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Atención flotante es el correo mensual de nuestra columnista Alexandra Kohan que se propone formular preguntas donde solo había respuestas.

“Son lecturas posibles a partir de cosas, nimiedades que están dando vueltas en el aire y que en apariencia no tienen ninguna importancia. Detenerse y subrayar algo que no había advertido antes. Formular preguntas donde sólo hay respuestas. No tengo todo pensado”, advierte la autora.

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Notas sobre la paternidad

Paternidad

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La comprensión incompleta de las vidas de nuestros padres no es algo que les afecte a ellos. Nos afecta sólo a nosotros

Richard Ford

I. Una de las cosas que más me gustan del psicoanalista Guy Le Gaufey es que está metido en eso de lo que se ocupa. A la vez que está pensando cuestiones arduas, complejas, y por momentos tediosas, echa mano a algo de su propia historia. No lo hace a modo de ejemplo sino, creo yo, como un efecto de lectura. Como si estuviera leyendo esas escenas que recuerda desde sus intereses actuales, como si fuera a buscar el germen -no el origen- de algo de lo que se ocupó siempre, como si a partir de ahí pudiera decir eso ya estaba ahí. Ahora leo un libro suyo acerca del padre en Freud y en Lacan que comienza con una experiencia infantil con su padre. Dice: “Alguna vez tuve dificultades con las unidades de medidas” y luego cuenta una situación embarazosa que vivió de niño al decir, en una clase, que había visto un metro cuadrado. A partir de esa escena sigue la pista de sus intereses posteriores y ubica una pregunta: “¿qué hay de real en todo esto?” -dice que el libro surge también de esa preocupación-. Y luego dice lo siguiente: “nada podía hacer callar esa interrogación puntual, es cierto, pero perfectamente iterativa como cuando inspeccionamos sin cesar con la punta de la lengua ese diente que sabemos que nos hace doler”. La pregunta por el padre ¿no es también esa iteración que no se detiene? ¿Preguntar por el padre no es también hacer doler un diente? ¿Y no es también como echar sal en una llaguita: arde un poco pero evita que la herida se expanda? -sólo que a veces la sal no está del todo disuelta en el agua-.

 

II. “Decididamente algo no funcionaba muy bien cuando uno trataba de saber lo que fuera”. La frase de Guy Le Gaufey, derivada de sus reflexiones acerca de la física, las superficies y las medidas que nunca son exactas -para luego ocuparse del padre-, funciona como lectura de La otra hija, de Santiago La Rosa -editada por Sigilo-. Porque se trata de eso mismo: la súbita pregunta de un hijo acerca de quién es realmente su padre. Es una pregunta que se desencadena en el protagonista cuando nace su hija. Y es que ese pasaje de hijo a padre -un pasaje que no es de una vez y para siempre, que no es limpio, que no es sin restos, que nunca es un pasaje definitivo porque nadie deja de ser hijo- hace de su padre, otro. Hace de su padre un enigma. ¿Acaso no lo era antes? Lo cierto es que ese padre convertido en enigma, encarnando una opacidad imposible de atravesar, da inicio a una pesquisa por parte de su hijo, pesquisa que intenta precisar ciertas coordenadas paternas, que intenta dar respuesta a preguntas que nunca antes se habían formulado, pesquisa que tiende -paradójicamente- a hacer de su padre un personaje cada vez más desconocido. La novela despliega esa búsqueda. Cuando terminé de leerla pensé que un padre es siempre una versión, la versión de un agujero.

III. ¿Acaso el edipo no es eso: la versión que la neurosis nos brinda de lo que es un padre? No es sólo eso, pero también es eso: relatos, novelas, ficciones alrededor de ese enigma llamado padre. El psicoanálisis -en el mejor de los casos- no se confunde con la neurosis. Una cosa es el padre para la neurosis, otra es el padre para el para el psicoanálisis. Jorge Jinkis dice que “el mito individual está más cerca de los delirios con los que la neurosis llena el hueco de una pregunta verdadera”. También dice: “inevitablemente fuera de lugar (...) la célebre incertidumbre sobre la paternidad (...) Es por eso que le pedimos ayuda a los poetas. No porque sabrían más o menos sobre este misterio atormentador que también abraza al discurso del psicoanálisis. No es que el poeta conozca el nombre de las cosas, pero la lengua lo elige para entregarlo a esa oscura incapacidad de nombrar que aqueja a la palabra y que hace de la metáfora la ley de esa inadecuación radical que asola a Padre”. El padre acaso sea una piedra en el camino (Edipo mató a un hombre que se le interpuso en el camino). No hace falta matar al padre, tampoco eternizarlo. Con reducir la piedra del camino y ponerla en el zapato, se puede andar.

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Algunas preguntas donde sólo había respuestas, por Alexandra Kohan.

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 IV. En 1985 el Congreso Nacional sancionó la Ley de Patria Potestad compartida. La Ley 23.264 reconoce los derechos de las mujeres respecto de sus hijos. Luego, con la aprobación del nuevo Código Civil en 2014, la patria potestad pasó a llamarse responsabilidad parental. Sigue habiendo padres que se borran, sí. Y también sigue habiendo madres que no quieren compartir a sus hijos con el padre, que los quieren mantener en un régimen de visitas. Para muchas mujeres patriarcado y padre son equivalentes. Y queriendo hacer caer uno, se llevan puesto el otro.

