Joaquín Sabina se quitó el sombrero por Almudena Grandes

Diego Casado

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Escribir sobre cómo discurrió el homenaje de Madrid a alguien de una talla gigante como la de Almudena Grandes es algo tan difícil, tan osado, que solo puede llenarse con las palabras que la escritora de la calle Larra dejó como legado a su ciudad, y que resonaron en el Teatro Español durante una calurosa tarde de junio en boca de sus amigos Blanca Portillo, Joaquín Sabina o Marta Sanz.

“La calle Churruca, corta y estrecha, nace en la calle Barceló y va a morir casi sin darse cuenta en la calle Sagasta, al lado de la glorieta de Bilbao, que para mí siempre ha sido y será el verdadero centro de la ciudad” -leía Portillo- “muy cerca de la esquina con Apodaca, sobre la oscura fachada de otra casa corriente, una placa pequeña, excesivamente discreta para la mirada del transeúnte que no ande buscándola, identifica el último domicilio del poeta Manuel Machado. -Pues era tan bueno como su hermano…-decía mi padre cada domingo, un instante antes de doblar la esquina, camino de la calle de Fuencarral y la casa de mi abuelo”.

Así describía Almudena Grandes su Madrid, un lugar que estuvo presente en diferentes formatos a lo largo de toda la velada que se iniciaba con la entrega de la medalla de Hija Predilecta a su viudo, Luis García Montero, que la recogió de manos del presidente del pleno del Ayuntamiento de Madrid, Borja Fanjul, como representación municipal ante la ausencia del José Luis Martínez-Almeida y la vicealcaldesa Villacís.

No hubo ni un atisbo de crítica ni reproche en las palabras de García Montero, ni por el desprecio del alcalde a no acudir al acto ni por las palabras que le dedicó a principios de año, cuando dijo aquello de que Grandes “no merecía” el premio. Al contrario, su viudo dedicó varios elogios al Ayuntamiento y especialmente al área de Cultura de Levy por permitir hacer el acto en el Teatro Español, un lugar muy querido por la escritora desaparecida, donde pasó dos años como moderadora de sus encuentros con el público y charlaba con sus trabajadores, desde la dirección hasta la taquillera.

Decíamos que la tarde era calurosa en el exterior y -pese al aire acondicionado- también en el interior debido al cariño de la multitud de allegados que rodearon a su familia en un acto sencillo y profundo, de esos que quiebran las voces más firmes. Sabina, que la traía ya quebrada de serie, recordó en un breve discurso las palabras de Almudena Grandes durante su pregón de las Fiestas de San Isidro de 2018, antes de asegurar que Grandes “no es póstuma porque vive y vivirá siempre en sus libros, en los maravillosos poemas de amor de Luis García Montero y en el corazón de sus amigos, que la quisimos, que la queremos tanto”.

Luego, al despedirse, dejó una frase genial para el recuerdo: “No saben por qué voy siempre con sombrero. Era porque estaba esperando el momento para poder quitármelo en honor de Almudena Grandes”.

Otro de los momentos cumbre lo hilvanó con su prosa la escritora Marta Sanz, que en lugar de recitar un escrito de Grandes se atrevió a coger los textos de su amiga hablando las calles de Madrid para componer un relato emocionante sobre la ciudad que le rendía homenaje: “Madrid siempre en los renglones de Almudena y Almudena paseando con los cinco sentidos despiertos por las calles, glorietas, parques, plazas y paseos...” decía al comenzar su relato que mantuvo sobrecogido al público durante diez excelsos minutos.

Lo reproducimos en formato audio a continuación:

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El poema póstumo de García Montero

García Montero subió y bajó del escenario en tres ocasiones, lleno de entereza al verse rodeado de los suyos. En la primera recogió la medalla junto a los tres hijos de la pareja, agradeciendo el reconocimiento y el “cariño” del pueblo de Madrid, después de recibir una ovación de dos minutos, que él mismo cerró asegurando que “este aplauso le da sentido a muchas cosas”. “Cuando uno tiene una pérdida grande es difícil encontrarle sentido a la vida, una vida en la que nos hemos quedado flotando”, reconoció.

A mitad del acto, el poeta interpretó el Fandango de Lavapiés escrito por su mujer, con acompañamiento de piano, en uno de los instantes más divertidos de la tarde por lo ingenioso de su letra. Por último, subió a recitar dos de sus propios poemas como colofón al acto: Madrid, como homenaje de nuevo a la ciudad que le recordaba y La inmortalidad, poema pensado “en lo que recordaría ella de mí cuando yo cerrase la puerta, ha sucedido exactamente lo contrario”, dijo García Montero sobre unas estrofas de amor que servirán como recuerdo eterno hacia su mujer. Al pronunciar sus últimos versos, la garganta le temblaba: Y cuando me convoquen a declarar mis actos / aunque solo me escuche una silla vacía / será firme mi voz. / No por lo que la muerte me prometa / sino por todo aquello que no podrá quitar.