Qué ver Ficción y No ficción

Asesinos seriales, un repaso por los casos criminales que todavía no llegaron a las series y uno de los que ya lo hicieron y son éxito

Podría ser la trama perfecta de un guión. Ocurrió en Goiás, Brasil, a mediados del año pasado y no en Estados Unidos, país obsesionado en el asesino serial por excelencia. La secuencia del “asesino del DF” tiene detalles tan macabros como insólitos y compone un capítulo central del espectáculo criminal contemporáneo. 

La atención mediática prestada al prófugo Lázaro Barbosa, quien se había refugiado en los bosques y causó terror en la población, se intensificó después de que fuera señalado por la Policía del Distrito Federal como el autor de la masacre de una familia campesina, símil los hechos de A Sangre Fría (1965), de Truman Capote. Lázaro, de 32 años, un hombre con largo historial homicida -dos asesinatos, violaciones y escape de prisión a cuestas-, había matado a cuchillazos y a tiros a un matrimonio y a sus dos hijos, de 21 y 15 años, en una granja del Brasil profundo. Luego escondió los cuerpos con hojas para que no fueran identificados en los registros aéreos de la policía. Y se dio a la fuga. 

Fue el epílogo de su aventura criminal, que los investigadores calcularon en once asesinatos desde 2007. Considerado como “un psicópata impredecible” Lázaro Barbosa se metió en casas -incendió una y varias personas fueron trasladadas en grave estado al hospital-, se enfrentó a tiros con un campesino y en el camino robó armas y coches. Su raid siniestro ha dejado destellos extravagantes: en una de las viviendas obligó a una mujer a prepararle algo de comida mientras veía televisión en el sillón y al marido a fumar marihuana junto a él.

Como si le faltaran escenas cinematográficas, Lázaro protagonizó varios enfrentamientos con los agentes policiales. Uno de los más perturbadores fue cuando tomó como rehenes a un matrimonio y a su hija y los trasladó hasta la orilla de un río, donde al parecer pensaba asesinarlos. No pudo. La joven logró mandar un mensaje a la policía, que llegó al lugar y salvó a la familia. Pero el homicida escapó una vez más. Caminaba por los ríos para dificultar el trabajo de los perros rastreadores.

Barbosa, como todo asesino serial, se convirtió en un entretenimiento televisivo. Carcomidos por la vergüenza, la madre, el padre y la mujer de Lázaro, con la que tenía una niña de dos años, aparecían en los noticieros y le suplicaban que se entregara. La cacería policial, que había movilizado la atención de los brasileños como un asunto de Estado, llegó a su fin el 28 de junio de 2021. Trescientos policías buscaron durante veinte días a uno de los más temibles homicidas de la historia del país: usaron drones equipados con infrarrojos, helicópteros, perros, radios. Hasta que lo encontraron. Lázaro Barbosa fue aniquilado por una feroz balacera en la ciudad de Águas Lindas, en Goiás. El presidente Jair Bolsonaro lo celebró en Twitter: “Uno menos para amedrentar las familias de bien”. Y haciendo gala de su discurso armamentista agregó: “Los bandidos están armados, no tienes paz ni siquiera dentro de tu casa. No puedo dormir, a pesar de la enorme seguridad aquí en el Palacio del Gobierno, sin tener un arma a mi lado”.

 

Es posible pensar que la secuencia de Barbosa se estrene en los próximos años en Netflix o HBO bajo el título de “El asesino serial del DF brasileño”. No hay nada más inquietante -y a la vez atractivo para las audiencias- que el mal mostrando sus garras: cuando esos psyco killer, siempre hombres, se obsesionan por matar sin que nadie los pueda frenar. Con los asesinos seriales, y tal como había postulado Ricardo Piglia, no interesa tanto la presencia de la realidad en la ficción sino su contrario. Cuando la ficción se cuela en los intersticios de lo cotidiano, esa transparencia del mal, como la había llamado el filósofo Jean Baudrillard, quien decía: “Me interesa descubrir las ambigüedades, los desequilibrios, toda esa parte maldita”. 

La ficción en la realidad: el año pasado, un grupo de investigadores policiales comunicó la identidad de uno de los criminales más famosos de la historia estadounidense, el Asesino del Zodíaco, un homicida en serie de fines de los ´60 que inspiró las películas “Harry el Sucio” y “Zodiac” -y ahora, además, a uno de los villanos de la nueva versión de “Batman”-, asesino al que nunca se pudo atrapar pese a que dejó numerosas pistas. El grupo usó nueva evidencia física y forense así como los aportes de testigos presenciales para establecer, más de cincuenta años después, que se trataría de Gary Francis Poste, un hombre que murió en 2018 y que hasta entonces no había aparecido en los radares de los detectives. La hipótesis todavía no fue confirmada oficialmente. 

