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Lecturas

Como un ladrón en pleno día

Como un ladrón en pleno día

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La verdadera vida, de Alain Badiou, se abre con la provocativa afirmación de que, de Sócrates en adelante, la función de la filosofía consiste en corromper a la juventud, en alienarla (o mejor dicho, en «extrañarla» en el sentido del verfremden de Brecht) del orden ideológico-político imperante, a fin de sembrar dudas radicales y permitirle pensar de manera autónoma. Los jóvenes se someten al proceso educativo con la finalidad de quedar integrados en el orden social hegemónico, motivo por el cual la educación juega un papel fundamental en la reproducción de la ideología dominante. No es de extrañar que Sócrates, el «primer filósofo», fuera también su primera víctima y tuviera que ingerir veneno de su propia mano por orden del tribunal democrático de Atenas. ¿Y acaso esta incitación a pensar no es sinónimo del mal, entendiendo por mal la alteración del modo de vida establecido? Todos los filósofos han incitado a pensar: Platón sometió las viejas ideas y mitos a un implacable examen racional; Descartes socavó el universo armónico medieval; Spinoza acabó excomulgado; Hegel desató el poder destructor de la negatividad; Nietzsche desmitificó la mismísima base de nuestra moralidad, y, aun cuando a veces parezcan filósofos casi estatales, el poder nunca acabó de sentirse a gusto con ellos. Deberíamos considerar también sus contrapartidas, los filósofos «normalizadores» que intentaron recuperar el equilibrio perdido y reconciliar la filosofía con el orden establecido: Aristóteles en relación con Platón, Tomás de Aquino después del efervescente cristianismo primitivo, la teología racional posleibniziana con respecto del cartesianismo, el neokantismo en relación con el caos poshegeliano...

¿No podríamos considerar la pareja que forman Jürgen Habermas y Peter Sloterdijk la última encarnación de esta tensión entre incitación a pensar y normalización, como puede verse en la reacción de ambos hacia el demoledor impacto de las ciencias modernas, sobre todo las neurociencias y la biogenética? El avance de la ciencia actual destruye los presupuestos básicos de nuestra idea cotidiana de la realidad.

Hacia este importante progreso se adoptan cuatro actitudes principales. La primera consiste simplemente en insistir en un naturalismo radical; por ejemplo, reivindicar heroicamente la lógica del científico «desencanto con la realidad», cueste lo que cueste, aunque las mismas coordenadas fundamentales de nuestro horizonte de experiencias significativas queden hechas añicos. (En la neurociencia, Patricia y Paul Churchland optan por esta actitud de una manera absolutamente radical.) La segunda consiste en un intento desesperado de moverse debajo o más allá del enfoque científico para alcanzar una lectura del mundo supuestamente más original (aquí los principales candidatos son la religión y otros tipos de espiritualidad), tal como, en última instancia, hace Heidegger. El tercer y más desesperado enfoque consiste en forjar una especie de «síntesis» New Age entre la Verdad científica y el mundo premoderno del Sentido: lo que se afirma es que los nuevos resultados científicos (la física cuántica, por ejemplo) nos obligan a abandonar el materialismo y apuntan hacia una especie de nueva espiritualidad (gnóstica u oriental). Veamos una versión habitual de esta idea:

El suceso central del siglo XX es la abolición de la materia. En la tecnología, la economía y la política de las naciones, la riqueza en forma de recursos físicos va declinando en valor e importancia. Por todas partes vemos en ascenso el poder de la mente sobre la fuerza bruta de las cosas.

Esta argumentación representa la peor cara de la ideología. La reinscripción de la problemática científica propiamente dicha (el papel de las ondas y las oscilaciones en la física cuántica, por ejemplo) dentro del campo ideológico de «la mente contra la fuerza bruta» oculta el resultado realmente paradójico de la famosa «desaparición de la materia» en la física moderna: cómo los mismísimos procesos «inmateriales» pierden su carácter espiritual y se convierten en un tema legítimo de las ciencias naturales.

Ninguna de estas tres opciones es adecuada para el poder, que básicamente quiere estar en misa y repicando: necesita la ciencia como fundamento de la productividad económica, pero al mismo tiempo no desea que esta influya en las bases ético políticas de la sociedad. Y así llegamos a la cuarta opción: una filosofía estatal neokantiana cuyo caso ejemplar hoy en día es Habermas (aunque hay otros, como Luc Ferry en Francia). Resulta un espectáculo bastante triste ver a Habermas intentando controlar los explosivos resultados de la biogenética y limitar sus consecuencias filosóficas: todo ello delata el miedo a que algo ocurra, a que surja una nueva dimensión de lo «humano», a que la vieja imagen de la dignidad y la autonomía humanas salga indemne del proceso. Es un caso en el que la reacción exagerada resulta habitual, como la ridícula respuesta al discurso de Sloterdijk en el castillo de Elmau sobre biogenética y Heidegger, en el que distinguimos ecos de la eugenesia nazi en la propuesta (bastante razonable) de que la biogenética nos obliga a formular nuevas reglas éticas. El progreso tecno-científico se percibe como una tentación que puede conducirnos a «ir demasiado lejos», a entrar en el territorio prohibido de las manipulaciones biogenéticas, etc., poniendo así en peligro la mismísima esencia de nuestra humanidad.

