Una flexibilización laboral que anticipa menos empleo de calidad que el poco que ya existe

La llaman “modernización laboral”, pero seguro que el presidente Javier Milei, su ministro de Desregulación, Federico Sturzenegger, y su secretario de Trabajo, Julio Cordero, no se habrán inspirado para nombrar el proyecto de ley en la película “Tiempos modernos”, aquella en la que Charles Chaplin evidenció la deshumanización capitalista. Quizás sería mejor llamarla flexibilización. En sus 197 artículos, modifica más de 50 de la ley de contrato de trabajo de 1973 y deroga siete leyes –desde los estatutos del periodista o del viajante hasta la del teletrabajo–, en lo que constituye la mayor reforma desde la decretada por la última dictadura en 1976, superior a la del gobierno de Carlos Menem (1989-1999), según Matías Cremonte, presidente de la Asociación Latinoamericana de Abogados y Abogadas Laboralistas.

La iniciativa reduce costos de despido mediante topes indemnizatorios y la creación de un Fondo de Asistencia Laboral (FAL), con contribución del 3% del salario que en lugar de ir a pagar jubilaciones se utilizará para financiar despidos. A las obras sociales, en lugar de destinarse el 6%, se bajará al 5%. “FAL es un poco violento”, bromeó sobre la sigla este jueves la senadora y exministra de Trabajo y de Seguridad Patricia Bullrich en el seminario ProPymes, con el empresario Paolo Rocca como anfitrión satisfecho por el proyecto, pero insistidor con el reproche por la ausencia de política industrial. Lo violento sería que el dinero del FAL termine erosionado por comisiones y malos rendimientos, como sucedió en su momento con las AFJP (administradoras de fondos de jubilaciones y pensiones).

El proyecto también descentraliza la negociación colectiva dando prioridad al convenio de menor ámbito y la limitación de la ultraactividad (prórroga automática de un convenio colectivo de trabajo una vez vencido su plazo), flexibiliza los horarios laborales y el salario con la ampliación de componentes no remunerativos, amplía servicios esenciales y limita el derecho de huelga, formaliza a los trabajadores de plataformas como “prestadores independientes” y crea incentivos tributarios y de formalización en un país donde el 43% de los empleados trabaja sin derechos, el mayor nivel desde 2008.

La modernización traslada riesgos laborales a los trabajadores. Se supone que así se crearán más empleos formales, pero hasta economistas ortodoxos y grandes empresarios admiten que ese efecto depende de dos condicionantes ausentes: una macroeconomía estable –por más que se haya eliminado el déficit fiscal y descontrol de la emisión monetaria, la Argentina aún padece la quinta mayor inflación del mundo y su gobierno repudia la receta de sus vecinos de acumular reservas en el banco central– y una institucionalidad laboral capaz de sostener derechos básicos de manera efectiva. Esto último quiere decir que un país como Alemania bajo un gobierno socialdemócrata, con el que suelen identificarse los sindicatos, flexibilizó el trabajo en 2003 y 2005, pero después controló a rajatabla que nadie mantuviera empleados en la informalidad. No es como Perú, donde pese a las cuatro reformas laborales desde 2001, incluida una rebaja de contribuciones patronales, el trabajo no registrado supera el 70%.

La reducción de costos laborales puede estimular la contratación formal sólo cuando la demanda de trabajo crece, advierten expertos y empresarios, que temen más destrucción de empleo en 2026. En contextos de alta informalidad y estancamiento productivo, la experiencia demuestra que tiende a expandirse el empleo de baja duración y sin mejoras salariales.

El nuevo régimen establece topes a la indemnización: un máximo de tres veces el salario promedio del convenio, con piso del 67%. Después de que la ley Bases derogara las multas por trabajo no registrado, proliferaron en los tribunales las demandas civiles de empleados informales por daños y perjuicios contra sus patrones. Por eso, el proyecto excluye daños del Código Civil, declarándose la indemnización como “única reparación procedente”, aunque puede que este aspecto termine judicializado. El FAL, con cobertura desde los 12 meses de antigüedad, reduce la protección para trabajadores con poca antigüedad. La combinación de estos elementos disminuye los costos empresariales, pero debilita la protección contra el despido arbitrario, especialmente en los segmentos más vulnerables del mercado laboral.