Esa parte maldita como acontecimiento de dualidad, de borde entre lo real y lo ficcional legitimado por la cultura masiva: no es casual que en los últimos años el true crime se haya transformado en un género arrasador de la pantalla. 

Allí está Samuel Little, que confesó haber matado a más de 90 mujeres convirtiéndose en el asesino serial más prolífico de Norteamérica, hablando en una entrevista, impasible: “Trato de identificar en qué momento me empezó a atraer el cuello de una mujer”. Durante cuatro décadas, las autoridades lo detuvieron más de cien veces pero evadió la Justicia y siguió matando. “No perdí tiempo enterrando cadáveres”, se jacta. Y un periodista, a lo largo de un documental de la BBC, se pregunta por qué ha sido posible que un asesino de tal magnitud hubiera matado tan impunemente, yendo de Estado en Estado, sin que se lo detuviera: la matriz que encuentra es el racismo institucional, la policía haciendo responsable a sus víctimas, mayormente prostitutas, negras y pobres, a las que nadie buscaba cuando desaparecían. “Las amo a todas. No puedo elegir ninguna favorita. Las veré en el infierno”, cierra Little, con evidente desprecio por sus presas humanas. 

El asesino serial como el perfecto cazador, inteligencia y cinismo en acción armando una cacería infinita, y los detectives que prueban técnicas, métodos y se pasan la vida -y varias veces arrestando inocentes en su desesperación por resolver casos- para poder cazarlo: otro tópico insoslayable del género. 

En “Cazar asesinos” (Netflix) los investigadores hablan en primera persona exponiendo sus luces y sombras no sin vanagloriarse de sus heroísmos. Como cuando por las pruebas de ADN -un método que, a partir de los ´80, cambió el curso de las pesquisas- y el rol de los medios -un asesino serial escribe una carta a una cadena local: “Me cuesta controlarme. Cuando el monstruo entra en mi cerebro, no sé. Él ya escogió su nueva víctima”- descubren a BTK, un aterrador asesino de Kansas que reaparece después de 30 años, y termina siendo identificado como Dennis Rader -porque no existe criminal que, en el fondo, no quiera ser descubierto-, un ciudadano ejemplar de buena familia y sin ningún antecedente penal. Es el mismo BTK que aparece en un capítulo de  “Mindhunter” (Netflix), donde dos agentes del FBI entrevistan a asesinos para desmenuzar  el rompecabezas de sus mentes, tal como sucede en “The Confession Killer” (Netflix), retrato íntimo de Henry Lee Lucas, una suerte de estrella cinetamográfica que aparece sospechado como un asesino serial que destapa, a la vez, un circo mediático y la desidia de la institución policial bajo su notable capacidad de fabulación. ¿Y si Henry Lee Lucas lo estuviera confesando todo, pero todo fuera mentira?

El brasileño Lázaro Barbosa parece constituir uno de esos perfiles, made in USA. En una de las últimas series documentales de Netflix, “El asesino del Times Square”, aparece una fija: el asesino y su época; y su zona de confort: “el paseo de las prostitutas”, antes de la epidemia del sida. Nueva York, fines de los ´70. “Los depredadores andaban sueltos”, dice la voz en off, con imágenes de los suburbios neoyorquinos que semejan a la excepcional ficción “The Deuce” (HBO). Se encuentran dos mujeres sin cabeza en un hotel, tras un incendio provocado por el llamado “asesino del torso” para no dejar huellas. “Buscar un asesino en Times Square era buscar una aguja en un pajar. Había asesinatos en cada esquina”, resume un detective. Y más si las víctimas eran prostitutas, terreno común en la cacería de un asesino serial, como en Samuel Little.

Otro tópico de los asesinos seriales es la aparente normalidad en la que se mueven, sin levantar sospechas de sus dobles vidas. Un ex compañero del asesino del Times Square comenta que hablaban en la oficina de los crímenes cuando salieron a la luz en la prensa. “Bob, podría haber sido tú. Podría haber sido yo”, le dijo una vez, en broma, el asesino escondido de oficinista. Era alguien con hijos, con hogar, un buen trabajador. Alguien que empezó con colegialas, cerca de su casa, y luego dio “el salto” hacia el Times Square, con prostitutas, en “un juego que hacía sentirme Dios, al tener el control de sus vidas”. 

