Lecturas

Mujeres letales

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Introducción

En los siglos XVII y XVIII, los llamados “manuales de conducta” aconsejaban a los progenitores –en especial a los padres– acerca de cómo educar a su prole –especialmente a las hijas– en los modales de la cortesía refinada. En esos manuales, y en otras partes, se dedicaban ríos de tinta a la influencia corruptora de la novela popular. Las novelas –en realidad, todas las formas de narrativa popular– agitaban presuntamente las emociones hasta extremos insalubres, instilando falsas expectativas de vida y falsos valores en el lector, y el exceso de lecturas sensacionalistas era un paso seguro en el camino a la ruina.

Y sin embargo, las mujeres no sólo leían narrativa gótica y sensacionalista en general: también la escribían. Clara Reeve –hija de un clérigo, nada menos– publicó una novela gótica titulada The Champion of Virtue (El paladín de la virtud, luego retitulada The Old English Baron, El anciano barón inglés) en 1777, a imitación de la obra seminal de Hugh Walpole, The Castle of Otranto (El castillo de Otranto). La novela de Ann Radcliffe A Sicilian Romance (Un romance siciliano), en dos volúmenes, presentaba al “héroe byroniano” taciturno, modelado a partir del escandaloso poeta: ese arquetipo es el ancestro directo de Edward Cullen y Christian Grey. Radcliffe siguió adelante creando la clásica The Mysteries of Udolfo (Los misterios de Udolfo), en cuatro volúmenes, y se dice que su obra inspiró a escritores posteriores, desde Fédor Dostoievski hasta Edgar Allan Poe y el Marqués de Sade. Su padre era un respetable mercero londinense que se mudó para instalar en la elegante Bath una tienda de porcelana.

Para los lectores de hoy, sin embargo, un nombre se ubica por encima de todos: el de Mary Wollstonecraft Shelley, la autora de Frankenstein. Aunque se plantó sobre los hombros de Reeve, Radcliffe y otras pioneras, su obra es la primera que alcanzó auténtica inmortalidad. Sin duda no la perjudicó el hecho de que la narración se concibiera durante una tormenta como parte de un concurso narrativo en el que estaban implicados su marido el poeta romántico –Percy Bysshe Shelley–, Lord Byron y el médico de Byron, John Polidori, cuya participación se convirtió en la primera novela de vampiros que haya existido.

Si la idea de que las mujeres leyeran novelas ponía incómodos a los hombres, entonces el pensamiento de que las mujeres escribieran novelas resultaba más insoportable todavía. Muchas escritoras, como las hermanas Brontë, decidieron publicar con seudónimo masculino –Currier, Ellis y Acton Bell en sus casos–, mientras que otras utilizaban sus iniciales, tal como hizo dos siglos más tarde J. K. Rowling. Otras, sin embargo, se negaron a inclinarse ante la presión social y publicaron audazmente con su propio nombre.

No obstante, según el escritor y periodista británico Hepzibah Anderson, fue sólo en la década de 1970 que los especialistas y la crítica empezaron a apreciar la manera en que el género de un autor afectaba la narrativa de terror que escribía. En “El empapelado amarillo”, de Charlotte Perkins Gilman, por ejemplo, Anderson ve la depresión puerperal de la autora elevada a niveles casi psicóticos por la reclusión restrictiva, paternalista, que sufrió. En otras partes hay indicios de resentimientos conyugales transformados en sangrientos relatos de asesinato y fantasmas vengativos al acecho de los responsables de esos crímenes, grandes y pequeños, que eran parte integrante de la existencia de una mujer en aquellos tiempos, y muchos de los cuales siguen siendo perturbadoramente comunes y corrientes hoy.

No todas las narraciones de terror escritas por mujeres contienen esos subtextos, por supuesto, y no todos los fantasmas femeninos son vengadores liberados de la muerte por las restricciones de la sociedad. Es tan odioso y paternalista definir a esas escritoras tan sólo por su género como sería definirlas sobre la base de la raza, la clase o cualquier otro factor. Sin embargo, está claro que muchas escritoras se destacan en la escritura de una forma más reflexiva y psicológica de relato de terror, con poco o nada de lo cruento y lo sádico que se puede encontrar en la obra de algunos autores varones. Violet Paget (que escribió con el seudónimo Vernon Lee) utilizaba lo sobrenatural con un toque tan ligero que no siempre es fácil distinguir sus relatos de terror de sus comentarios sociales.

Otras escritoras abrazaban lo sobrenatural con ambas manos. Mary Shelley podía manejar el terror sobrenatural con tanta destreza como la ciencia ficción de Frankenstein. En “El cuco de Beckside”, Alice Rea da vida espeluznante a un elemento común del folclore inglés, mientras que Helena Blavatsky, más conocida como fundadora de la espiritista Sociedad Teosófica, cuenta un perdurable relato de fantasmas en “La cueva de los ecos”.

Más interesantes tal vez sean, sin embargo, las inesperadas narraciones de autoras que se hicieron tan famosas por su obra de otros géneros que sus incursiones en el género del terror están prácticamente olvidadas. Sin duda a Louisa May Alcott y a Harriet Beecher Stowe no se las recuerda por sus narraciones de terror, mientras que sólo las personas expertas recuerdan a Edith Nesbit por cualquier otra cosa que por The Railway Children (Los niños del ferrocarril). La gran novela de Edith Wharton La edad de la inocencia le hizo ganar el Premio Pulitzer y fue nominada tres veces al Premio Nobel de Literatura, aunque sus cuentos de terror sólo son conocidos por relativamente pocas personas.

Wharton no está sola. Muchas de las autoras incluidas en esta colección escribieron obras de una amplia gama de géneros, y ahí, tal vez, está el mayor contraste con sus homólogos masculinos. Escritores como Poe, Lovecraft y M. R. James tendían a mantenerse dentro del género, alimentando con asiduidad al público que les otorgaba fama y fortuna; por otro lado, muchas de las damas cuya obra honra estas páginas escribían lo que les complaciera, cruzando fronteras y mezclando géneros según cada narración lo requiriese. Si se negaban a que las encerraran las ideas sociales sobre el refinamiento femenino, eran renuentes por igual a aceptar las restricciones literarias de género y mercado. Simplemente escribían narraciones tremendamente buenas.