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Graciela Montes, escritora: “Todos los chicos con los que tomé contacto me han ayudado a no perder la memoria de cómo era ser chico”

En un ejercicio de poco rigor metodológico –mandar un WhatsApp a 15 adultos y adultas con hijos en edad escolar preguntando si los chicos habían leído en clase a Graciela Montes– la conclusión fue abrumadora: casi la totalidad lo había hecho, en escuelas públicas y privadas, de la ciudad y de la provincia de Buenos Aires. Niños nacidos después de 2010, entonces, habían pasado por Tengo un monstruo en el bolsillo, Doña Clementina Queridita, la achicadora, Historia de un amor exagerado, Aventuras y desventuras de Casiperro del hambre, La verdadera historia del ratón feroz, y otros cuantos de su catálogo, compuesto por más de 70 títulos. Libros escritos en los 80 y 90, que probablemente también hayan leído sus padres, y que pasan la prueba de atrapar la atención de nuevos lectores nacidos y criados entre pantallas y tecnologías. Premiada nacional e internacionalmente, Montes no oculta su sorpresa ante muestras cotidianas de su vigencia, considerando que dejó de escribir hace veinte años. Se dedica a su familia, a leer y releer y a traducir por interés propio y para compartirles a sus hijos y nietos algún hallazgo que encuentra, como uno de Henri Bergson sobre la tensión y la elasticidad necesarias para la vida que anotó en un papelito con una lapicera y al que vuelve de vez en cuando cuando algo se lo dispara, como durante esta entrevista: “Lo terrible para la sociedad es que cada uno de nosotros se limite a atender lo que constituye lo esencial de la vida y se abandone para todo lo demás al fácil automatismo de las costumbres adquiridas”, lee con voz plácida y alegre las últimas líneas del fragmento, volviéndose a sorprender por su sentido. Desde la pandemia, se le dio por traducir textos científicos: “Me interesa muchísimo lo que ignoro”, cuenta.

Este año volvió a lanzar dos libros que son casi nuevos. Se trata de ¿Qué es esto de la democracia? y ¿Cómo se hace justicia? , reescrituras de libros lanzados bajo la colección “Entender y participar” que surgió en la primavera democrática. Su estructura es la de un diálogo o un texto fragmentado con preguntas o subtítulos que logran capturar no una versión normativa y aleccionadora sobre un contenido si no esas ramificaciones y ejemplos que les hacen justicia a las chispas curiosas de los niños lectores.

Estos libros inauguran una nueva colección de Siglo XXI dedicada a las infancias bajo la dirección editorial de Laura Leibiker, en un momento que dista mucho de aquella primavera democrática y que, incluso, corroe algunos de los consensos.

¿Porque, después de 20 años sin publicar, decidiste involucrarte en la reescritura de este libro y volver a lanzarlo?

–Bueno, a mí jamás se me hubiese ocurrido volver, pero ¡acá está la culpable! (señala a Leibiker). Lo vieron o lo redescubrieron y a Laura le pareció que era un momento histórico en el que podía ser muy interesante recuperar eso. Habló con mi hijo, porque yo estoy muy alejada de todo lo que es el trabajo editorial y la escritura. Me plantearon que valía la pena, que podía ser útil socialmente. La verdad no lo recupero tanto con la idea de volver a escribir o de volver a estar en un lugar expectable sino porque me parece que puede ser útil. A esta altura, tengo 77, y uno quiere ser útil y poco más.

¿En el trabajo de reescritura hay algo en particular que hayas visto de diferente de cómo lo pensabas en los 80 en plena primavera democrática y cómo lo pensás ahora?