Dios, las sectas y los cultos satánicos, el imperio, la Guerra Fría: acontece la edad de oro de los asesinatos en serie. Entre 1970 y 2000, en efecto, irrumpieron el 82 por ciento de todos los asesinos en serie estadounidense del siglo XX: Charles Manson, Ted Bundy, Angelo Buono y Kenneth Bianchi, Richard Ramírez. Los asesinatos del torso, además, ocurrieron poco tiempo después de los del “Hijo de Sam” en Nueva York. Sobre todos ellos, existen series y documentales a doquier en las últimos tiempos, un torrente de fascinación, atrocidad al máximo y peligro -no casualmente Netflix debió lanzar un comunicado al advertir que Ted Bundy era romantizado por los espectadores-. “Buscamos el gancho del destripador. La gente quedaba hipnotizada al leer que la leyenda de Jack el Destripador, aquel asesino victoriano, estaba aquí reencarnada en Yorkshire”, dice el editor de un medio, recordando cómo había sido la cobertura en Inglaterra del asesino serial que conmovió a la población entre los ´70-´80. 

Los asesinos en serie suelen matar a aquellas personas que la sociedad menosprecia. Por otro lado, una buena parte de los victimarios expresaron humillación y ofensa y, al decir de Roberto Arlt, buscaban “ser a través de varios crímenes”. Y todo relato sobre un asesino serial es, por antonomasia, un relato sobre los detectives -con la serie “True Detective” (HBO), en su primera temporada, como la más extraordinaria en su gótico sureño sobre la caza de un asesino serial, recreando las reglas del género-. Sus métodos, sus técnicas, sus hipótesis, hallazgos y fracasos, y todo su arsenal de maldad y bondad en dosis repartidas para procesar la violencia más descarnada: de los sádicos sexuales a los narcisistas malignos, de los traumas de infancia a los que viven existencias grises, de los seductores-estafadores a los buenos y respetables vecinos. Y, también, el asesino serial como el retrato de una era. Porque el asesino serial, al igual que el delito, lleva las marcas de la sociedad que le da lugar. A las prostitutas, víctimas predilectas de los criminales en serie, los policías las arrestaban cuando iban a hacer una denuncia. Hasta que surgió el movimiento feminista, en Estados Unidos, y con su lucha en las calles las cosas empezaron a cambiar: ya no las miraban como el último orejón del tarro.  

“Lo que me parece más interesante de la relación entre las series y los asesinos en serie es, precisamente, que ambos convergen en la serialidad. Por eso es la figura por excelencia de la televisión. El asesino con una única víctima es perfecto para un libro o una película; pero el psicópata reincidente puede nutrir una temporada completa. De algún modo son también espejos de los telespectadores: también nosotros somos obsesivos y reincidentes. La pantalla, ese ´black mirror´, nos refleja nuestra propia imagen, adicta a la atrocidad”, reflexiona en diálogo con este medio Jorge Carrión, autor de “Teleshakespeare” (Interzona).

Así lo explica también Mariana Enriquez, poniendo el foco -claro está- en el fenómeno yanqui. 

“En libros, en documentales, en cientos de podcasts, como el pionero Serial; a veces se rescatan casos no resueltos o se recurre a nueva evidencia o interpretaciones sobre asesinos muy famosos, en general, los seriales. La cuestión es cómo volver a contar a estas celebridades del crimen sin el recurso habitual de convertirlos en superestrellas. Su construcción como celebridades es tan sólida que incluso se cree que estos criminales son únicos de Estados Unidos, un producto de la cultura norteamericana, pero sólo un repaso por sitios de información tan elementales como Wikipedia demuestra que asesinos seriales existen en todo el mundo, lo que no hay es una maquinaria judicial, mediática, cinematográfica y transnacional que pueda convertirlos en figuras globales”, dice la periodista y escritora, que en una reciente entrevista, metiendo las patas en el género, ha afirmado: “Exploro la maldad que todos albergamos y somos capaces de ejercer”. 