La última «crisis» ética a propósito de la biogenética crea de hecho la necesidad de lo que podríamos denominar de manera plenamente justificada una «filosofía estatal»: una filosofía que, por una parte, promovería la investigación científica y el progreso técnico y, por otra, limitaría todo su impacto socio-simbólico, es decir, impediría que supusiera una amenaza a la constelación existente teológico-ética. No es de extrañar que quienes más se acercan a satisfacer estas exigencias sean neokantianos: el propio Kant se centra en el problema de cómo garantizar, sin perder de vista la ciencia newtoniana, que la responsabilidad ética quede exenta del alcance de la ciencia; tal como él mismo lo expresó, limitó el alcance del saber para crear un espacio para la fe y la moralidad. ¿Acaso los filósofos estatales de hoy en día no se enfrentan a la misma tarea? ¿Acaso sus esfuerzos no se centran en cómo, a través de las diferentes versiones de la reflexión trascendente, limitar la ciencia a su horizonte predestinado de sentido y denunciar como «ilegítimas» sus consecuencias en la esfera ético-religiosa? En este sentido, Habermas es el filósofo definitivo de la (re)normalización, pues se esfuerza de manera desesperada en impedir el hundimiento de nuestro orden ético-político establecido:

¿Podría ocurrir que el corpus de Jürgen Habermas sea algún día el primero en el que no se encuentre ninguna incitación a pensar? Heidegger, Wittgenstein, Adorno, Sartre, Arendt, Derrida, Nancy, Badiou, incluso Gadamer, en todas partes uno tropieza con disonancias. La normalización se consolida. La filosofía del futuro es la integración por fin consumada.

La aversión que siente Habermas por Sloterdijk queda aquí perfectamente clara: Sloterdijk es el «incitador a pensar» por antonomasia, aquel que no teme «pensar peligrosamente» ni cuestionarse los supuestos de la libertad y la dignidad humanas, de nuestro Estado de bienestar liberal, etc. No debería asustarnos calificar de «malvada» esta orientación, si entendemos el «mal» en el sentido elemental explicado por Heidegger: «El mal y, por tanto, lo más peligroso es el propio pensamiento, en la medida en que tiene que pensar contra sí mismo y, no obstante, rara vez puede hacerlo así.»5 Deberíamos obligar a Heidegger a dar un paso más: no es solo que el pensamiento sea algo malvado en la medida en que no consigue pensar contra sí mismo, contra la manera acostumbrada de pensar; el pensamiento, en la medida en que su potencial más recóndito consiste en pensar libremente y «contra sí mismo», es lo que, desde el punto de vista del pensamiento convencional, no puede sino aparecer como «malvado». Resulta fundamental tanto persistir en esta ambigüedad como también resistir la tentación de encontrar una salida fácil definiendo algún tipo de «medida adecuada» entre los dos extremos de la normalización y el abismo de la libertad.

¿Significa esto que lo único que hemos de hacer es escoger un bando en esta disyuntiva: «corromper a la juventud» o garantizar una estabilidad primordial? El problema es que hoy en día la simple oposición se complica: nuestra realidad global-capitalista, impregnada como está de las ciencias, ya nos «incita a pensar», pues desafía nuestros supuestos más íntimos de una manera mucho más violenta que especulaciones filosóficas más descabelladas, con lo que la tarea del filósofo ya no es socavar el edificio simbólico jerárquico que sustenta la estabilidad social, sino –regresando a Badiou– conseguir que los jóvenes perciban los peligros del creciente orden nihilista que se presenta como el dominio de las nuevas libertades. Vivimos una época extraordinaria en la que no existe ninguna tradición en la que podamos basar nuestra identidad, ningún marco de universo significativo que nos permita llevar una vida que vaya más allá de la reproducción hedonista. El nihilismo actual –el reino del oportunismo cínico acompañado de una permanente ansiedad– se legitima como la liberación de las viejas represiones: disponemos de libertad para reinventar constantemente nuestra identidad sexual, para cambiar no solo de trabajo o de trayectoria profesional, sino incluso nuestros rasgos subjetivos más íntimos, como nuestra orientación sexual. Sin embargo, el alcance de estas libertades queda estrictamente prescrito tanto por las coordinadas del sistema existente como por la manera en que funciona de hecho la libertad consumista: la posibilidad de escoger y consumir se convierte de manera imperceptible en una obligación de elegir del superego. La dimensión nihilista de este espacio de libertades solo puede funcionar de una manera permanentemente acelerada: en cuanto frena, somos conscientes de la falta de sentido de todo el movimiento. Este Nuevo Desorden Mundial, esta civilización sin mundo que emerge gradualmente, afecta de manera evidente a los jóvenes, que oscilan entre la intensidad de vivir plenamente (el goce sexual, las drogas, el alcohol, incluso la violencia) y el ansia de triunfar (estudiar, tener una carrera profesional, ganar dinero... dentro del orden capitalista existente). La transgresión permanente se convierte así en la norma. Consideremos la encrucijada de la sexualidad o del arte actuales: ¿hay algo más aburrido, oportunista o estéril que sucumbir a la orden del superego de inventar constantemente nuevas transgresiones y provocaciones artísticas (la performance del artista masturbándose en escena o cortándose de manera masoquista, el escultor que exhibe cadáveres de animales en descomposición o excrementos humanos) o el mandato paralelo a entregarse a formas de sexualidad cada vez más «atrevidas»?

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