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Crianza

Es madre soltera, su bebé pasó 75 días en neo y armó una familia atípica: “El poliamor no es necesariamente algo sexual”

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Este es el sexto envío de Un Trabajo Extraordinario, un newsletter en el que Natalí Schejtman recorre historias e ideas sobre maternidades y paternidades. Para recibirlo miércoles por medio, podés suscribirte acá:

Esta semana estoy teniendo un trabajo extraordinario recargado. No solamente me toca enviarles el newsletter de hoy y mis otros trabajos regulares, sino que este viernes tenemos que asistir al jardín de mi hijo mayor para hacer una actividad con los niños y las niñas de la sala. Cada viernes va otro padre, madre o cuidadores varios a hacer algo con el grupito de veintipico de chicos. Hermoso, ¿no? Nos anotamos a principio de año para hacer una actividad que en ese momento imaginé así: escribir un cuento, imprimirlo, armarles los libritos y que cada niño o niña dibuje su propia tapa con un montón de magia comprada en el Once que también llevaremos para hacer collage. Desde abril, agosto se veía lejos, lejísimo. No digo que pensaba convertirme en Isol Misenta en cuatro meses, pero sí creía que mi bebé ya dormiría más horas seguidas, mi trabajo estaría más ordenado, mi casa más limpia. Pues no. Heme aquí el martes sin tener la menor idea de cómo preparar los libros –imprimirlos y encuadernarlos–, tratando de conseguir una abrochadora con el tiro suficiente y algún amigo de amigo que tenga una guillotina así no tenemos que cortar una por una las veinticinco tapas y contratapas de cartón. Pero además, cambié la idea original de inventar un cuento por la de adaptar una de las fábulas de Esopo. En definitiva, sus cigarras, ratas, zorros y lobos sobrevivieron algunos siglos bajándole línea a las infancias del mundo. Un poco de respeto.

Soy mediocre con las manos, y encima tengo menos tiempo que nunca. Así que eso que me imaginé en abril como una actividad memorable para esos niños, con suerte y la ayuda de unos alfajorcitos de maicena comprados será en agosto una forma más de pasar las horas en el jardín. 

Y bueno: ¿qué es la maternidad sino la constante ñata contra la realidad?¿La escalerita decreciente que va del ideal a lo posible, de inventar una buena historia a adaptar un cliché de Esopo?

La historia de esta edición es sobre empezar la maternidad con una situación que realmente dista mucho de cómo la imaginaste. De sobreponerte a un verdadero baldazo de realidad y seguir adelante. Y es también sobre las muchísimas formas de amor que caben entre adultos y niños más allá de los rótulos. 

Laura vive en un monoambiente en Belgrano R. Es diseñadora gráfica y tiene una forma de hablar amigable y alegre. Incluso para contarte cosas tristes, incluso para dudar en voz alta. 

Tuvo un novio muchos años, diez, pero con Juan se separaron en buenos términos cuando la relación dejó de caminar y se dieron cuenta de que no podían dar algunos pasos juntos. Ella tenía 35 años y estaba segura de que quería ser mamá, pero sentía que esa separación pateaba la idea hacia una fecha desconocida. Se bajó una app de charlas en la que los usuarios, si hay match, hablan por video. Stephan le gustó: alto, fachero, ella le dijo que no tenía cerveza, que tenía vino y entonces él, por video, sacó dos copas. Hablaron desde Friburgo a Buenos Aires en un inglés trabado. Después, se pasaron a WhatsApp durante meses. Hasta que en un momento, quiso hacer un viaje de un mes que incluyera Alemania, aprovechando a esa amiga basada en Stuttgart, el Oktober Fest y, por qué no, al virtualizado Stephan: podía ser una buena oportunidad de verse sin la mediación de las plataformas.

Se encontraron. Se conocieron. Pasaron una noche juntos, una en la que había un eclipse lunar que los medios llamaron “luna de sangre”. Pero a pesar de todo ese preludio, Laura quedó desilusionada. Stephan resultó parco, poco encantador. Ella decidió seguir su gira por Europa: Austria, Budapest. Después, vino Praga. Visitó ahí la iglesia de Santa María de la victoria y San Antonio de Padua, en donde se erige la estatua del Niño Jesús de Praga: para los creyentes, y especialmente las creyentes, es una imagen milagrosa que ayuda a las mujeres embarazadas. Laura le pidió al niño Jesús de Praga cumplir su sueño de armar una pareja y ser mamá algún día.