Cada personaje configura un imaginario alrededor de su figura. “Tal vez sea un asesino serial”, comenta al pasar la madre de la detective Mare Sheehan -interpretada por una notable Kate Winslet- en la miniserie de HBO “Mare of Easttown”. “Es la tercera chica muerta, Mare. Yo sólo digo”, termina la madre, como una mosca zumbando en el oído. Mare, que estaba temporalmente suspendida de la fuerza, se pone una campera y de inmediato corre a visitar a su compañero detective, interrumpiendo su cena. Vuelve al ruedo. Una serie de crímenes destapan lo más podrido de una comunidad de Pensilvania, aunque ella, con su propio drama íntimo a cuestas -como le ocurre a la periodista de “Sharp Objects” (HBO) en el regreso a su pueblo para reportear un par de desapariciones y muertes-, no sea la más indicada para resolverlos. En la investigación del crimen serial, además, la sociedad parece investigarse a sí misma.

El criminal goza con su crimen y eso es aterrador, dicen los especialistas sobre asesinos seriales. ¿Qué pasa cuando el homicida es un grupo? No hace mucho se cumplieron 52 años de uno los crímenes masivos más pavorosos del siglo XX. Un 9 de agosto de 1969, en el 1050 de Cielo Drive, en Beverly Hills, y de la mano de su líder Charles Manson, tres miembros de su secta  conocida como “La Familia” entraron a la casa del productor discográfico Terry Melcher -hijo de la actriz Doris Day-. Días antes éste había rechazado proyectos musicales de Manson. Pero Melcher no estaba en su casa. Los tres enviados por Manson hallaron a la actriz Sharon Tate, al peluquero Jay Sebring y a una pareja de amigos de Tate: Abigail Folger y Wojciech Frykowski. Tate estaba embarazada de ocho meses: su esposo, el cineasta Roman Polanski, estaba en Londres. “La Familia” actuó en bloque en una faena macabra: mataron a los cuatro a cuchillazos y balazos. Antes de ingresar habían asesinado al vecino Steven Parent, a metros de la casa. Al día siguiente, otro grupo de la secta asesinó en su residencia al ejecutivo de un supermercado, Leno LaBianca y su mujer, Rosemary. Los asesinos fueron capturados, igual que Manson. Evitaron la pena de muerte y recibieron prisión perpetua por los siete asesinatos. Refugiado en su leyenda Manson murió en prisión en 2017, a los 83 años.

1969 como el principio del fin del sueño revolucionario y de las utopías: así también queda sellado en la serie “La serpiente” (Netflix), fresco social del desencanto de época anclado en la historia de Charles Sobhraj, predador de hippies en Tailandia durante los ´70. Sobre Charles Manson y La Familia existen, como no podía ser de otra manera, un puñado de artefactos audiovisuales de una marca industrial del crimen que funciona como pocos: en “Mindhunter” y durante la segunda temporada, los agentes Holden y Tench entrevistan en prisión a Charles Manson -interpretado por Damon Herriman, que también lo encarna en “Érase una vez en Hollywood”, la recreación singular del fin de época de Quentin Tarantino-. 

Los magnicidios como ecos que permanecen eternamente. Así lo piensa el periodista Sebastián De Caro, que explora el satanic panic en clave de cultura popular. En su libro “Cielo Drive” (Reservoir Books) revisa el culto a Charles Manson y el asesinato de Sharon Tate, esa “leyenda diabólica” que se ha vuelto universal. “Lo que pasó esa noche funcionó como un aleph de la cultura pop, del cine, las letras y la música”, escribe De Caro. 

“El asesino serial es un personaje de la cultura popular norteamericana, de la industria del entretenimiento. En términos generales supone un estereotipo, el de un monstruo que causa rechazo pero que también seduce por un carisma especial, sea el que aporta la ficción a través de sus reconstrucciones (Anthony Hopkins en ”El silencio de los inocentes“ como ejemplo paradigmático) sea el que se reconoce a los propios asesinos (Ted Bundy). Que parezca un monstruo es finalmente tranquilizador, porque entonces el asesino no tiene nada que ver con lo que se llama normalidad. Charles Manson, David Berkowitz, el mismo Bundy, representan esa figura”, analiza el escritor y periodista Osvaldo Aguirre, autor del reciente “Contraseñas. El crimen en la cultura argentina” (Editorial UNIPE). 

Según su mirada, el enfoque que predomina en series y documentales se concentra en el asesino, busca la explicación de sus actos en su psicología -o incluso en su cerebro-, a lo sumo en su historia familiar, y al mismo tiempo lo desvincula de cualquier relación con el contexto social, político y cultural de su tiempo. “Por eso, me parece, las producciones más interesantes son las que dejan al asesino de lado y se ponen a mirar el conjunto de la escena: las víctimas, la actitud de la justicia y de la policía, las ideas corrientes, los valores que se consideran como símbolos de prestigio o de posicionamiento social”. 