–Sí, se ven otros matices. Se ven las debilidades de la democracia, que en ese momento no las podíamos ver. Era realmente todo o nada. Había mucho más entusiasmo, más esperanza, también menos sutileza en muchos pensamientos. Todo hay que volver a pensarlo. Por supuesto que los asuntos básicos, lo que tiene que ver con los derechos, con la posibilidad de no ser sometido... eso está siempre igual. Pero las cosas son mucho más complejas, se ve el funcionamiento de otros poderes, que no son los poderes tradicionales. Esas cosas no se veían con tanta claridad como se ven ahora. En el de leyes y justicia me ayudó mucho Paula (N. de la R: Bombara, coautora de ¿Cómo se hace justicia?), que tiene otra mirada. Eso es muy importante para la colección: que aparezca también la mirada de gente más joven, porque nosotros también tenemos que aggionarnos a muchas cosas, no solamente en el paso a lo digital, sino en ver el mundo. Nosotros teníamos una mirada un poco más rígida sobre algunas cosas. Por ejemplo, cuestiones que para nosotros eran deseables y elementales como tener un mismo trabajo toda tu vida ahora yo veo que eso no es ni siquiera deseable para un joven, que quiere poder moverse, quiere poder cambiar, quiere poder tener distintos oficios. Y está bien. Simplemente hay que hacer entrar todas esas cosas. Hay que cambiar un montón de cosas, hay que rever un montón de cosas. Es otro mundo. 

La sensación cuando uno lee es que el original de este libro salió en un momento de mayor consenso alrededor de lo que había pasado durante el terrorismo de Estado y que en este contexto en particular ese consenso es, como mínimo, más débil. ¿Jugó ese factor del presente en la reescritura concretamente o sólo en la decisión editorial de relanzarlo?

Las dos cosas. Sin duda, es es un momento histórico bisagra, de inflexión. No cabe la menor duda de eso. Y es importante rever un montón de cosas. No quedar amparado por las cosas que uno logró formular. Justamente estoy haciendo una especie de inventario de las bibliotecas. Y en estos tiempos me estaba tocando cosas de historia argentina. Y ayer fiché una especie de diario mural que sacó la Asociación de Docentes Investigadores de la Universidad de Córdoba rememorando el apoyo que tenía el proceso en la Universidad de Córdoba en el año 78. Se llama “Los argentinos somos Derechos y Humanos”, está entre comillas, y era una carta de muchos docentes, como 600, al embajador de Estados Unidos, Castro, cuestionando que Estados Unidos apoyara la lucha por los Derechos Humanos acá y diciendo que eso era una campaña anti Argentina. Cuando yo escribí “El golpe y los chicos”, por ejemplo, en el fondo yo tenía una idea de que todo el mundo era como yo y que estaba celebrando que ahora por fin había democracia. Pero no era así, y eso hay que saberlo históricamente porque si no se nos pierde algo. Hay que saber que la realidad es compleja y acordarse de que es compleja todo el tiempo.

–Una de tus grandes virtudes como escritora de textos de no ficción es cómo lográs intuir qué es lo que van a estar pensando tus lectores. En el libro de democracia se ve muy bien, en la estructura de diálogo, que conocés cómo funcionan sus cabezas. ¿Cómo hacés para entender cuáles pueden ser sus preguntas, hacés algún testeo con tus propios hijos o nietos? 

–Sin duda, el diálogo con mis hijos me resultó determinante. Hemos hablado de todas estas cosas desde muy chiquitos. Las cosas que nos preocupaban, que estaban sucediendo, que eran confusas. Por decir un ejemplo, me acuerdo que cuando fue el Mundial del 78 nosotros le queríamos explicar a mi hijo mayor que no íbamos a ir a vivar a Videla. Él tenía dos años, era muy chiquito y no le interesaba el fútbol ni entendía qué estaba pasando. Pero me acuerdo de que durante el Mundial, un día que había un partido que todo el mundo estaba pendiente, mi marido se lo llevó a la plaza. Era como una forma de ser contestatario. En ese momento, a esa edad, no había más maneras de explicar esas cosas. Más allá de esta anécdota, los chicos, si los escuchás, siempre hacen preguntas que te encarrilan el pensamiento, te ayudan a pensar. Porque ellos reciben sin prejuicios lo que vos les decís. En cambio, el adulto tiende a recoger lo que vos decís y rápidamente incorporarlo a un esquema previo que ya tiene armado. Tratar de recordar cómo era ese vínculo con mis hijos me formó mucho. Después me entrené mucho con la literatura para los chicos, el diálogo con los chicos, los talleres que hemos hecho en los años 80. Darte cuenta de que donde sea que haya un chico su forma de pensar es más o menos una parecida: tienen una lógica, son inclaudicables, van al hueso, no sé no se entretienen en floripondios. Eso sí me entreno mucho. Todos los chicos con los que tomé contacto me han ayudado a no perder la memoria de cómo era ser chico. Eso lo he tratado de conservar toda la vida.

