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Sobre este blog

Borges cuenta que Francisco Laprida, ilustre abogado sanjuanino y prócer de nuestra independencia, se pensaba como un hombre “de sentencias, de libros, de dictámenes” hasta que se encontró con su destino sudamericano--un tropel de caballos corriendo sobre su cabeza. ¿Es la vida pública argentina realmente incompatible con el derecho, como sugiere Borges? ¿Es la Argentina realmente “un país al margen de la ley”? En esta serie de notas, exploraremos los encuentros y desencuentros de nuestro país con el derecho. Tras este recorrido, tal vez descubramos que Argentina y derecho no tienen por qué ser antónimos.

¿Es cultural? Argentina y el cumplimiento de la ley

Wos

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Nuestro mayor escritor observaba que al argentino “pasar por un inmoral le importa menos que pasar por un zonzo”, y en algún otro texto se lo atribuía a que, a diferencia de Europa o Estados Unidos, “aquí los gobiernos suelen ser pésimos”. Nuestro mayor músico lamentaba haber sido siempre “un tonto que creyó en la legalidad”. Un siglo antes, la relación del protagonista con la ley atraviesa el Martín Fierro, nuestra Biblia criolla. Todavía hoy, Wos parodia a un autoritario imaginario gritando “háganme caso que soy la ley, ¿o no tienen claro que soy el rey?”. 

La insistencia de nuestros trovadores en señalar la conflictiva relación de los argentinos con la ley tal vez debería empujarnos a declararnos, simplemente, un caso sin remedio. El taxista nos cuenta por enésima vez el chiste en el que un ángel recrimina a Dios estar beneficiando demasiado a la Argentina con tantos recursos naturales (“no te preocupes”, lo tranquiliza, “la voy a llenar de argentinos”). Le respondemos que sí, que “es cultural, no hay nada que hacerle, vivimos en un país al margen de la ley”, y nos ponemos auriculares. Pero entregarnos tan fácilmente a la desesperanza es apresurado: repasar algo de lo que sabemos acerca del cumplimiento del derecho tal vez nos permita imaginar otra relación con las normas.

Un primer motivo por el que la gente cumple con el derecho es por la amenaza de una sanción: si no cumplimos, hay tabla. El ejemplo más obvio es que, si cometo un delito, el Estado me promete una pena. Pero las leyes no tienen dientes: para que la disuasión funcione, la norma no solo tiene que existir, sino que tiene que aplicarse. Este punto es central, ya que los estudios sobre el tema muestran que la percepción de eficacia en la persecución penal tiene un efecto disuasivo mucho mayor que el de la magnitud de la potencial condena: no me importa que la pena sea de 15 años y no de 10 si sé que no me van a agarrar. Lo mismo sucede con los contratos: la hipotética sanción por mi incumplimiento puede ser muy elevada, pero saber que para la otra parte será muy difícil demandarme me permitirá dormir tranquilo.

En un país donde el futuro es proverbialmente inimaginable, parecería que el efecto disuasivo del derecho es escaso. Que solo el 1% de las causas contra funcionarios públicos terminan en condena refuerza la creencia de que “los políticos roban y siempre zafan”. Que los procesos civiles duren décadas, impongan costos altísimos para demandar y terminen, muchas veces, con condenas diezmadas por la inflación cumple un efecto similar en el derecho privado: nadie se asusta por lo que le puede pasar si no devuelve el depósito del alquiler. Pero la apoteosis de este fenómeno se da en el derecho tributario, en el que la evasión es un fenómeno tan generalizado como, pareciera, conveniente. Difícilmente alguien sienta temor por lo que puede sucederle si no paga impuestos si sabe que, en el peor de los casos, podrá adherir a una moratoria y, en el mejor, entrar en un blanqueo de capitales con el que podrá ingresar beneficios patrimoniales ilícitos al sistema legal caminando sobre una alfombra roja.

