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A 50 años del disco más importante y menos popular de Antonio Carlos Jobim

A comienzos de los 70, Antonio Carlos Jobim era indiscutible. Había sido uno de los creadores de la Bossa-Nova. Había evangelizado a la crema del jazz, empezando por Stan Getz, en el credo del nuevo género. Había convertido en moda universal una música creada por intelectuales y nacida en Río de Janeiro. Había grabado con Sinatra. Era el autor de “Garota de Ipanema”. Pero, en voz baja, se lo discutía.

Corrían otros vientos. “Travesia” de Milton Nascimento ahondaba en el nordeste más que en el imaginario carioca. E, igual que el tropicalismo bahiano, tenía en su punto de referencia más a The Beatles que al jazz. Además, había una dictadura militar. Y el Mundo Jobim, con sus olas, sus arreglos suntuosos, sus discos grabados en los Estados Unidos y su paisajismo un poco de postal se parecía demasiado al Brasil que querían ver quienes nada sabían de Brasil.

Los vientos, no obstante, alcanzaban también a Jobim, que leyó el Grande Sertâo: Veredas de Joâo Guimaraes Rosa, al principio con dificultad y después sin poder desprenderse de él. Y volvió a grabar un disco en los Estados Unidos. Y su arreglador volvió a ser Claus Ogerman. Pero las orquestaciones no eran las mismas, las letras hablaban de “siete caminos de setenta suertes, setecientas vidas y siete mil muertes” y el disco no se pareció a nada que se hubiera hecho antes. En todo caso, Matita Peré no era un disco de Bossa-Nova. No había allí alegría brasilera, ni muchachas en la playa ni atardeceres diáfanos sino una “media noche en el corazón”, “un jardín de rosas de los sueños y el miedo”, “un resplandor de las aguas en el desierto negro” e, incluso, en el que llegaría a ser un improbable hit (y de hecho una de las canciones más famosas de Jobim) unas “lluvias de marzo cerrando el verano y las promesas de vida en tu corazón”.

La música, por otra parte, si bien conservaba de la vieja bossa nueva el susurro y esa aparente falta de énfasis que era parte de su marca de fábrica, tomaba el formato de la canción apenas como un tenue marco de referencia. La pieza que daba título al disco, con un poema de Paulo César Pinheiro que homenajeaba y citaba en parte a Guimarâes Rosa, duraba más de siete minutos. “Era una `pieza casi sinfónica”, recordaba el poeta. “Y cuando le dije a Jobim que eso no podrían pasarlo por la radio me contestó: ‘Esta canción no es para ahora. Es para el futuro’.” De lo que se trataba era de algo que justamente en esos años Egberto Gismonti comenzaría a desarrollar: la continuación de Heitor Villa-Lobos por otros medios.

Matita Peré se llamó,  en su versión estadounidense, Jobim. En el 73 no sabían que en el futuro para el que esa canción había sido creada nada sería más difícil que buscar en las redes un disco de Jobim llamdo Jobim. En rigor, en las versiones virtuales –la original brasileña incluía las letras– la única diferencia es una pista adicional en la estadounidense, con “Aguas de março” cantada en inglés. Evidentemente el sello discográfico ya pensaba un destino exitoso para esa canción que, no obstante, no fue famosa hasta un año después, en una interpretación que de alguna manera incluía la primigenia, con ciertos giros del piano que esta vez no tocaba el autor sino César Camargo Mariano, notable arreglador, director musical y creador del extraordinario sonido grupal de la cantante que, en ese momento, era su esposa: Elis Regina. En Elis e Tom, donde ella y Jobim cantan a dúo y llegan a una especie de climax de scat y risas, es donde las “Aguas de marzo” conocieron realmente su destino. 

