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Intentará ser un correo al que los suscriptores le den Play. Una vez cada dos semanas llegará a la bandeja de entrada algo que a Julieta Roffo, su autora, le entró por un oído y, en vez de salirle por el otro, le salió por un texto. Habrá música pero también habrá ruidos, canciones y sonidos de los que sabemos todos y, ojalá, de los que sorprendan a los lectores. A lo mejor resulta bien.

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Todo lo que hay detrás de una platea

La Renga en el Estadio Único de La Plata.

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Leer este texto te va a llevar lo mismo que escuchar la versión de El rito de los corazones sangrando que La Renga tocó en 2004, la noche que llegó a River.

Lo que sigue es una cita textual:

Necrofilia, no soy de carne y hueso

Un gato muerto muerto en la taza del café

Promotora sexual de la timba

Un ciego vende la estampita de Gardel

Y la demencia que desata la tormenta 

Entre orgías de contaminación

No quiero ser uno más del circo romano

De las treinta canciones que La Renga tocó el sábado en el Estadio Único de La Plata conozco veinte. Hace tres discos de estudio que dejé de prestarle atención a La Renga. El último disco que compré, Truenotierra, es de 2006. Fui a buscarlo más por inercia y hasta por sentido del deber que por ganas, como si ya supiera que estaba separándome pero no supiera cómo encarnarlo. Lo escuché poco, sin método y desapasionadamente. El corte de difusión de ese disco, que se llama Oscuro diamante y que es buenísimo, me entró más en la memoria por haberse repetido en la radio que por haberlo buscado en mi compactera primero y en mi MP3 después.

El sábado Oscuro diamante fue la única canción de Truenotierra que la banda metió en la lista. Como hace dieciséis años -casi la mitad de la vida- la escuché mucho en la radio y un poco más por mandato, se ve que la aprendí para siempre, así que la canté. El disco me sirvió para transicionar entre portadora permanente de mochilas de la banda de Mataderos que el Locuras de Once vendía a 17 pesos a ex usuaria recurrente encariñada para siempre. 

Algo me pasó en el cuerpo cuando empezó Circo Romano, cuya primera estrofa es la cita textual que abre este episodio del Cuchá Cuchá. Algo del orden de la sorpresa, porque yo sé que sé qué dicen La nave del olvido, El juicio del ganso, El viento que todo empuja y Me hice canción. Pero era incapaz de recordar que recordaba, sin repetir y sin soplar, la letra íntegra de Circo romano, una canción que nunca se reveló ni siquiera cerca del círculo rojo que se nos arma en el corazón y en el cerebro con las canciones favoritas de nuestros artistas favoritos. Y sin embargo, empezó y la dije toda, incluso hasta la salté.

Supe perfectamente cuáles eran los versos en los que agitar los brazos y tararee el riff de bajo, porque de este país me amargan muchas cosas pero que tarareemos los riffs instrumentales de a miles de personas juntas me parece digno de ser declarado patrimonio intangible de la Humanidad y que la Unesco nos dé una medallita a cada corista.

¿Dónde está todo esto guardado? Esto que no me sirve para nada, que nunca llegó a conmoverme, que jamás traje a colación en un asado con amigos, en una merienda con amigas, en una sesión de terapia en las que cito más a Fito Páez que a cualquier otro letrista vivo o muerto. ¿Dónde está viva, adentro mío, la letra de Circo Romano? ¿Para qué?

El sábado vi a La Renga desde la platea del estadio. Fue un acierto. Lo sé yo, lo saben los amigos con los que fui, lo sabe -y lo agradece- mi cintura. Fue una manera -esto lo sé ahora, no lo supe ni cuando sacamos la entrada ni durante el show- de transicionar. El meollo de un show de rock nacional es el pogo, al medio y adelante. Cerca de que te caiga alguna púa que el guitarrista revolee al final, cerquísima de la transpiración de un desconocido. La platea es como hacerle zoom-para-atrás al vínculo que te une con eso que estás mirando. Estás para pasar un rato ahí, no estás para dejarlo todo. Volver a casa será más cómodo que cuando perdías una zapatilla, no habrá moretones. La salida te queda más cerca. La posibilidad de no volver nunca más, también.

“Estuvo buenísimo”, dijo uno de los amigos con los que hicimos el Buenos Aires - La Plata - Buenos Aires del sábado, y le puso un asterisco imbatible: “Pero desde la nostalgia”. Todavía se puede ir a ver a La Renga y volver con la voz cascada. Todavía es conmovedor saber qué canción viene por adivinar un primer acorde. Todavía me acuerdo el riff de armónica de Bien alto, que se acordaba y coreó el estadio entero. Un riff de armónica: Argentina te amo. Todavía me pregunto si no me vendría mejor usar la memoria que atesora la letra de Circo romano para algún fin un poco más productivo, y me respondo que sí, pero que no hace falta tanto utilitarismo y esa sensación de sorpresa cuando terminé de cantarla también vale la pena. Todavía agradezco algunos códigos que las bandas mantienen intactos desde hace décadas. La Renga termina todos sus recitales cantando Hablando de la libertad, y entonces vos sabés que ya no hace falta administrar la energía que te quede porque ese es el final y para qué quedarte con un vuelto. Eso sigue igual y es hermoso que un guiño dure más de veinte años. Pero lo de la nostalgia es irrebatible.

Disfrutar de algo porque toca una fibra feliz del pasado es hermoso, uno de mis deportes ocasionales favoritos. Pero esas panzadas de recuerdos no alcanzan para renovar los votos. Divididos lo dice mejor que nadie, así: “Que ayer no es hoy, que hoy es hoy, y que no soy actor de lo que fui”.

JR

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