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Opinión

La Comandante Dos del sandinismo, presa por no seguir la deriva autoritaria de Ortega

La Comandante Dos es una de las presas políticos de Daniel Ortega

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Según el último informe del Mecanismo para el reconocimiento de personas presas políticas en Nicaragua, las personas detenidas arbitrariamente por el régimen del matrimonio Daniel Ortega-Rosario Murillo son 192. Hay de todas las edades y de todas las ideologías. Como en toda dictadura, las razones primeras para privarlos de la libertad son de orden inmediatamente práctico: eliminar amenazas al régimen. Pero hay algo que distingue a éste: con el eco inconfundible de los procesos de Moscú llevados adelante por Stalin entre 1936 y 1938, Ortega y Murillo están ejecutando un plan de venganza sistemática contra los camaradas de armas que no los siguieron en el camino del autoritarismo. Una de ellos lleva casi once meses en la cárcel y ostenta una trayectoria que vale la pena recordar aquí

En 1978, un 22 de agosto, la dictadura de Anastasio Somoza Debayle sufrió la herida por la que se desangró hasta ser derrocada menos de un año más tarde. Ese día seminal, tres guerrilleros quedaron marcados con los números que ordenaban su jerarquía en el comando que ejecutó la “Operación Chanchera”, el asalto al Palacio Nacional de Managua. El Comandante Cero Edén Pastora, el Comandante Uno Hugo Torres Jiménez y la Comandante Dos Dora María Téllez tomaron de rehenes a diputados somocistas y obtuvieron a cambio la liberación de camaradas de armas encarcelados antes de huir a Panamá.

Menos de un años más tardes los tres participaron la entrada en Managua del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), pero seguirían caminos bien distintos tras el triunfo de la revolución. Mientras que Pastora se transformó en 1982 en uno de los líderes de la contrarrevolución, Torres y Téllez serían tan fieles al mandato democrático de la lucha antisomocista, que rompieron, en 1995, con un FSLN monopolizado por Daniel Ortega y donde no había lugar ni para el ideal democrático, ni para seis de los nueve comandantes de la “dirección histórica” que encabezó la última revolución armada triunfante en América Latina.

Gabriel García Márquez, en su crónica para el diario ABC de Madrid de la acción guerrillera de 1978, describió a la comandante de 22 años como “una muchacha muy bella, tímida y absorta, con una inteligencia y un buen juicio que le hubieran servido para cualquier cosa grande en la vida”. El buen juicio le serviría para ser una Ministra de Salud del gobierno revolucionario a quien se recuerda por su eficaz lucha contra la epidemia del VIH-SIDA, una historiadora con aportes significativos sobre el despojo de las comunidades originarias de Nicaragua durante el siglo XIX y una crítica permanente de la deriva autoritaria del orteguismo. A este respecto, Téllez identificó como una de sus causas el hecho de que “la revolución sandinista no hizo una crítica del sistema político que derrotaba”, perpetuando incluso en la constitución adoptada después del derrocamiento del somocismo una matriz que facilitaba la concentración de poder. 

Telléz sostuvo también en una oportunidad que “el arrepentimiento es de la gente que se queda con los brazos cruzados”, mientras reivindicaba su propia identidad política: “del sandinismo quedamos los sandinistas, que estamos luchando contra el orteguismo”. Esta postura de la Comandante Dos es la que la ha hecho objeto particular de la ira dictatorial. Ortega no está dispuesto a compartir el legado revolucionario con nadie, porque sabe que la amplia base de apoyo que aún mantiene se apoya en partes iguales en la fuerza que le da el control monopólico del estado y en la que deriva del monopolio ritualista del relato de la revolución. Los extremos a los que él y su esposa están dispuestos a llegar están graficados brutalmente por la muerte en prisión del comandante Torres Jiménez, el hombre que liberó de la cárcel somocista a Ortega y que fuera detenido por el gobierno actual por los mismos días que su compañera de guerrilla.

La actual dictadura fue precedida por un giro político de Ortega que se inicia en 2005 y que incluyó una alianza con la jerarquía ultramontana de la iglesia católica local y con el empresariado antes furibundamente antisandinista. Con esos antecedentes (ilustrados por la adopción de una ley contra el aborto que es tal vez la más punitiva en el hemisferio), no debe sorprender que los propagandistas del régimen destaquen, con feroz lesbofobia, la opción sexual de Téllez y de Ana Margarita Vijil, su compañera y ex-presidenta del Movimiento Renovador Sandinista (actualmente Unamos), condenada a 10 años de prisión por “conspiración” en febrero. Pocos días después de esa condena, Téllez recibiría la suya, a ocho años, por cargos igualmente vagos.

Los tipos penales abiertos e indefinidos, típicos de regímenes no democráticos, están siendo aplicados a todos los opositores detenidos y son la amenaza que pende sobre la cabeza de todos los que aún están en libertad. Como si no bastara ese abuso del derecho penal, en los así denominados juicios se prohíbe la presencia de público y a muchos detenidos se les niega la asistencia de un abogado defensor. En el colmo de la hipérbole somocista, estas farsas se llevan a cabo en el mismo Complejo Policial Evaristo Vásquez, la prisión designada para los opositores, ni siquiera en la sede de un tribunal. Conocido como “El Chipote” (el chichón), supuestamente por la forma de la loma donde se ubica, el nombre evoca, tal vez de manera no intencional, las torturas que antes de 1979 y ahora se aplican en el lugar. Hace cuatro años, tras el levantamiento popular que Ortega sepultó bajo 481 cadáveres, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) recorrió ese predio y determinó que no reunía “los estándares mínimos” y que “el solo encierro allí constituye una forma de trato cruel, inhumano y degradante”.

Nada distingue los derechos de los que debería gozar Dora María Téllez de aquellos que deberían tener garantizados los demás 191 presos de Ortega y Murillo. Nada en las luces y las posibles sombras de una trayectoria política como la suya la hace merecedora de una reivindicación distinta de la que merecen todos quienes fueron arrojados a las mazmorras de un régimen odioso. Sin embargo, la acumulación de agravios que convergen sobre ella merece ser puesta en evidencia porque resume la vileza de una pareja dictatorial sobre la que los gobiernos democráticos de América Latina están lejos de aplicar toda la presión que debieran. Una parte de la vergüenza seguirá siendo de éstos mientras no le arranquen concesiones. Ortega y Murillo no tienen recursos ni envergadura para resistir una campaña por la libertad de los presos con la que las democracias latinoamericanas se comprometan con mínima seriedad. La esperamos con desesperada impaciencia.

GP

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