Pero Matita Peré, el disco más oscuro y profundo, tal vez el más secreto y, con certeza, el menos pintoresquista de Jobim, no se agota en esa canción bellísima –con una letra triste de toda tristeza– ni en la mencionada obra maestra que le da título, donde Ogerman es una suerte de acuarelista virtuoso que elije en qué (pocos) lugares coloca sus pinceledas sugiriendo reflejos más que estampando colores. Entre ambas está la deliciosa “Ana Luiza”, otra pieza magistral que va desde un vals encantador a una especie de escenificación musical (sutil) de la desesperación en que la flauta baja y las cuerdas tienen un papel fundamental. Los arpegios atonales que dan comienzo a “Tempo do mar” y una sección de vientos formada por varios nombres estelares del jazz (Ray Beckenstein, Jerry Dodgion, Romeo Penque) presentan la primera de varias composiciones esencialmente instrumentales de originalidad todavía sorprendente. “Mantiqueira Range”, una pequeña suite de temas de la música para un film llamado Cronica da casa assassinada  –allí hay algún pequeño pasaje cantado–, la exquisita “Un rancho nas nuvens”, donde brillan el piano del autor, el trombón de Urbie Green y el contrabajo de Ron Carter y la final –e inmensamente melancólica–  “Nuvens douradas”.  Si se deciden por la versión estadounidense del disco, recomiendo no escuchar la última pista al final. Eventualmente va mejor al principio, como curiosidad. Pero el universo que abre Matita Peré debe terminar –no puede ser de otra manera– con esas nubes doradas donde Jobim y Ogerman tejen las leyes de la tristeza.  

Si este disco de Tom Jobim es el Ying de la nueva modernidad brasileña que asoma en el 73, Arvore, de Egberto Gismonti, es el Yang (u otro Ying, vaya a saberse). Con un grupo fantástico, que incluye al gran Paulo Moura en saxo y con Gismonti multiplicándose, además de en el piano y en la guitarra, en la voz –en ese entonces todavía cantaba y componía canciones cautivantes junto con el poeta Géraldo Eduardo Carneiro–, en flautas y percusión.  “Tango”, un tema que ya había estado en su disco anterior, Agua e vino,  pero aquí aparecía en versión instrumental, las dos partes de “Academia de danças” (“Dança dos homens” y “Dança das sombras”), la inicial “Luces da Ribalta”, “Adagio” y “Encontro no bar” brillan en un álbum de unidad y potencia estética asombrosas.  

Ni Brasil ni 1973 se agotan en estos discos. Basta pensar en Chico canta, de Chico Buarque, Milagre dos peixes de Milton Nascimento, Araça azul de Caetano Veloso, el disco de Edu Lobo con su nombre como título o Fingers, de Airto Moreira, que en rigor es un disco casi uruguayo editado en los Estados Unidos (la canción del título no es otra que “Dedos” de Rubén Rada, que el grupo Tótem había grabado en 1971, y quienes tocan son los hermanos Fatorusso junto con David Amaro en guitarra). Tampoco se trata de rendir culto al cincuentenario porque, para citar a uno de sus grandes hitos –el Artaud de Spinetta–  “aunque me fuercen nunca yo voy a decir que todo tiempo por pasado fue mejor. Mañana es mejor”. Apenas una pincelada final para un disco que ese año salió en la Argentina, en el formato que se identificaba como “simple”. Sólo dos canciones, una por lado. Y la que ocupaba el lado A anunciaba lo aún no sucedido. Un mañana que sería peor. “Violencia en el parque de la ciudad; terror en las rutas hay”, cantaba la voz inigualable de Emilio del Guercio, al frente de Aquelarre, uno de los grupos más personales y que mejor sonó en la historia de la música popular argentina, con él en bajo, Rodolfo García en batería, Héctor Starc en guitarra y Hugo González Neira en voz y teclados. El lado B, “Ceremonias para disolver”, carecía desde ya de ese valor premonitorio pero la voz y el órgano del tecladista cimentaban el invento de una maravillosa imposibilidad: el rhythm & blues argentino. 

DF