Opinión

En El Reino, la ficción también es mentira

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Escribo ficción. Y la ficción es mentira. Puede ser una mentira verosímil o no, entretenida o no, que abre debates en la sociedad o no. Pero siempre mentira. Aunque una mentira que no pretende engañar, como sí lo hace otro tipo de discursos, porque advierte que lo es y se define a sí misma en el contrato ficcional. Quien está del otro lado acepta o no ese contrato. 

Con Marcelo Piñeyro, director de cine con una trayectoria y un prestigio que no hace falta que recuerde en esta columna, escribimos una serie de ocho capítulos, El Reino, que puede verse en la plataforma Netflix en más de 190 países. Aunque pasaron apenas dos semanas del estreno, tuvo un éxito de espectadores que no tiene antecedentes ni en nuestro país, ni en muchos otros sitios. Se escuchan personas hablando de El Reino por la calle, en los bares, en programas de radio o tevé (de espectáculos, políticos o deportivos). Se le han dedicado infinidad de notas de todo tipo en los medios gráficos, circulan memes con frases y personajes de la serie, caricaturas, reels en IG o TikTok. Netflix acaba de anunciar una segunda temporada y los fans de la serie invadieron las redes pidiendo precisiones sobre la fecha de estreno.

El Reino abrió un debate. Tal vez, ése sea uno de sus mayores e impensados logros: que a partir de lo que esta ficción cuenta, se haya habilitado en la sociedad una discusión que permita pensar en voz alta algo que estaba latente, que necesitaba hablarse puertas afuera, entre todos, discutirse. No sé si se le puede pedir mucho más a una ficción. Un escritor, como cualquier otra artista, ejerce su tarea con libertad. La libertad creativa es un derecho que, felizmente, hoy no sólo no se discute sino que, ante ataques, nuestra sociedad defiende como un valor que no estamos dispuestos a perder.

Sin embargo, algunos le piden más de lo que es a la ficción. O al menos a El Reino. Se le pide, casi, que no sea ficción, que quien la creó acepte algunas “indicaciones” de todo tipo que pretenden poner límites a la libertad creativa. Que el Pastor Emilio o la Pastora Elena no sean los que inventamos sino otros, más ajustados a los pastores que se describen desde las ciencias sociales, por ejemplo. O mejor dicho, los que describen algunos especialistas consultados en las ciencias sociales, cada uno con su campo de estudio acotado al que definieron al momento de hacer su propia investigación, y que por lo general deja afuera alguna provincia, alguna Iglesia en particular, algún fenómeno religioso o empresarial que no interesa para su estudio. Seguramente está bien que así sea. Yo no sé de investigación en ciencias sociales así que no opino sobre esos trabajos, más allá de que me interesen y los lea.

En la ficción no hay campo de estudio ni conclusiones fruto de investigaciones hechas con métodos científicos. Ni tiene por qué haberlos, a menos que quien la conciba los necesite para inventar ese mundo al que quiere darle forma. La ficción no propone  conclusiones a las que sí pueden arribar los investigadores de las ciencias sociales sino, como dije antes, un contrato ficcional: el espectador, el lector, sabe que eso que se le cuenta es mentira y, ante la propuesta, decide entrar o no a ese mundo que alguien abrió delante de él sin otra pretensión que contarle una historia.

Yo confío en ese otro y esa otra que está allí para decidir qué quiere que le cuenten y que no. Yo confío y defiendo la libertad de creación de quien quiera contar una historia. Los y las escritores de narrativa, guionistas, dramaturgos creamos personajes, y esos personajes, para bien y para mal, son únicos, no responden a un promedio, sino a una particularidad. Dar cuenta de todos los distintos tipos de pastores evangélicos que hay en la Argentina, desde el Chaco hasta Tierra del Fuego, en un solo personaje sería una tarea que a ningún guionista que quiera hacer bien su trabajo se le cruzaría por la cabeza. Ni siquiera “mostrar” por acá y por allí, en alguna escena sin necesidad dramática, que hay una infinidad de otro tipo de pastores diferentes a Emilio Vázquez Pena, para que nadie pueda decir que no sabemos que sí, que efectivamente, existen otros. Porque si lo hiciéramos, esa ficción no funcionaría, no abriría debate, no permitiría la discusión, no posibilitaría que los especialistas en la materia dieran su punto de vista sobre la realidad que estudian y de la que no se hablaba en el debate público del modo en que se habla después de un fenómeno como éste. 

En el arranque de Ana Karenina, Tolstoi dice:  «Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada». Y, claro, a la ficción le interesan más las familias y personajes que tienen conflictos, claroscuros, secretos, desgracias. 

Celebro que El Reino haya abierto un debate sobre ciertas iglesias y su relación con el poder. Sobre todo, acerca de cómo algunos partidos de derecha, desde Estados Unidos al sur del continente americano, han unido agenda con algunas iglesias para obtener beneficios que nada tienen que ver con la fe religiosa genuina de sus propios fieles, ajenos a esta manipulación. Porque en definitiva de eso habla El Reino. Del poder. Y ojalá la discusión pública se extienda a otros poderes de los que también se habla en la serie. Los servicios de inteligencia, por ejemplo. O la política y los políticos. O la justicia. O quién maneja hoy el mundo. En estos días aparecieron hilos maravillosos de personas que saben mucho más que yo de todos estos temas. Uno de los que más me interesó habla de irregularidades en el sistema judicial argentino cuando debe investigar casos de abusos, de desaparición de menores, de padres que reclaman por sus hijos e hijas en puertas que nadie abre, o que incluso cierran a pedido. Ojalá nuestra sociedad también habilite ese debate, el del funcionamiento de la justicia de las “pequeñas causas”, las que no ocupan las primeras planas de los diarios. 

En estos días recibí testimonios conmovedores de personas que vivieron muchos años dentro de algunas iglesias y que se sintieron identificadas por lo que cuenta El Reino: desde haber perdido su casa o gran parte de su patrimonio, hasta haberse sentido abusados de distinta manera. También recibí mensajes de personas que, por el contrario, se sintieron protegidas y ayudadas en iglesias evangélicas donde encontraron lo que buscaban. En algunos mensajes me cuentan que conocieron a pastores iguales a los de El Reino, y en otros que conocieron a pastores muy distintos, a veces mejores, a veces incluso peores. El mundo que cuenta esta serie es acotado, el que se abrió a debate es mucho mayor. Al debate podemos pedirle más debate, pero a la ficción no podemos pedirle que no sea ficción.

CP