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Cosmismo ruso

Cosmismo ruso

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Prólogo

La muerte es un lujo innecesario. Del cosmismo ruso al transhumanismo universal

En el ensayo que abre este libro, Boris Groys presenta al cosmismo como una respuesta rusa a la crisis de las religiones tradicionales y el nihilismo filosófico. Mientras la filosofía europea occidental, de Nietzsche a Heidegger, respondió arrojándose al caos del mundo, en Rusia Nikolái Fiódorov y sus seguidores confiaron en habitar un cosmos ordenado al que podrían gobernar con la razón: “Para Muraviov, Tsiolkovski y Bogdánov, un pensamiento es un proceso material que emerge en el cerebro humano. Y este proceso está ligado desde el principio con otros procesos cósmicos: entre la razón y el mundo no hay una ruptura ontológica. La razón es solo el efecto de procesos de autoorganización de las sustancias que emergen de todo el universo material. El cerebro humano es parte del universo, y por eso puede participar activamente en la organización del cosmos en su totalidad”. 

Pero en esa utópica aventura los cosmistas no estuvieron solos: al otro lado del Dniéper, el transhumanismo occidental encaró la misma empresa. Como dos senderos que atravesaron el siglo XX sin cruzarse, cosmistas y transhumanistas compartieron la misma voluntad de emanciparse de las limitaciones de la naturaleza, la misma confianza optimista en la razón y las posibilidades tecnológicas, el mismo espíritu prometeico de fundar una nueva religio e incluso la esperanza de crear un nuevo mundo liberado de angustias y sufrimientos. Y por fin, el mismo destino de olvido en la posguerra, cuando el pensamiento crítico fue tornándose indiferente o adverso a la revolución científica contemporánea. El siglo XXI y su bautismo de fuego pandémico actualiza, si no las respuestas cosmistas y transhumanistas, al menos las preguntas que plantearon. Reponer esos debates y trayectorias, con su contexto y sus límites, puede ser un punto de partida para un pensamiento crítico posible en este siglo. Este breve ensayo no reclama mayor originalidad que la de recuperar un pasado acorde a las demandas del presente.

¿Qué hacer?

A lo largo del siglo XIX, Rusia conoció una larga tradición utópica y emancipatoria letrada desarrollada por la intelligentsia, ese grupo social que, inmerso en un marco político y cultural autoritario y represivo como era el zarismo, no solo se dedicó a las actividades intelectuales, sino que además colocó su saber al servicio de la resolución de los problemas fundamentales de su país y ayudó así a orientar el pensamiento hacia la revolución. Dentro de esa genealogía se destacan, entre otros, el populismo de Alexander Herzen y Nikolái Chernyshevski, el anarquismo de Mijaíl Bakunin y Piotr Kropotkin, el socialismo cristiano de Lev Tolstoi y el marxismo de Lenin y compañía. A pesar de contener elementos del cristianismo ortodoxo y de ciertos coqueteos con el monarquismo, las ideas de Fiódorov y los cosmistas se pueden insertar dentro de la tradición crítica de la intelligentsia ya que, como muchos de los miembros más destacados de ese grupo, se lanzaron a responder algunas de las preguntas malditas de la historia rusa como “¿Cuál es el lugar de Rusia en el mundo?” –cuya respuesta le valió a Piotr Chaadaev la acusación de insano y dio inicio al famoso debate entre eslavófilos y occidentalistas– o “¿Qué hacer?” –cuya resolución inspiró a los hombres nuevos de Chernyshevski y dio forma al partido revolucionario de Lenin.

A diferencia de otros proyectos, pero en el mismo sentido liberador, el cosmismo confió la resolución de los problemas no solo de Rusia sino de toda la humanidad en la búsqueda de la inmortalidad de las generaciones presentes y de la resurrección de las pasadas a través del desarrollo de los medios tecnológicos y científicos. Aún si la empresa llevara miles de años, el cosmismo instaba a intentarlo: la tierra debía quedar exenta de víctimas y la humanidad, reconciliada. Con esa propuesta, se resolvía el problema del lugar que debía ocupar Rusia en el mundo, que tanto atormentó a los intelligenty decimonónicos. Pero es innegable aquí la estrecha relación que existe entre estas ideas del siglo XIX y el proyecto transhumanista surgido en el siglo XX y retomado en el siglo XXI, sobre todo en lo que concierne a la posibilidad de superar las limitaciones impuestas por la naturaleza y la biología, como las enfermedades y la propia muerte, a través del progreso científico. Las proposiciones de los fiodorovtsi –como se conoció a los seguidores de Fiódorov– no se caracterizaron por una factibilidad inmediata pero rebosaron del optimismo, el entusiasmo y el utopismo propios de una solución esbozada desde un territorio semiperiférico como era el Imperio ruso finisecular y con un escenario apocalíptico de fin del mundo que recuerda el debut de nuestro siglo protagonizado por la caída del Muro de Berlín, los ataques a las Torres Gemelas y la pandemia del covid-19. Detrás de los postulados cosmistas es posible reconocer diferentes tradiciones intelectuales rusas como el eslavofilismo y el occidentalismo pero también preocupaciones más allá de sus fronteras vinculadas a las relaciones entre fe y ciencia, al desarrollo de proyectos socialistas como el de Charles Fourier y a cierta literatura utópica como la escrita por Edward Bellamy.