Pero ya para ese momento estaba embarazada. Sabía que era una opción, porque no se habían cuidado, pero Laura igual se sorprendió cuando se hizo un test en Hamburgo, antes de tomarse el avión de vuelta a Buenos Aires. Le escribió a su hermana, su gran confidente y compañera. Y le escribió a Stephan. Primero, él le dijo que no sabía si llorar, reirse o tomarse una cerveza. Pero al día siguiente, fue más duro.

–No te creo– le puso por WhatsApp.

Esas fueron las últimas palabras que recibió de él, aunque ella le siguió escribiendo y manteniéndolo al tanto.

El silencio del papá de su hijo, y también un desconocido en cierta forma, no opacaron la felicidad que sentía ella, aunque eso se combinaba con una alta dosis de incertidumbre. Nunca dudó de tenerlo, aunque muy temprano asumió que sería una madre soltera. 

Laura guarda en una cajita de cartón los primeros recuerdos de Franco. Un pañal mínimo, un gorrito que podría ser de un muñequito y otras ropitas que son un relato en sí mismo: el del nacimiento de Franco, tres meses antes de lo previsto. 

El embarazo se desarrollaba muy tranquilamente. Ella preparaba el ajuar y trataba de imaginar cómo iba a disponer el espacio de su monoambiente para un nuevo integrante de la familia. Solo se sentía muy hinchada y con dolor de cabeza, pero nada le llamaba la atención.

Hizo un viaje a Estados Unidos con la mamá para comprar ropa para el bebé en camino. Pero en el viaje la pesadez que sentía le impedía hacer una vida normal, casi no podía caminar. Cuando volvió a Buenos Aires fue a la guardia, pero la mandaron a la casa después de una revisión. Al día siguiente fue a su trabajo. Le dolía un poco la cabeza. Pasó por el servicio médico para el alta –porque no había ido a trabajar el día anterior–. La médica de la salita de la oficina le dijo que se tenía que ir a una guardia, que tenía un poco alta la presión pero además estaba muy hinchada, y que eso no era normal. En la guardia le hicieron estudios de orina y determinaron lo impensable: que había que hacer una cesárea urgente en la semana 28 por un cuadro poco frecuente llamado síndrome de Hellp, vinculado a la preeclampsia. 

No sólo hubo una cesárea de urgencia. Primero, la conectaron a una vía para pasarle un medicamento para proteger sus neuronas. Laura estaba aterrada y todavía en shock. Unos minutos antes de la operación, una enfermera le había advertido que no se asustara, pero que los bebés tan prematuros apenas nacían los envolvían en plástico y así iba a ser la forma en la que ella conocería a su hijo. Franco nació con un kilo y Laura lo conoció con esa placa mediando entre ellos. 

En seguida el bebé fue a neonatología y ella a una habitación en terapia intensiva. Tardó dos días en volverlo a ver y cuando lo hizo se desilusionó: “Era un feto, no era un bebé: estaba adentro de una incubadora húmeda, que se empañaba, con los ojos tapados para simular oscuridad, un cpap en la nariz. No lo pude abrazar, no podía generar un vínculo”. Si bien podía respirar por su cuenta, Laura se quedó con mucha angustia después de verlo esa primera vez. Pero una de esas primeras noches, en su habitación, empezó a sentir que algo estaba muy mal con Franco, que se estaba yendo: “Empecé a gritar que llamen a alguien, que algo estaba pasando”. Cuando vino la enfermera llamaron a la neo y les dijeron que Franco, en efecto, estaba teniendo un colapso respiratorio y le estaban poniendo un respirador. “Ahí sentí que estábamos conectados, que ya era mi bebé, que si a él le pasaba algo yo me iba a dar cuenta. Sentí que lo tenía al lado. Fue re loco, porque físicamente no pero a nivel espiritual estábamos juntos. Fue un cambio rotundo”. 

Laura no estaba sola: su hermana había venido de Mendoza de casualidad cuando la internaron de urgencia, su mamá la acompañaba como siempre –y más que nunca– y quien tampoco se movió de su lado fue Juan, su ex novio, aquel de quien se había separado después de 10 años juntos. Juan la acompañó los 75 días que Franco pasó en neo, la ayudó a ella y lo fue a visitar casi todas las noches al bebé: lo alzó, lo bañó, asistió a Laura cuando empezó a sacarse leche, aunque fuera una gotita, se alegró cuando se cerró el ductus arterioso –uno de los hitos que esperaban– y se bajoneó cuando las mejoras tardaban en llegar. 