–Tus libros se usan hacer décadas en las escuelas más variadas, y si uno piensa, no debe haber adulto argentino que no conozca y haya cantado, por ejemplo, las canciones de María Elena Walsh. ¿Es la infancia la última esperanza de que hay algo en común en un momento tan polarizado y desigual? 

–Creo que es “la” esperanza, no creo que queden muchas más. Pero es así y hay que valerlo históricamente, incluso políticamente. Cómo no va a ser la infancia la única alternativa que tenemos de poder hacer algo mejor. La enseñanza común, el hecho de poder compartir, es una herramienta poderosísima si la pudiéramos usar bien. Es importante no caer en la propaganda. Es muy fácil caer en la propaganda con los chicos. 

–En este momento, se escucha mucho hablar de adoctrinamiento. ¿Considerás que estas acusaciones se basan en una idea –errónea– de que los niños son recipientes vacíos en los que se deposita información y creencias o creés que hubo demasiada bajada de línea en los contenidos para niños?

–Yo creo que hubo demasiada bajada de línea o, mejor dicho, que hubo rigidez en la bajada de línea. No aparece todo el tiempo ni en todos los lugares, pero hay como una especie de facilidad, como si se hubiera facilitado la explicación de las cosas, tal vez en un exceso de simplificación. La palabra tal vez no sea “adoctrinamiento”, pero de alguna manera es una línea sin matices, sin ramificaciones, una cosa demasiado simple. Ahí hay que tener más respeto por los chicos. Hay que permitir que duden, hay que permitir que pregunten. Cuando se baja línea no hay preguntas: hay dogma. 

–En estas últimas dos décadas hubo mucha producción de contenidos audiovisuales para niños. ¿Cuál es la especificidad de los libros frente a otros materiales destinados a los niños?

No seguí este tipo de contenidos. A mí hay dos áreas que he trabajado y me han interesado mucho. Tanto la discursiva, la de explicar cosas o abrir temas, como la literatura. Nunca las mezclé. Y cuido mucho eso. Incluso, con respecto al tema, por ejemplo, del terrorismo de Estado, yo creo que los chicos necesitan que se hable de manera muy sencilla, muy doméstica, muy que se remita a la vida real más que lo simbólico. Y para la literatura, soy más partidaria del símbolo que de la alegoría. El símbolo dispara un montón de significaciones hacia muchos lados. Tal vez alguna cae justo en lo que vos estás pensando, pero hay muchas otras. En cambio una alegoría, como las que usaba la iglesia para adoctrinar en su historia, es mucho más formal. Esto está en el lugar de esto, esto significa esto, eso es una alegoría. Yo creo que si se trabaja simbólicamente, bueno aparece todo. Ahora, si aparece demasiado alegórico se vuelve adoctrinante, se vuelve rígido. En cambio, el área más explicativa, de discurso, tiene que estar sobre todo apoyada en la lógica, en el pensamiento claro y distinto. En la racionalidad, en poder entender las cosas, en permitir las preguntas, ir hacia donde el pensamiento te va llevando aunque sean lugares incómodos. No cerrar los temas con un eslogan, por ejemplo, con una consigna. Las cuestiones a veces en lugar de calarse se cierran con un paquetito, con alguna linda frase, algo en lo que todos creemos. Ese tipo de cosas no ayudan al pensamiento.

–¿Frente a las nuevas tecnologías, creés que el libro sigue representando una vieja tecnología eficaz?

