Opinión - Economías

La rana hervida y los costos de la inflación

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Tras más de medio siglo sufriendo la inflación, hablar sobre sus costos parece ocioso. Sin embargo, la relación entre inestabilidad de precios y pérdida de bienestar no siempre es evidente, y la razón es que el propio fenómeno de la inflación es confuso y difícil de interpretar. 

Dos períodos de la economía argentina bastan para ilustrar este punto. Primero, entre 1950 y 1970 la inflación promedió un 25% anual, pero lejos de afectar el poder adquisitivo y empobrecer a la población, la economía tuvo un desempeño más que aceptable, con elevadas tasas de crecimiento y un reparto de la riqueza recordado como equitativo. Segundo, la Convertibilidad logró domar la inflación durante la década de los '90, pero tras algunos años de crecimiento a tasas elevadas, en 1998 comenzó la lenta agonía que culminó en el estallido de 2001, sin que la inflación tuviera nada que ver.

La inflación es un fenómeno complejo, en ambos sentidos. Por un lado, es complicada de entender y de combatir mediante políticas inmediatas. Por el otro, tiene una propiedad de “emergencia” típica de los sistemas complejos: actuando descentralizada y coordinadamente fijando precios, los agentes económicos terminan provocando una descoordinación agregada. Como todo sistema complejo, la inflación crea dificultades en el momento y la dimensión menos esperados. Y dada su manifestación emergente, es común fallar en la identificación de sus causas y de sus consecuencias.

La dinámica de la inflación y sus consecuencias pueden asimilarse al “efecto rana hervida”. El experimento que le da nombre consiste en poner a una rana en agua a temperatura ambiente, e ir calentándola lentamente. Según la creencia popular, el calentamiento será tan sutil que su cuerpo se irá adaptando al cambio, hasta que finalmente la rana morirá hervida, casi sin notarlo. 

La inflación opera de manera similar, sólo que los primeros calores pueden resultar incluso bienvenidos. En efecto, en un economía en expansión, las primeras presiones inflacionarias se reconocen, pero sus daños no. Al principio sus perjuicios no se sienten y ni los consumidores, ni las empresas, ni los gobiernos se quejan demasiado. Diez puntos de inflación por año, después de todo, es un ritmo aceptable para tomar decisiones informadas, y un número fácil de domar llegado el caso. 

Aquel crecimiento con inflación moderada de los '50 y '60 se reprodujo en otros países de América Latina y de Asia, pero en el caso argentino fue activando cuatro procesos. El primero fue el acostumbramiento a convivir con la inflación. Cierta incomodidad sin caos macroeconómico es una fórmula vivible, y nadie nota los pequeños desarreglos que se acumulan. Casi sin darse cuenta, los agentes-rana comienzan a incorporar la temperatura de la inflación a su memoria de largo plazo...

Segundo, si bien la inflación promedio del período no fue elevada, exhibió saltos bruscos que hoy recordamos como los ciclos stop-go. Una inflación baja pero inestable no ayuda a que se asignen recursos eficazmente. La economía empezó a funcionar sin preocuparse demasiado por los retrasos en el desarrollo de algunos mercados, como los financieros. La rana siente calor y deja de nadar para compensar la mayor temperatura...

El tercer proceso atañe al gobierno. La inflación comenzaba lentamente a dificultar la ejecución y la efectividad de las políticas económicas. Los presupuestos poco precisos, las políticas de crédito que la inflación transformaba en meros subsidios y los aprietos para administrar las cuentas públicas fueron los más evidentes. Con una economía en expansión, estos obstáculos tendían a resolverse pateándolos para adelante, pero al costo de financiarse crecientemente con emisión monetaria, profundizar regulaciones, y mantener una economía cada vez más cerrada. La llama que calienta la olla se vuelve más y más difícil de regular…

El cuarto proceso fue un lento pero inexorable aumento de la fragilidad de la economía ante potenciales disrupciones en un mundo que, de repente, disponía que ya no había fronteras para el capital. Cuando la globalización se hizo realidad y Argentina se sumó a esta tendencia, se reveló que la olla comenzaba a calentar demasiado en relación a lo que ocurría en otros países…

Y es así que en los '70, el agua hirvió. De la moderación pasamos casi sin notarlo a un régimen de alta inflación, ahora sí explícitamente dañino. Pero como la maduración tardó tanto, pocos reconocieron que alguna vez estuvimos en aquella olla en proceso de calentamiento. La historia, sabemos, no terminó allí. En los '90 se produjo un transitorio milagro y el fuego cesó. El agua se enfrió rápida e inesperadamente, brindando un saludable clima más fresco (aunque no sin costos). Tras el regreso a la inflación moderada de los 2000, algunos evocaron aquellos grados extra de inflación de 50 años antes, sin notar que aquel experimento terminaría por quemarnos. Y una vez más, sin que mediara aviso, la inflación con crecimiento dejó paso a la inflación con estancamiento. Los viejos problemas de memoria inflacionaria, las dificultades para implementar políticas y la vulnerabilidad a las perturbaciones externas renacieron.

La enseñanza es que la inflación moderada pero sostenida en el tiempo genera daños en el mediano plazo. Los costos inmediatos de atacar lo que inicialmente parece una molestia suelen ser mayores que sus beneficios, lo que induce un sesgo en favor de retrasar la estabilización. Recordemos resumidamente estos costos.

La inflación alta y volátil (siempre van de la mano) produce redistribuciones indeseadas e inequitativas. La capacidad de cobertura ante shocks imprevistos de inflación es diferente según el actor. Quienes logran transferir los aumentos a sus precios de oferta logran resguardarse, o incluso ganar. En el corto plazo, las grandes firmas y los bancos suelen ser los más privilegiados. Los trabajadores registrados ajustan sus salarios pero con un retraso, y los informales sufren más porque no gozan de ningún contrato de ajuste inmediato de sus servicios. Los jubilados y los más vulnerables dependen del estado de las finanzas públicas, que rápidamente entra en dificultades. Los desempleados, naturalmente, son los más perjudicados.

Además, las tenencias de efectivo son en términos relativos mayores en los más pobres, por lo que sufren más el impuesto inflacionario. Mientras tanto, los más ricos gozan de más opciones para cubrirse, ya que pueden ahorrar no solo en instrumentos financieros con cobertura, sino también en durables. Y están los que tienen información privilegiada y se benefician a costa de los demás. Las redistribuciones regresivas producen un enorme malestar. Toda idea de meritocracia es desmentida de plano a la luz de las interacciones económicas que se viven, y los comportamientos colaborativos se reducen a un mínimo.

La inflación es, en todo tiempo y lugar, un fenómeno costoso. Sus presuntos beneficios de corto plazo son en realidad cantos de sirena, encantamientos temporarios que llevan al barco de la economía a estrellarse contra la hiperinflación, o bien a navegar sin rumbo por los procelosos mares de la incertidumbre, la pobreza y la desigualdad.

PM