A su vez, el cosmismo estuvo fuertemente influido por la expansión del idealismo filosófico, por un renacimiento religioso –que no fue necesariamente reaccionario– y por el interés por el ocultismo y el esoterismo que predominaron en el campo cultural ruso de fines de siglo XIX y que se explican por el esfuerzo de esa intelligentsia por reconfigurar la reflexión filosófica ante el fracaso de los intentos previos por construir un socialismo basado en la comuna campesina y el terrorismo, la crisis de la estética realista en el arte ruso y la sensación generalizada del agotamiento de la sociedad capitalista. Una deriva de esta reconfiguración fue el nacimiento de la llamada Edad de Plata, un período de la historia cultural de Rusia que se extendió hasta la Revolución y que estuvo compuesto por una serie de vanguardias artísticas divergentes –como el simbolismo y el futurismo– unificadas por la reacción al realismo heredado de la generación anterior y al positivismo dominante en Europa y convencidas del rol primordial del arte en la reconstrucción del mundo. La otra, una reactualización de los proyectos emancipatorios. Si el leninismo apostó a la figura del revolucionario profesional para construir el comunismo y el simbolismo creyó en el poder divino del artista para alcanzar el nuevo mundo, el cosmismo aspiró a superar las limitaciones y las angustias de toda la humanidad a través del mejoramiento tecnológico y de la inmortalidad científica –y no solo mística– de la especie.

El cosmos por asalto

No resulta extraño, pues, que las ideas del cosmismo hayan sido de la partida durante la Revolución rusa, aun si su participación dentro de la constelación revolucionaria de 1917 no haya sido siempre reconocida ni visualizada. Como no podía ser de otra manera, el utopismo fue la fuerza emocional de ese “laboratorio de sueños” del cual surgieron ideas, lenguajes, inventos, proyectos y esperanzas que conformaron una auténtica revolución cultural, incluso más allá de la que el nuevo gobierno bolchevique estaba dispuesto a tolerar. Aunque no marxista, el cosmismo era una utopía que a diferencia de otras corrientes iconoclastas como el futurismo no imaginaba el futuro a partir de la destrucción del pasado sino a través de su exhumación. De esta manera, la historia de la Revolución rusa no debe simplificarse ni reducirse únicamente al impacto que tuvieron las ideas de Marx en su devenir. Debe tener en cuenta también la significativa influencia que diversas corrientes como el cosmismo y sus ramificaciones ejercieron en los revolucionarios rusos. No todo estaba codifcado en El Capital.

Anatoli Lunacharski, el primer Comisario para la Educación y las Artes del nuevo gobierno de los soviets, había escrito en 1907 Religión y socialismo, un olvidado pero significativo libro en donde buscó dotar al marxismo de una ética y una estética de los cuales carecía para convertirlo en la nueva religión del ser humano que –al tenerlo como nuevo Dios– pudiera ayudarlo a realizar todos sus potenciales y, eventualmente, a superar el problema de la muerte. En su idea de la construcción de Dios y de una religión compatible con la ciencia no solo influyó la regeneración espiritual experimentada en la Rusia de fin de siglo, sino también la metafísica de la tecnología desarrollada por Fiódorov. Por su parte Lev Trotsky, el fundador del Ejército Rojo, retomó las intersecciones entre arte, técnica y naturaleza propias del cosmismo en “Arte revolucionario y arte socialista” y aventuró un futuro más que promisorio al respecto: “La técnica inspirará con mayor poder la creación artística. Mas tarde la misma contradicción entre técnica y naturaleza se resolverá en una síntesis superior […] El género humano, el petrificado homo sapiens, se transformará radicalmente y se convertirá –bajo sus propias manos– en objeto de complejísimos métodos de selección artificial y de entrenamiento psicofísico”.

Un fenómeno político central durante los años de la Revolución, como fue el embalsamamiento de Lenin luego de su muerte en 1924, es incomprensible si no se tienen en cuenta los postulados cosmistas. Si bien no se pueden descartar otros factores como la legitimación del poder político, la influencia de la religión ortodoxa e incluso el impacto de la noticia del descubrimiento de la momia de Tutankamón, el espíritu del cosmismo estuvo también presente. Leonid Krasin, Comisario para el Comercio Exterior y responsable político del proceso de momificación, era un gran conocedor de Fiódorov y creía que Lenin debía ser preservado incólume para su eventual resurrección. Pero no fue el único. “¿Por qué crees que Lenin descansa intacto en Moscú? Espera a la ciencia para poder revivir”, le hacía decir Andréi Platónov a Zhachev, el protagonista de su novela Kotlovan. Poco después de la muerte del líder bolchevique, el joven poeta proletario Grigori Sannikov proclamaba en su Leniniada la resurrección de todos los revolucionarios muertos. La verdadera igualdad era la inmortalidad.

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