Lecturas

Vivir la fe

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“Jesús es reloco, el mundo es careta”. Mientras conversábamos, esta frase de Daniel, creyente de una iglesia evangélica, me pegó como una verdadera toma de judo. Parecía decirme: “Tomá vos, hippie, Jesús es verdaderamente cuestionador”. Durante años recogí, seguí de cerca, analicé y conté historias en las que personas como Daniel narraban sus experiencias de lo sagrado en función de sus prácticas, su visión del mundo y los momentos que sentían verdaderamente cruciales en su vida. 

En el curso de la investigación pude constatar cómo los evangélicos (sobre todo pentecostales) crecían a expensas de los católicos por razones muy diferentes a las que promueve el sentido común progresista: lo hacían por su capacidad de sintonía con la población, no por hipnosis, engaño o presión mediática. Como muchas veces se dijo, una cosa es la “opción por los pobres” de la teología católica y otra cosa es la “opción de los pobres” por distintas alternativas religiosas o, incluso, por distintas maneras de ser católico. Pero hay algo más importante todavía: pude reconocer denominadores comunes y transversales a las diversas pertenencias religiosas. El pentecostalismo y el catolicismo se articulaban con formas de entender el peronismo, con formas de adherir a tratamientos psicoterapéuticos, con formas de acudir a personas sanadoras o con las culturas juveniles. Y en ese discernimiento surgió este libro, que trata de hacer visibles esas experiencias a partir del punto de vista de los protagonistas, para poder describir lo que yo entendí que es la religiosidad popular realmente existente, esa que se estructura a partir de una visión que llamé cosmológica.

Me doy cuenta de que este término puede sonar raro, así que intentaré un desvío para explicarlo. El sentido de la realidad de quienes participan en el circuito social en que un libro como este se lee y se escribe –un circuito próximo al ámbito académico o periodístico, a los compromisos políticos emancipatorios– se nutre de un sedimento histórico: los resultados del desencantamiento del mundo, la dramática experiencia que Max Weber define en su obra sobre la ética protestante como la separación entre los dioses y los hombres y la desaparición de la experiencia del milagro como factor explicativo de la realidad. Para las ciencias sociales en general, a partir del siglo XVI Occidente habría avanzado hacia una situación de menos religión en el mundo e incluso menos religión en las instituciones religiosas (si por religión entendemos las intervenciones del más allá en nuestro mundo). 

Así, en su diálogo con la modernidad, las religiones, sobre todo los distintos cristianismos –al menos sus élites y sus teologías oficiales–, parecieron reflejar ese diagnóstico de religión menguante y mundana: desde su perspectiva, ya no se trataba de testimoniar o mediar expresiones de lo sagrado en el mundo, sino más bien de promover mensajes morales, conductas sociales e históricas. Hay que decir que hoy ese diagnóstico luce bastante errado. 

Por oposición y contraste con esa visión desencantada, llamo “cosmológica” a la percepción de la realidad que tienen personas como Daniel, para quienes lo sagrado es parte de la vida cotidiana y no un plano trascendente o sobrenatural. Si el desencantamiento instauró el abismo entre el aquí y ahora y el más allá, entre los hombres y los dioses, no todas las visiones del mundo que coexisten en nuestro tiempo y lugar comparten ese presupuesto. La visión cosmológica está “más acá” de las distinciones entre lo trascendente y lo inmanente, lo natural y lo sobrenatural, y supone que lo sagrado es un nivel más de la realidad, no una ilusión. La diferencia de posiciones respecto de lo sagrado en la experiencia desencantada y en la cosmológica se vuelve evidente en una manifestación clave: la categoría de “milagro”. Para la experiencia desencantada, milagro es sinónimo de “excepcional e inexplicable”. En la experiencia cosmológica, en cambio, el término se emplea con frecuencia, pero con otro sentido: el milagro está a la orden del día e implica una definición de la totalidad que siempre incluye lo espiritual y lo divino como causas. Cuando se habla de milagro se apunta, ni más ni menos, a la eficacia de uno de los principios constitutivos de lo real. O como dice Fernandes, a la “presencia en la tierra de una fuerza superior a las fuerzas terrenales”.

Pero esa visión cosmológica no existe en abstracto, ni está detenida o encapsulada en un tiempo tradicional. Por el contrario: entra en diálogo con instituciones, temas, inquietudes y prácticas de la modernidad. La visión encantada se hace dialecto en contrapunto con las cosas de “todo el mundo y de todos los días”. Es desde esa visión que hay que comprender la apropiación de formatos terapéuticos, culturas políticas e incluso propuestas religiosas. 

Así, el objeto de este libro es la forma en que, en casos muy diversos, una parte de las clases populares de nuestro país compone la perspectiva cosmológica con experiencias políticas, culturales y generacionales. La fragmentación del cosmos es el resultado de un proceso en el que diversos agentes que parten de visiones cosmológicas las redefinen y las combinan con experiencias que ponen en juego otras perspectivas y otros saberes que, aun cuando erosionan esa visión cosmológica, nunca la agotan del todo ni le quitan su carácter rector en la experiencia. Es allí, en ese proceso en el que la visión cosmológica se declina en diversas visiones y experiencias, donde se produce la religiosidad popular realmente existente. Ocurre, como dijimos, a partir de sujetos que pertenecen a los sectores populares y en ensambles que van de la casa a la calle, de la iglesia evangélica a las publicaciones que ayudan a elaborar la subjetividad, del rock a la unidad básica, y así todo el tiempo.