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Neurociencia en la escuela: una guía Lecturas
Ser docente

Neurociencia en la escuela, el último libro de Andrea Goldín

Andrea Goldín

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Para que los estudiantes incorporen lo que queremos enseñarles (o que, al menos, lo intenten) tienen que tener la necesidad intelectual de hacerlo. Lograr que aprendan será mucho más fácil si les generamos el deseo, si encendemos su curiosidad. En el camino, hay que perturbar un poco al sistema; hacer tambalear los esquemas mentales, de a poquito y al ritmo de cada uno. Si el cambio es muy brusco, puede confundir o abrumar; si es muy suave, no logrará las modificaciones buscadas. El buen docente es un experto que, ade­más de tener el conocimiento relevante, sabe ponerse en el lugar del otro y entiende qué actividades cognitivas es necesario generar para que ese otro, novato, aprenda.

De expertos y novatos

Una computadora que juega al ajedrez puede evaluar cientos de millones de movidas en un segundo. El humano no está ni cerca de hacer eso y, sin embargo, a veces le gana. No se trata de magia, sino de habilidades (aún) humanas en el procesamiento de la in­ formación. Un buen jugador de ajedrez no evalúa cualquier jugada, no mira una por una todas las piezas ni analiza todas las movidas posibles. Su superioridad está dada por la manera en que percibe el tablero y la partida. Cuando los ajedrecistas expertos (llamados maestros, ¡vaya coincidencia!) miran un tablero, extraen, en segun­dos y con muy poco esfuerzo, patrones de configuración de las pie­ zas y toman decisiones informadas sobre la base de la experiencia y los conocimientos previos. Esto que sucede en el ajedrez se ha visto también en la resolución de problemas de muchísimos otros domi­nios: ciencias, matemática, electrónica, sintaxis, medicina. ¡Incluso en el Scrabble!

Para alcanzar niveles tan altos de rendimiento, los expertos tie­nen bien organizados sus conocimientos: en esquemas mentales que incluyen, también, conocimiento procedural y situaciones explícitas de aplicabilidad. Esto les permite hacer uso de ciertos procesos cognitivos de un modo automático, con rapidez y efica­cia, manejar gran cantidad  de  información,  encontrar  patrones en esa información y utilizarla incluso cuando es de baja calidad o ambigua. Los esquemas mentales de los novatos, en cambio, pue­ den tener bastante conocimiento declarativo como para elaborar un problema específico, pero carecen de abordajes, soluciones y métodos más abstractos. Así, un novato puede resolver con éxito e incluso con eficacia un problema concreto si aprendió la técni­ca y entiende superficialmente de qué se trata. Sin embargo, en cuanto se enfrente con  un  problema  similar,  pero  no idéntico, su resolución le resultará extremadamente compleja. Esto suele verse con los alumnos que, durante un examen, no logran re­solver ejercicios ¡prácticamente iguales a los de la tarea que ya habían aprobado!

Situaciones de este estilo nos ocurren a todos. No sé ustedes, pero yo, por ejemplo, de plomería no entiendo nada. Ahora bien, sé cambiar un cuerito y puedo hacerlo siempre y cuando las canillas sean más o menos parecidas. En cuanto el sistema presenta alguna diferencia, el conocimiento ya no me alcanza y llamo al experto: al plomero (si tengo suerte, sin haber inundado antes una parte de mi casa). El experto entiende primero el problema “de fondo” (lo opuesto a lo que haría un novato) y, como tiene conocimiento concreto y experiencia de casos previos, puede elegir cómo abordarlo de manera eficaz e incluso eficiente. Por suerte, todos somos expertos en alguna área (en realidad, somos expertos en varias).

La maldición del conocimiento

Seguramente ustedes han transcurrido más tiempo de vida leyendo que sin saber leer. Aprender a leer les llevó años (incluso es posible que recuerden alguna experiencia personal relacionada con la dificultad de decodificar una palabra, o con el orgullo de lograrlo). Tanta práctica les permitió leer de manera automática desde hace rato: si ven letras, no pueden evitar leerlas. Son lectores expertos. En consecuencia, les resulta imposible imaginar cómo ve el mundo alguien que aún no sistematizó la lectura. (Por increíble que parezca, todavía existen debates pedagógicos sobre cómo acompañar a los niños durante el proceso de descifrar el código alfabético.)

Todos recurrimos al conocimiento previo y utilizamos ciertas estrategias cognitivas para resolver problemas. Pero un experto no solo tiene más conocimiento y recursos (sabe qué estrategias funcionan y cuáles no, en cada situación), sino que además la manera en que tiene organizada la información en su cabeza le permite dedicar menos esfuerzo cognitivo a las partes sencillas y, así, concentrar los recursos mentales en resolver las partes más complejas del problema. Leer automáticamente, por ejemplo, permite disponer de más recursos cognitivos para comprender la complejidad del texto. Este beneficio de la experticia tiene una contracara muy relevante a la hora de enseñar. Una vez que adquirimos determinado conocimiento, este tiende a sesgar, a contaminar la capacidad de entender el tema desde una perspectiva menos informada. Cuando sabemos algo, es extremadamente difícil imaginar el punto de vista de alguien que no lo sabe. ¿Conclusión? A un experto le cuesta mucho ponerse en el lugar de un novato.

Para plasmar una enseñanza es imprescindible entender dónde radican las dificultades de quien aprende, qué le resulta más fácil y qué no. Pero cuando sabemos mucho sobre un tema, ya perdimos esa perspectiva y encontrarla de nuevo requiere un gran esfuerzo. Este fenómeno es tan universal y frecuente que hasta tiene un nom­ bre (por cierto, muy pertinente): maldición del conocimiento.

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