La descentralización de la negociación laboral, ya no entre cámaras y sindicatos sino entre cada empresa y sus empleados, tiene efectos complejos. Permite ajustar los acuerdos a las realidades de productividad de cada compañía, pero en mercados laborales duales –con exceso de oferta de trabajo en segmentos de baja y media calificación, informalidad como alternativa de subsistencia y barreras a la movilidad– se refuerza el poder de mercado de los empleadores. Claro que las pymes, a diferencia de las firmas grandes, negociarán con menor poder y mayores riesgos de reducción del salario real (ajustado por inflación).

Empresas medianas y grandes pueden actuar como oligopsonios locales: pocos demandantes frente a muchos trabajadores oferentes. El resultado previsible son salarios por debajo de su productividad, con captura de rentas por parte de las firmas más productivas y un aumento de la dispersión salarial. Esta experiencia en Reino Unido, Nueva Zelanda y países europeos periféricos se tradujo en aumento de la desigualdad de sueldos.

La flexibilización del horario laboral mediante bancos de horas (el patrón dispone que hoy se descansa pero mañana y pasado se compensa con 12 horas diarias), el establecimiento de la jornada promedio (en lugar de un tope diario) y contratos parciales puede mejorar la organización del trabajo donde existe representación laboral fuerte y control sobre horas extras. Pero sin esas garantías, se encubre subempleo (empleados que desearían trabajar más horas) y se presiona a la baja de los ingresos. Incluso la norma permitirá que los horarios sean pactados de manera individual ente el empleador y el trabajador, con el lógico desbalance de fuerzas. A su vez, la ampliación de componentes no remunerativos del sueldo, como los valores alimentarios, reduce la base de cálculo tanto para indemnizaciones como para aportes jubilatorios, lo que afecta la seguridad social de largo plazo.

Se limita el derecho a parar. Si se trata de actividades esenciales, se debe mantener 75% de trabajo mínimo y si es de “importancia trascendental”, el 50%. Esto último incluirá sectores como educación básica y transporte terrestre –maestros, colectiveros y maquinistas, abstenerse de parar–, construcción, minería y comercio electrónico –respira Marcos Galperin–. También actividades que afecten el “equilibrio fiscal”. “¿Eso incluirá un kiosko que cobra el IVA?”, se pregunta Cremonte. Habrá que ver si esta aspecto cumple con la normativa de rango constitucional que implican los convenios de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), que considera esencial a aquellas tareas en las que esté en juego la salud y la vida.

Habrá que avisar cinco días antes de cada huelga y acordar los servicios mínimos en las 24 horas previas o si no, la autoridad los fijará. Se considerarán infracciones muy graves los piquetes y ocupaciones de establecimientos o los daños a personas y bienes.

Para organizar una asamblea de trabajadores, habrá que pedir autorización a la patronal y no se cobrará el salario por el tiempo que duren. Esto también deberá ser compatible con los estándares de la OIT sobre libertad sindical, de modo de evitar litigios internacionales. Otros puntos conflictivos: sólo estarán protegidos los delegados sindicales titulares, no los suplentes ni los congresales. Tampoco los que hayan sido elegidos con menos del 5% de los votos de sus representados.

Las cuotas obligatorias a los gremios, que establecen algunos convenios colectivos, seguirán vigentes sólo mientras duren estos acuerdos. Es decir, si vencen y no se pactan nuevos marcos, habrá ultraactividad de las normas pero ya no regirán esos aportes. Además, el empleador podrá reusarse a cumplir la tarea de girar las cuotas voluntarios u obligatorias a los sindicatos. Además, podrá haber gremios por empresa, al estilo el de Flybondi, y los delegados sindicales sólo podrá usar 10 horas mensuales de su jornada laboral para sus tareas como tales.