 

V. La dedicatoria de la película es “a mi papá” y parece ser la única. Luego de un pequeño espacio se agrega “y a mi mamá”. En ese espacio, en esa suspensión entre uno y otro, en ese lapso en el que parecía que todo era para el padre, Ana García Blaya hace de su film Las buenas intenciones un lugar que termina diluyendo esa pequeña jerarquía insinuada en la dedicatoria. Como si la pregunta incómoda y fuera de lugar: “¿a quién querés más: a papá o a mamá?”, pronunciada sin pudor y sin temblor por algunos adultos, fuera expuesta en su más estúpida existencia. Esa es acaso la enunciación de la película: no hay culpables, no hay señalamientos de un padre irresponsable frente a una madre responsable, no hay jerarquías, no hay acusaciones, no hay abogados, no hay superioridades morales. Hay dos que se han querido y que no hacen de eso que no funcionó —¿no funcionó?— un clima agobiante para los hijos. Hay dos, un hombre y una mujer, que deciden no arrasar con la historia que los hizo padres de Amanda, Lala y Manuel; que deciden preservarlos, que deciden preservar su infancia. Y es ahí, en esa infancia, en esa infancia escrita hoy, que se pueden leer las buenas intenciones. Con buenas intenciones no alcanza, es cierto, pero tampoco alcanzaría sin esas buenas intenciones: que son las del padre y que son también las de la madre. Porque Cecilia, la madre, no señala a Gustavo, el padre, como el culpable ni se queja de que no esté a la altura del “padre ideal”. Cecilia entiende que un padre no es solamente un hombre proveedor. A veces me pregunto por qué algunas mujeres no logran separarse sin entrar en una guerra con el padre de sus hijos. Como si no pudieran distinguir a ese padre de sus hijos del hombre del que se quieren separar. No me refiero a los juicios cuando son justos porque el padre se borra, me refiero al gesto de querer borrar al padre que quiere estar presente. Me refiero a la manera en que todavía insiste la idea de que los hijos son propiedad de la madre. Suele apenarme leer en el ámbito público el modo en que algunas mujeres denigran a los padres de sus hijos. A veces me pregunto si esa guerra no es la que muestra que todavía no han podido separarse. Si el odio que le dirigen al padre de sus hijos no es la cifra de lo que las mantiene atadas a ellos. Si no es una insistencia en erigir -paradójicamente- un padre caído, inservible y que nunca está a la altura de sus expectativas. Si no es un modo de aferrarse, una y otra vez, a ser una madre también para ellos. La épica materna arrasa, muchas veces, con la posibilidad de que los hijos tengan también un padre. El que sea. ¿Darle lugar a un padre? Sí. Pero dándoles lugar a los hijos para que se inventen su propia versión del padre -que de todas maneras sucederá-.

 

VI. Nunca es inocuo para los hijos ser un botín de la guerra de los padres, nunca.

 

VII. Las madres seguimos teniendo buena prensa, los padres siguen teniendo mala prensa. No importa lo que hagamos, no importa lo que hagan. Pocas cosas más conservadoras y más machista que sacralizar a las madres y estigmatizar a los padres.

VIII. ¿Qué se hace con la decadencia de un padre, además de odiarlo? ¿Cómo se lidia con su desintegración para que no sea insoportable? Daniel Guebel escribió la sobrecogedora novela El hijo judío -PRH-. Dijo acerca de la novela: “Contar no es saber sino preguntarse y darse respuestas y aceptar su provisoriedad”. Y también: “Había decidido publicarlo antes de que mi padre muriera, no quería contar la escena final, la de su muerte, que venía a paso lento, prefigurada. Pero pocos meses después él murió y yo volví sobre el escrito y puse lo que faltaba. Y esa es la versión, siempre incompleta, pero última, la indefinible definitiva que mis bellas amigas, Silvia Bardelás y Beatriz González, acaban de publicar en su sello De Conatus”.

IX. “En esos reajustes que el duelo produce sin que lo sepamos”, escribe Guy Le Gaufey. Y pienso en Mi libro enterrado -Mansalva-, de Mauro Libertella, acerca de la enfermedad y la muerte de su padre -que también escribía-: “Su autobiografía fue el único libro que me dio una vez terminado para que lo lea antes de su publicación. Lo encaré con entusiasmo y vértigo, pero hubo muchos detalles que se me pasaron en esa primera lectura. Era un libro que podría entender si él ya no estaba”.

X. Mi papá siempre se olvidaba de los cumpleaños. El mío no era una excepción -¿por qué lo sería?-. Luego de varios años de pretender que de mi cumpleaños sí se acordara, luego de enojarme algún tiempo por eso, supe que ese signo de amor que yo esperaba de él y que él no me daba, no podía hacerse absoluto. Dejar mi capricho de lado, dejar de pedirle eso que él no tenía, dejar de pedirle ser la excepción, dejar de pedirle que fuera el padre que yo imaginaba, me posibilitó experimentar por fin todo su amor, el que sí tenía, el que sí había. Cumplo años el 29 de enero. Cada 28 lo llamaba para recordárselo y así, el 29, recibía el tan esperado llamado. Nos reíamos del artificio, mientras nos disponíamos al juego. Y es que el análisis también hace de los padres, padres posibles.

XI. No sé qué es un padre. El psicoanálisis ensaya algunas respuestas. Pero no sé para qué sirven, supongo que para detener la pregunta por un rato. En la experiencia de cada uno de nosotros, un padre es lo que hacemos con él, un padre se va escribiendo entre las adjetivaciones esperables: ausente, presente, amable, terrible, caído, potente, soberbio, abandónico, irresponsable, blando, autoritario, fallado, irremplazable. Un padre nunca está a la altura de su función, por suerte. Un padre que no se sabe y, aún así, se narra. Porque un padre, parafraseando a Richard Ford, es una otredad que siempre se escapa.

AK

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