–Las tecnologías pueden ser vehículos interesantes para circular la escritura. Me hablo con mi nieta por WhatsApp, le mando poemas, juegos de palabras. Hay posibilidades. No son las que se usan habitualmente, lo que se usa habitualmente son los emoticones. Pero bueno, está bien, se puede también jugar con eso. A veces hacemos competencias de emoticones haciendo cosas absurdas. O sea, se puede mover eso de algún modo, pero sí creo que añoro, no sé si está bien o si está mal añorar, pero añoro el vínculo con el libro porque es único. No me parece que lo puedan reemplazar. Puede ser que deje de existir, pero no va a ser gratis, porque el libro fue formulado por una persona, por un humano, que resumió a su manera, a veces exitosamente, a veces mal, su idea del mundo, lo que había estado viviendo y pensando. Y para el lector, el libro es por un lado entrar a ese lugar y por otro lado incorporarlo a su vida. Es un lugar que uno habita. Es como una casa a la que a uno lo invitan. Esa sensación, internet tal vez puede llegar a poder producirla. Por mi historia todavía no logro eso. Ahora, una casa en la que uno se puede demorar, eso no creo que lo pueda hacer. Releí ahora hace muy poquito un libro que leí cuando yo tenía 14 o 15, era muy joven y me había encantado. Es un libro larguísimo, que te lleva muchos días de lectura, que tenés que ir pensando despacito, porque te da un montón de información. Pero lo estás habitando. Y cuando ya falta poco para que termine hay una sensación de pérdida, de una nostalgia porque de ese mundo te tenés que ir . Entonces eso, por el estilo de rapidez inmediatez y velocidad, me parece más difícil. 

–¿Te sorprende que tus libros se sigan leyendo en las escuelas?

–Sí, siempre me sorprende. No me lo esperaba para nada. Yo hace muchos años que no escribo cosas nuevas, veinte años, y yo daba por sentado que, bueno, de a poco... Pero todavía los ven, los han reeditado. Hemos hecho reediciones, eso también influencia de los hijos. Eso me asombra gratamente porque pienso que todavía puedo hablar con los chicos nuevos. Me da mucho gusto. A veces hay antigüedades en mis cuentos, de repente hay una casetera. A veces los editores preguntan si podemos cambiar eso. Y yo digo que no... Mirá, porque es así, ¿qué vas a hacer? Cuando yo lo escribí era una casetera. Preguntarán, así se enteran de que existía una casetera. Sí, por supuesto, lo que es explicativo me pareció desde ya que había que aggiornarlo. Pero la literatura tiene su mundo que se construyó así y así es. No le vas a pedir a Shakespeare que no sea isabelino. 

–¿Y qué pensás de los anuncios e iniciativas para reeditar libros infantiles clásicos sin las palabras hoy consideradas ofensivas?

–¡Eso es tremendo! Yo espero que en mí no me hagan lo que le hicieron a Roald Dahl porque me parece terrible. Porque además Dahl es políticamente incorrecto y eso es bueno, eso es bueno en esta época. Eso es justamente lo que provoca, lo que puede producir una una transformación de toda esta cosa blanda.

–¿La corrección política es una especie de pecado en la literatura o escritura de no ficción para niños?

–Sí, me parece que ese cuidado extremo implica, por un lado, como siempre, un irrespeto del niño, porque el niño merece que uno le hable con honradez. Eso sin lugar a dudas. Y la otra es que genera hipocresía. Es decir, en realidad, cuando se cuida tanto de no decir nada, uno no es un cuidadoso, es un hipócrita. Hay que permitir el disenso, el filo de las cosas, porque si no es aburridísima la literatura. En el año 88, una editorial norteamericana quería sacar el libro Tengo un monstruo en el bolsillo en una edición en castellano para las escuelas bilingües. Hicieron una versión al inglés pero no me dejaban entrar que dijera la frase “cruzaba la calle con un negrito atrás”. Y yo le decía: ¿cómo que no puedo poner eso? ¿querés que ponga “esclavo”? ¿Es más fácil de entender? ¿No podés hablar de la esclavitud en los Estados Unidos en la escuela? No, porque eso puede traer problemas. En el mismo Estado donde iban a sacar esto tenían ya prohibición del Huckleberry Finn, una obra grandiosa, porque hay un vínculo esclavista. Entonces ellos que son totalmente políticamente absolutamente correctos no van a permitir que se hable de que alguna vez hubo esclavos.