La modernización argenta formaliza el trabajo en plataformas mediante la figura de “prestador independiente”, con lo que se aparta de la tendencia global que avanza hacia mayor reconocimiento y protección de choferes y repartidores. El régimen traslada los riesgos al prestador del servicio, con apenas un seguro de accidentes con responsabilidad negociable y sin derechos laborales básicos. Nada que ver con lo que legisló la Unión Europea, California y otras regiones que avanzan hacia un vínculo laboral híbridas o pleno con las grandes empresas del negocio. Para los países desarrollados, parece que la modernidad es distinta. En la Argentina libertaria se le dará al trabajador derecho a desconectar, elegir su ruta, podrá quedarse con el 100% de las propinas y la app le deberá proporcionar equipo de seguridad.

La Argentina sufre hace una década y media de una incapacidad estructural para crear empleo de calidad, o sea, registrado, estable y con salarios medios y altos. Detrás del problema está la baja productividad de la economía, la informalidad persistente como forma o excusa de supervivencia de algunas empresas y el desacople entre formación y demanda laboral, según ciertos expertos. De acuerdo con esta visión, flexibilizar costos sin elevar la productividad puede producir más empleo, pero no mejor empleo. El riesgo es profundizar la precariedad en la base de la pirámide y la captura de productividad por parte de las empresas sin derrame salarial.

Por eso, hay quienes proponen como alternativa una política pro pymes para que accedan a tecnología, crédito, cadenas de valor y expansión, otra de formación y reconversión laboral ligada a la demanda del sector privado, una reforma tributaria que favorezca la contratación –los empresarios temen que la que preparan Milei y su ministro de Economía, Luis Caputo, se demore y quede reducida a medidas anecdóticas sin impacto productivo–, una fiscalización del trabajo no registrado –la gran ausente de la última década, ya casi no hay noticias de inspecciones relevantes– y un piso salarial que contraste con el poder oligopsónico. No son ideas de zurdos empobrecedores sino de capitalistas basados en la experiencia mundial.

La reforma laboral de Brasil de 2017, tan elogiada en su momento por Galperin, redujo la protección del trabajadores, le dio prioridad a los convenios por empresa, amplió la tercerización –como también lo contempla la flexibilización de Milei– y creó los contratos intermitentes. Resultado: aumentaron la informalidad y los sectores de baja productividad. La de España en 2012 abarató el despido y modificó la negociación colectiva, con lo que se recuperó el empleo tras su crisis, pero a costa de profundizar un mercado laboral dual entre empleados temporales y fijos, con caída de sueldos reales en las actividades poco productivas.

La flexibilización de México de 2012 redujo costos para contratar y despedir y creó contratos por horas y temporarios. Logró aumentar el empleo formal, pero en sectores de baja productividad mientras la informalidad persiste en el 60% y los sueldos tampoco mejoran. En Alemania se reestructuró el seguro de desempleo y se expandieron los minijobs, con lo que bajó la desocupación, pero a fuerza de trabajo a tiempo parcial, precario, de bajos salarios y sin seguridad social completa.

La historia reciente demuestra que flexibilizar generó empleo temporal, a tiempo parcial o tercerizado en España, Alemania, Brasil y México. No logró terminar con la informalidad y la desigualdad, en parte porque no mejoraron la productividad ni el control del trabajo no registrado ni la política pro pymes, como ocurrió a lo largo de Latinoamérica. En países que atravesaban una recesión, como Grecia y Portugal, no sirvió para recuperar el empleo sino para despedir, reducir el ingreso de la población, desalentar así el consumo y, por último, otra vez la creación de trabajo, en un círculo vicioso. Eso lo que se teme en esta Argentina con industria, comercio y construcción estancados o en baja.

La negociación descentralizada favoreció a las grandes empresas, como en Reino Unido y Nueva Zelanda. Los casos exitosos como Alemania se combinaron con crecimiento económico, instituciones fuertes y controladoras y una base productiva diversificada, aunque también dejaron su tendal precarizador.

Sin un consenso amplio por la oposición sindical, se corre el riesgo de que la reforma se revierta cuando gane otro partido político, en 2027 o 2031. También puede que provincias opositoras, como la de Buenos Aires, donde vive casi el 40% de los argentinos, no adhiera a los regímenes voluntarios que se crea para trabajadores agrarios o accidentes laborales. La Argentina ya tiene una historia de leyes laborales aprobadas pero no aplicadas.

AR/MC