en Panamá Revista, no soslaya la cosa: Patrimonio, Ansiedad, Independencia -sus recientes tres entregas-: ninguno puede pensarse por fuera del dinero en su materialidad más absoluta.

VIII. “El problema que lo formó fue sin duda el dinero, no el sexo”, dice Barthes de sí mismo. El dinero: un problema. La relación con el dinero nunca es limpia, ni directa. Está contaminada de neurosis. Miserable o generoso, agarrado o desprendido, despilfarrador o retentivo, impedido o arriesgado: las formas de dar y de tener se comportan de manera similar, se trate de dinero, de afecto, de amor, de odio. Hay una transmisión familiar de esas formas. Y muchas cosas amontonadas en los modos de circulación del don en una familia. El dinero, cuando se tiene, nunca es solo dinero.

IX. La gestualidad alrededor del dinero. Los modos en los que se guarda, la manera en la que se dispone, cómo se ordena, dónde se esconde, cómo se saca del bolsillo, en qué y cómo se gasta. Cómo se cuenta, cómo se declara. En Historia del dinero -Anagrama-, de Alan Pauls, hay un niño que mira impactado los modos en los que el padre saca el fajo de dinero del bolsillo, “lo impresiona” ese fajo así, desnudo. También se detiene en lo siguiente: el padre cuenta el dinero de manera tal que no le ensucia los dedos, “es como si el dinero no dejara en él huella alguna”. Mientras tanto, la historia personal se mezcla con la historia de un país. El dinero: una cifra de la oscuridad, pero también de la obscenidad. Dinero explícito y pérdida alrededor de los cuales se escribe una historia. La historia familiar de cada quien es también una historia del dinero.

X. Ahora pienso lo siguiente: la percepción del tiempo y del dinero acaso sea una de las cosas que más cambian a lo largo de una vida. Lo pensé a partir de este párrafo de Pauls, que es sobre el tiempo pero bien podría ser sobre el dinero: 

“se le ocurre pensar que quizás el tiempo no sea en absoluto universal sino el colmo de lo específico, una suerte de bien endémico que cada familia y cada casa y hasta cada persona producen a su manera, con métodos, criterio, instrumentos propios, y producen en el sentido más literal de la palabra, invirtiendo fuerza física, trabajo, materias primas, todo lo que la consistencia evanescente del tiempo parecería más bien volver innecesario, como si fuera más una artesanía doméstica que ese transcurrir esquivo que todos repiten que es”.

AK

No hay manera de nombrar el dinero sin equivocarse. 

Alan Pauls