En un país donde el futuro es proverbialmente inimaginable, parecería que el efecto disuasivo del derecho es escaso

De todos modos, no hay disuasión que alcance. Ni los estados con mayores capacidades tienen los recursos para controlar a cada uno de nosotros: ninguna ciudad tiene un policía en cada esquina. Afortunadamente, tampoco es necesario: no solo cumplimos con las leyes por miedo, sino también por su legitimidad, la percepción de que son dignas de ser obedecidas. Esto no es poesía: numerosos estudios empíricos muestran que tenemos una mayor propensión a aceptar decisiones jurídicas que no nos gustan cuando provienen de procedimientos justos, que nos dan la oportunidad de dar nuestra versión, que nos muestran cómo llegaron a su resultado y nos miran a los ojos mientras nos lo explican. Esto vale tanto para un proceso judicial en el que nos tratan con dignidad y nos explican por qué perdimos, como para una ley en el Congreso que no nos favorece pero en cuyo debate nos hemos sentido representados. La democracia y el poder judicial independiente, en definitiva, no son aspiraciones de filósofos, son la condición para que siquiera comencemos a imaginar que cumplir con la ley tiene algún sentido. 

Y es aquí es donde nuestra literatura se vuelve punk (como The Clash, lucha contra la ley, y la ley gana). Volvamos al primer párrafo: Borges se queja de los pésimos gobiernos, Wos de la confusión entre políticos y Estado, García escribía en el contexto de una brutal violencia estatal al margen de toda norma. Martín Fierro era mucho más crudo: “Es la ley como la lluvia / nunca puede ser pareja / La ley es como el cuchillo / No ofende al que la maneja”. No se están quejando de la existencia de normas en sí, no patalean contra la necesidad de darnos reglas para vivir en sociedad. Como dijo Julio Mafud en un clásico hoy sólo hallable en librerías de usados, “para el argentino, la justicia es incompatible con la autoridad”.

La autoridad en la Argentina fue siempre percibida como ilegítima, y muchas veces con razón: gobierno colonial monopólico, voto restringido, fraude patriótico, presos políticos, partidos mayoritarios proscriptos y dictaduras sangrientas. ¿Por qué Fierro o nadie habría debido obedecer gobiernos que ni siquiera cumplían con las propias normas que ellos se daban? 

Podemos permitirnos celebrar algunos avances de suma importancia. Estamos por cumplir un récord de cuarenta años de democracia ininterrumpida. A pesar de la creciente polarización y de los odios que generan, muy poca gente considera que Mauricio Macri o Cristina Fernández hayan sido presidentes ilegítimos. Pero como es obvio, esto no alcanza. Así como hemos aprendido dolorosamente que una democracia, por sí sola, no cura, no educa y no alimenta, también hemos aprendido que, aun en democracia, los funcionarios pueden hacer cosas que nos devuelvan a nuestro habitual escepticismo. ¿Qué identificación se puede tener con una ley dictada por alguien que invita a “dejar de robar por dos años”? ¿Que justicia se puede esperar de un juez que admite haber sido malo, “pero no el peor”

No llevamos la anomia en la sangre, ni es un castigo divino, ni es un elemento intrínseco de nuestra cultura. El cumplimiento a la ley, en definitiva, depende en buena medida de cómo organizamos nuestro Estado, de cómo lo obligamos a cumplir con sus promesas, de cómo nos obliga a cumplir con las nuestras. No hay biología ni metafísica involucradas: si el Estado se vuelve digno de respeto, tal vez lo respetemos.

MA/SG

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Borges cuenta que Francisco Laprida, ilustre abogado sanjuanino y prócer de nuestra independencia, se pensaba como un hombre “de sentencias, de libros, de dictámenes” hasta que se encontró con su destino sudamericano--un tropel de caballos corriendo sobre su cabeza. ¿Es la vida pública argentina realmente incompatible con el derecho, como sugiere Borges? ¿Es la Argentina realmente “un país al margen de la ley”? En esta serie de notas, exploraremos los encuentros y desencuentros de nuestro país con el derecho. Tras este recorrido, tal vez descubramos que Argentina y derecho no tienen por qué ser antónimos.

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