Aguirre duda que en Argentina se pueda hablar de asesinos seriales. El Petiso Orejudo -del cual hay una reedición del libro de María Moreno, un viaje polifónico hacia la figura criminal- es considerado como el primer serial killer nativo por casi toda la biblioteca del género. Sin embargo, en su caso contribuyeron a crear una horrenda fama tanto las retorcidas motivaciones de sus crímenes como el hecho de que las víctimas fueran niños de corta edad, y el que, como analiza Aguirre, la naciente ciencia de la criminología encontrara al tipo de delincuente que tanto buscaba, el asesino ideal de la psiquiatría de la época: el degenerado. Y, además, que se armara su expediente con confesiones que le hace a la policía o que la policía le atribuye y a partir de construcciones médico-policiales, con un enorme margen de duda sobre la verdad.

 “El Petiso Orejudo no fue un asesino serial, sólo se comprobó que cometió el crimen de Giordano -polemiza el escritor-. Tenemos a Walter De Giusti, un plomero que mató a cinco mujeres en Rosario en el contexto de dos intentos de robo y de intoxicaciones con psicofármacos. Sí se puede reconocer un impacto temprano del fenómeno a través de la prensa: en 1894, cuando ocurrió en Buenos Aires el descuartizamiento de Francois Farbos, los diarios porteños recordaron el caso de Jack el Destripador. Y la explotación periodística de la historia de Robledo Puch me parece lamentable, una obnubilación del pensamiento y una contribución al peor sentido común, el de una sociedad que se desentiende de la violencia que produce y que se alarma por la posible liberación de Robledo Puch, después de pasar medio siglo en la cárcel, pero que no se inquietaría demasiado con la libertad, por ejemplo, de Etchecolatz”.

Desmitificando el criminal como bestia se lee “Magnetizados” (Anagrama), el notable libro de Carlos Busqued sobre Ricardo Melogno, taxi killer: una larga y descarnada conversación hacia el corazón de las tinieblas. Y para tomar un respiro del asesino made in USA, basta espantarse con la furia asesina del personaje de “Titane” (Julia Ducournau), perderse en los tiempos criminales del director coreano Bong Joon-ho con sus joyas “Memorias de un asesino” y “Barking Dogs Never Bite”, o en “El Caso Hartung” (Netflix), el thriller danés de asesinatos en serie con un muñequito de castaña como sello de la narrativa nórdica contemporánea, y por si queda un halo de aliento, o saborear el inquietante libro “Mi hermana, asesina en serie” (Alpha Decay), de la africana Oyinkan Braithwaite, donde se retrata el poder de la consanguinidad en la marca común del crimen. 

Una maldad que la política ha de exprimir siempre hasta el hueso, y el caso de Bolsonaro pidiendo la cabeza de Leandro Barbosa expresa la noción hegemónica del criminal como monstruo separado del cuerpo social, el que amenaza un status quo civilizado. “No eran esbirros natos -decía Primo Levi acerca de los nazis en el emblemático ”Si esto es un hombre“-, no eran (salvo pocas excepciones) monstruos: eran gente cualquiera. Los monstruos existen pero son demasiado pocas para ser realmente peligrosos; más peligrosos son los hombres comunes, los funcionarios dispuestos a creer y obedecer sin discutir”. 

¿Quiénes son los asesinos seriales, de qué están hechos, cómo pudieron hacer lo que hicieron? En el límite del entendimiento humano, entre hechos reales, conjeturas, testimonios, supuestos y ficciones, el mal sigue siendo algo trágicamente ridículo, insoportable, que tiene síntomas tanto físicos como espirituales. Pero, al mismo tiempo, la crueldad es uno de los signos más democráticos del salvaje e incierto mundo presente. Al calor de las convulsiones sociales y los cambios políticos, las fantasías populares proyectan en los asesinos seriales miedos y anhelos propios. Por más que un expediente se cierre, por más móviles vacíos que existan en cada crimen, la Justicia no puede impedir que los asesinos seriales permanezcan allí, en esa parte maldita que tanto hechiza, una Twilight Zone que produce entretenimiento de masas, imaginarios del horror y la revelación de una imagen incómoda: se delata, en la figura del serial killer, la humanidad en carne viva, un pedazo de la sociedad en la que viven.

 

 JMM