Camina la materia/ antes que la energía de cada uno/ una especie de estado intermedio/ entre lo sólido y el gas./ Lo estrictamente humano es un vacío/ En donde atruena el río.
“Con inmensa pena comunico que en la madrugada de anoche falleció nuestro amigo Jorge Aulicino”, publicó el escritor Miguel Gaya. “Hacía meses estaba internado por un cáncer terminal que enfrentó con lucidez y entereza. Falleció en las condiciones de intimidad y dignidad que eligió.” Tenía dos hijas y dos hermanos, Margarita y Eduardo. Fue uno de los poetas más comprometidos con la dinámica del lenguaje lírico contemporáneo y un referente insoslayable de las actuales generaciones de poetas.
Conocí a Jorge Aulicino en Clarín, durante los primeros años noventa. Estábamos en distintas secciones del diario hasta que desplazaron a un editor y lo enviaron en su reemplazo. El periodista, traductor y poeta, de 75 años, había trabajado en Información General y lo mudaron a la sección Espectáculos.
Se había formado en el taller literario de Mario De Lellis, que funcionaba en el teatro IFT, junto con los bardos y narradores Irene Gruss, Leonor García Hernando, Lucina Álvarez, Alicia Genovese, Daniel Freidemberg, Marcelo Cohen y Jorge Asís, entre otros. Formó parte de la dirección del influyente Diario de Poesía. Participó del periodismo de izquierda en los setenta y se desempeñó en Clarín donde fue editor en distintos períodos.
Auli, como le decíamos, tenía una oficina propia y la puerta siempre abierta. Aunque fumaba en pipa, no podía hacerlo en las horas de trabajo porque, algo muy usual en las oficinas públicas y privadas durante el cruce de siglo, habían prohibido fumar en el edificio de Tacuarí y Finocchietto. Tampoco podía fumar su amiga, la gran poeta Irene Gruss, correctora de la Guía del Fin de Semana del suplemento, con quien compartía una mirada entre melancólica y burlona de la realidad.
Fue uno de los periodistas que llevó adelante la Revista Cultural Ñ, en los primeros años. También recibía a poetas en su casa o se encontraba en distintos bares, para escuchar sus versos y señalarles ciertas desmesuras, que repudiaba tanto como el sentimentalismo.
“Un tipo hermoso”, lo recuerda con cariño el periodista Mariano del Mazo, autor de los libros Sandro, el fuego eterno y Entre lujurias y represión, sobre Serú Girán. Y en coautoría Fuimos Reyes. “Era un colgado, siempre estaba un poco ajeno a todo. Era irónico, tenía un pasado de izquierda y desencanto y destilaba una melancolía de las profundas. Me gustaba saber que por las calles del sur había un hombre que fumaba en pipa, distinto a todos, que respondía a cada uno de los llamados para notas, o porque si: ”Auli, ¿qué te parece el indio Solari como poeta?, ¿Qué diferencia hay entre poesía y letra de canción? Y así“.
“Adiós, querido camarada”, lo despidió con aquella ironía que lo caracterizaba el colega Marcelo Zapata, coautor junto a Oscar Barney Finn, de la obra teatral La lluvia seguirá cayendo. “Te llevás a Cacho y a Bonturo pero te aseguro que tu lucha contra los ‘icónicos’, los ‘emblemáticos’ y la degradación de la lengua periodística de hoy seguirá en pie. Una batalla perdida, por supuesto, pero la trinchera es irrenunciable. Nos queda tu enorme obra poética (perdón, sé que tampoco te gustaba esa calificación de gran o enorme, pero hoy me tomo una licencia) y los blogs en los que tan generosamente difundiste la obra de otros”.
Jorge Aulicino había creado a Cacho Velverede y Bonturo, dos personajes que dialogaban sobre las vicisitudes del idioma en sus usos coloquial y poético, pero sobre todo en el periodístico. Y se reía de los lugares comunes innecesarios, de esa sobrecarga que desestima la sensibilidad e inteligencia de los lectores.
En 2020 sus libros aparecieron en la edición Poesía reunida de Ediciones en Danza que completó a Estación Finlandia, la anterior compilación de su obra, una de las más importantes de la lírica actual criolla. “Poeta antiguo, poeta ambigüo”, lo definió Santiago Kovadloff en los ochenta. Y Aulicino, en una entrevista que le hiciera José Villa, interpretó esas palabras así: “uno escribe para saber qué quiere decir, no para transmitir lo que sabe de antemano, y la oscuridad y la ambigüedad de las cosas debe ser presentada, paradojalmente, con la mayor precisión”.
En la traducción encontró un método. “No es otro que ajustarme todo lo que se pueda a la literalidad, lo cual equivale a decir que uno busca un imposible que es la literalidad absoluta, algo así como que al leer a Dante traducido uno crea que lo lee en italiano.” Había llevado al castellano La Divina Comedia, en 2015.
La poesía era un bello país, tituló uno de sus textos líricos: Lo que no lleva el agua lo que queda en/ la pileta/ dando vueltas negándose girando resistiendo/ cáscaras de un huevo peladuras de papas/ lo que insiste en quedarse lo que no entra/ basuras restos lavados resistiendo/ lo que se pega y despega/ lo lavado no chupado girando/ las cáscaras lo exterior resistiendo.
Y en un momento preciso todas las aves/ se detuvieron en el aire/ y los ríos detuvieron sus cursos y/ los peces quedaron suspensos./ Y por primera vez pudimos contar/ la arena/ del fondo de los océanos porque/ las aguas/ se quedaron quietas/ y las olas quietas también y las/ contamos/ Todo esto pasó/ cuando quedaste muerto/ Ya no hubo fuga/ en las estrellas, no flotaron nubes,/ ni se escucharon pisadas en los/ bosques. Todo eso/ está quieto. Todo mudo./ Todo bosque mudo,/ todo mar océano/ toda ciudad dormida,/ toda mujer quieta y muda y/ dormida/ y los hombres también/ Y lo que tanto te preguntabas/ sobre la suerte del universo/ y el sentido de cuanto hacías,/ en esto ha quedado./ escribió en su despedida el abogado y poeta Miguel Gaya. Ya no sirven para nada/ esas preguntas/ porque estás muerto. Incluso no importa si esto que te digo es verdad/ porque estás muerto./ Así me quedo quieto yo/ pensando/ en que estás muerto.
Tuve la alegría de que leyera los poemas de mi libro Broderí, con collages de Adolfo Nigro, para el que me regaló un texto precioso, en mayo de 2005 que incluí en la edición y dice: Aunque su título remita a la intimidad y a lo femenino, a un lenguaje cifrado de mujeres, este libro refiere a la intemperie, al vacío y a la dura paradoja de nombrarlos. Entre dos latidos; intento de subrayarlo “con grandiosos acertijos” y de reinventar “la severidad de las cosas”. Conceptista en su realización y culterano en su percepción, art decó y art noveau, el texto habla de sí mismo, no con la resonancia familiar del broderí, sino con la de encontrar sentido fuera de la insana “repetición del detalle”.