–También es muy recordada la colección de clásicos de la mitología griega que se distribuyeron con Página/12 en los 90. Ahí también son relatos muy violentos que presentan un desafío a la hora de ser adaptados…

–La colección originalmente había sido una idea de Boris Spivacow y una de las de las razones era rescatar las viejas sagas. Habíamos empezado con mitología, la Biblia, Las mil y una noches. Hay imágenes y pasiones extraordinariamente fuertes y absolutas. ¡Comerse a los hijos! Es maravilloso que la humanidad haya logrado armar esos relatos. Entonces yo creo que no hay que perderlos y la idea era rescatarlo justamente de lo demasiado banal y de lo demasiado políticamente correcto también, es decir, de toda esta cosa un poco vigilada que ya estaba hacía rato. 

–¿Creés que estos temas más ásperos como el terrorismo de estado o los desaparecidos son temas para hablar a cualquier edad con los niños o que hay edades más indicadas? 

–No existe “la infancia”, hay niños muy variados y depende de cómo se han criado. Creo que es para acercarlo cuando aparezca la pregunta. ¡Lo mismo que se hace con de dónde vienen los niños! Cuando aparece la pregunta, cuando aparece el interés, cuando aparece la mirada. Por ejemplo,  yo me acuerdo, cuando mis hijos eran chicos alguna vez ellos me llamaron la atención sobre algunas cosas o cuando veían chicos pobres pidiendo, se preguntaban ¿cómo será ser así de pobre? Esa es una pregunta tremenda y a la vez es natural. Eso era un indicador de que ya estaban listos para hablar de ese tema. 

NS

En un ejercicio de poco rigor metodológico –mandar un WhatsApp a 15 adultos y adultas con hijos en edad escolar preguntando si los chicos habían leído en clase a Graciela Montes– la conclusión fue abrumadora: casi la totalidad lo había hecho, en escuelas públicas y privadas, de la ciudad y de la provincia de Buenos Aires. Niños nacidos después de 2010, entonces, habían pasado por Tengo un monstruo en el bolsillo, Doña Clementina Queridita, la achicadora, Historia de un amor exagerado, Aventuras y desventuras de Casiperro del hambre, La verdadera historia del ratón feroz, y otros cuantos de su catálogo, compuesto por más de 70 títulos. Libros escritos en los 80 y 90, que probablemente también hayan leído sus padres, y que pasan la prueba de atrapar la atención de nuevos lectores nacidos y criados entre pantallas y tecnologías. Premiada nacional e internacionalmente, Montes no oculta su sorpresa ante muestras cotidianas de su vigencia, considerando que dejó de escribir hace veinte años. Se dedica a su familia, a leer y releer y a traducir por interés propio y para compartirles a sus hijos y nietos algún hallazgo que encuentra, como uno de Henri Bergson sobre la tensión y la elasticidad necesarias para la vida que anotó en un papelito con una lapicera y al que vuelve de vez en cuando cuando algo se lo dispara, como durante esta entrevista: “Lo terrible para la sociedad es que cada uno de nosotros se limite a atender lo que constituye lo esencial de la vida y se abandone para todo lo demás al fácil automatismo de las costumbres adquiridas”, lee con voz plácida y alegre las últimas líneas del fragmento, volviéndose a sorprender por su sentido. Desde la pandemia, se le dio por traducir textos científicos: “Me interesa muchísimo lo que ignoro”, cuenta.

Este año volvió a lanzar dos libros que son casi nuevos. Se trata de ¿Qué es esto de la democracia? y ¿Cómo se hace justicia? , reescrituras de libros lanzados bajo la colección “Entender y participar” que surgió en la primavera democrática. Su estructura es la de un diálogo o un texto fragmentado con preguntas o subtítulos que logran capturar no una versión normativa y aleccionadora sobre un contenido si no esas ramificaciones y ejemplos que les hacen justicia a las chispas curiosas de los niños lectores.