Laura vivió esos tres meses sumida en la neo, un mundo aparte, una comunidad de enfermeras, bebés y mamás (sobre todo mamás, porque los padres vuelven a trabajar y no existe aun ninguna contemplación ni excepción en el régimen de licencias para mamás y papás de bebés prematuros, aunque un proyecto de ley ahora lo contemple). Llegaba a la mañana y se quedaba todo el día. Al principio, Franco estaba en la neo de prematuros extremos, en donde no siempre podía acceder a verlo: cuando uno de los bebés era intervenido, la neo se cerraba para todos. A medida que pasó el tiempo, fue migrando a la neo intermedia, en donde si bien el acceso es más relajado para mamás y papás, los bebés están conectados a monitores que suenan ante cualquier eventualidad, incluyendo si una mamá alza a su bebé y lo mueve un poquito de más. Y después a la última, ya cerca del alta, cuando los bebés terminan de aprender a succionar y comer por su propia cuenta. Laura recuerda la rutina: llegar, lavarse las manos, ver a Franco, hablar con las enfermeras para saber cómo había pasado la noche, sacarse la leche en el lactario y así varias veces por día, hasta las 8 de la noche, que se iba a su casa a “descansar”: “Es muy difícil volver a tu casa sin tu bebé. Es doloroso, es devastador. Te imaginás que a la noche va a llorar, que la va a pasar mal, y que vos no vas a estar. Por eso es fundamental tener a alguien que te ayude, te acompañe. En la neo te tomabas unos mates con otras mamás, te ponías a hablar, íbamos a tomar un cafecito, volvíamos, íbamos al lactario. Te vas generando una rutina, te hacés amigas. Las ves al otro día, charlan de cómo están. Estás en la misma.”

Las historias que relata de esos días son una combinación constante de luz y sombras, de milagros médicos y tragedias innombrables. Bebés que nacen con 700 gramos y logran sobrevivir y tener una vida plena; otros que no logran “seguir adelante”, como dice Laura, dando cuenta de la carrera de obstáculos que son los días para los bebitos internados. Y enfermeras que contienen, ayudan, enseñan a cuidar a bebés todavía más frágiles que los recién nacidos, pero también a confiar en ellos. Llora cuando se acuerda de una mamá con cáncer que parió a un bebé que tuvo que ir a neo: la mamá bajaba en camilla, conectada, a visitarlo. Llora también cuando se acuerda de la cara de desesperanza de alguna de las mamás con la que compartía su vida cotidiana que le indicaba, sin palabras, que algo estaba muy mal. Pero también, cuenta de un bebé operado del corazón, vecino de la cuna de Franco, que hoy tiene una vida normal en Italia u otra que también estaba en la neo con su hijo y hoy va a la escuela con él. Laura sigue hablando con esa familia ampliada, con la que pasaron vivencias emocionales de lo más extremas.

Después de 75 días, cuando su bebé llegó a los dos kilos y medio, pudieron irse para su monoambiente. Ahora empezaba un desafío nuevo. Laura todavía recuerda el pavor que le daban las apneas de sueño: durante la noche le chequeaba la respiración continuamente, como si ella fuera ese monitor que prendía las alarmas en la clínica. Le dieron una licencia psiquiátrica y no tuvo que volver a trabajar apenas obtenida el alta, cumplidos los tres meses oficiales.

Laura va describiendo una constelación de personas que rondan en su vida y en la de Franco y sabe que su familia es abierta, cambiante y dista de cualquier normativa. Mientras charlamos, toca el timbre Juan. Hoy es su cumpleaños, y lo está pasando a buscar a Franco, que tiene seis años, para que vaya a almorzar con él y su mamá, la “abuela Eugenia”. Franco le muestra la carpeta y le cuenta la tarea que tiene que hacer para mañana. Juan lo visita varias veces por semana, lo ayuda con la escuela, lo lleva a natación y está en el “chat de papis”. No es pareja de Laura, la relación es entre Juan y su hijo: una mezcla de padre, padrino y tío. Laura se considera 100% madre soltera, se ocupa de su hijo, le hace de comer todos los días, eligió su escuela y es la responsable por él. Pero sabe que Juan tiene un lugar privilegiado en esa red de contención, aunque no sabría cómo definirlo: “A veces me cuesta. Yo generé el vínculo pero ahora no formo parte de la relación entre ellos. Es un poco raro, pero aprendí que el amor siempre es bienvenido. Y no se le niega a nadie. Y si él quiere darle amor, ¿por qué se lo voy a prohibir?”. Laura habla de poliamor y de Brigitte Vasallo. Vio una entrevista y está interesada en la idea: “Poliamor no es necesariamente algo sexual: es aceptar el amor que viene que no necesariamente es de la pareja”, me dice. Y me manda una frase de su libro después de la entrevista: “Aclaro, en este texto algo divagante, un poco a borbotones, que si bien en estos momentos mis duelos pesan, sí tengo una red afectiva extensa, resistente, perdurable a través de los años, que se va transformando a cada paso, que ha resistido y resiste a pesar de la vida y a la que también quiero hacer justicia en estas páginas”. Esas palabras la identifican. Le consulto a Juan cómo vive su relación con Franco: “A nivel sentimiento y vínculo lo siento como un hijo, y siento que él me siente como un padre. No usamos esas etiquetas, sobre todo porque a Laura le incomoda y yo lo respeto. Pero eso no afecta el vínculo nuestro. Se dan particularidades graciosas que es que de repente me saluda y me da un regalo por el día del padre y también por el día del amigo. No necesitamos las etiquetas, aunque quizás tener una etiqueta más clásica y convencional le ahorraría a Franco tener que dar algunas explicaciones”. 

A lo largo de estos años, Laura tuvo momentos en los que lamentó el persistente silencio del padre biológico de Franco: “Me gustaría que Franco lo conociera porque tiene derecho a saber quién es su papá”. Pero también reconoce que su hijo cuenta con mucha gente que lo quiere a su alrededor. Laura tiene además a su mamá, la abuela Susana, la gran incondicional que todos los días la ayuda a organizarse y lo visita a su nieto; varios amigos y amigas del jardín por el que pasó Franco, los papás y las mamás del colegio actual y, más incipiente, una tribu de madres y padres que se juntan en la Plaza Castelli con los que hace poco tiempo viajó a Mar del Plata.

Juan se llevó a Franco a lo de su abuela. Laura se queda charlando conmigo sobre su historia. Busca, piensa y repiensa qué palabras –poliamor, papá del corazón, etcétera– definen mejor la complejidad y los miles de sentidos de los vínculos humanos, que suceden más allá de si puede o no ponerles un nombre. 

NS

Este es el sexto envío de Un Trabajo Extraordinario, un newsletter en el que Natalí Schejtman recorre historias e ideas sobre maternidades y paternidades. Para recibirlo miércoles por medio, podés suscribirte acá:

Esta semana estoy teniendo un trabajo extraordinario recargado. No solamente me toca enviarles el newsletter de hoy y mis otros trabajos regulares, sino que este viernes tenemos que asistir al jardín de mi hijo mayor para hacer una actividad con los niños y las niñas de la sala. Cada viernes va otro padre, madre o cuidadores varios a hacer algo con el grupito de veintipico de chicos. Hermoso, ¿no? Nos anotamos a principio de año para hacer una actividad que en ese momento imaginé así: escribir un cuento, imprimirlo, armarles los libritos y que cada niño o niña dibuje su propia tapa con un montón de magia comprada en el Once que también llevaremos para hacer collage. Desde abril, agosto se veía lejos, lejísimo. No digo que pensaba convertirme en Isol Misenta en cuatro meses, pero sí creía que mi bebé ya dormiría más horas seguidas, mi trabajo estaría más ordenado, mi casa más limpia. Pues no. Heme aquí el martes sin tener la menor idea de cómo preparar los libros –imprimirlos y encuadernarlos–, tratando de conseguir una abrochadora con el tiro suficiente y algún amigo de amigo que tenga una guillotina así no tenemos que cortar una por una las veinticinco tapas y contratapas de cartón. Pero además, cambié la idea original de inventar un cuento por la de adaptar una de las fábulas de Esopo. En definitiva, sus cigarras, ratas, zorros y lobos sobrevivieron algunos siglos bajándole línea a las infancias del mundo. Un poco de respeto.