El recuerdo del desastre de 2010

Una nueva alerta volvió a medir la capacidad de Chile para reaccionar frente a un posible tsunami

Erick Rojas Montiel

Chile —
30 de julio de 2025 19:16 h

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Para los chilenos los terremotos son parte de nuestra identidad. Curiosamente nos enorgullecemos de nuestra capacidad de aguante y nos asombramos del miedo que en otras latitudes causan este tipo de desastres naturales.

Un chileno siente que algo anda raro si pasa mucho tiempo sin que se mueva la tierra. Sabemos dónde están las linternas, qué hacer con la estufa y hasta medimos el temblor antes que sismología. En el fondo, convivimos con los sismos como quien convive con un pariente mal genio: no lo queremos, pero ya es parte de la familia. Tenemos cultura sísmica.

Pero cuando nos hablan de tsunamis, la cosa cambia. Ahí ya no hay cultura sísmica que aguante. Se activa una memoria colectiva mucho más cruda: la del 27 de febrero de 2010, cuando un terremoto de magnitud 8,8 azotó el centro-sur de Chile y dio paso a un maremoto devastador que golpeó violentamente las costas del Maule, Biobío y otras localidades de litoral del centro sur del país. Las olas arrasaron con pueblos enteros en Dichato, Constitución y Talcahuano, dejando cientos de muertos, desaparecidos y miles de damnificados.

Más allá del impacto físico que dejó este trágico episodio, quedó instalada una profunda desconfianza en las instituciones, luego de que fallaran las alertas y se desestimara la amenaza de tsunami en las primeras horas críticas. Desde entonces, el sonido de una alarma o una sirena en la noche ya no es solo una precaución, es un disparador emocional para miles de chilenos que aprendieron, con dolor, que el mar también puede ser un cruel enemigo.

Uno de los momentos más controversiales de aquella tragedia fue el fallo en la cadena de mando y comunicación oficial, que terminó con un mensaje equivocado desde las autoridades. Se descartó la alerta de tsunami minutos después del sismo, pese a los datos entregados por organismos internacionales. La entonces presidenta Michelle Bachelet, respaldada por informes imprecisos del Servicio Hidrográfico y Oceanográfico de la Armada (SHOA) y de la Oficina Nacional de Emergencia del Ministerio del Interior (exOnemi y actual Senapred), comunicó públicamente que no existía riesgo de maremoto. Esa omisión fue fatal. Las olas llegaron con fuerza horas después, sorprendiendo a cientos de familias que habían regresado a sus hogares tras evacuar. Aquella noche del 27F marcó un antes y un después en la gestión de emergencias en Chile, no sólo por las vidas perdidas, sino por el quiebre de confianza en las instituciones que debían protegerlas. Hasta hoy, ese error es recordado como uno de los puntos más críticos del manejo gubernamental en situaciones de catástrofe.

Con el paso del tiempo, el 27F se transformó en una lección dolorosa, aunque indispensable. La tragedia obligó al país a replantearse profundamente su sistema de gestión de emergencias. Se fortalecieron los protocolos de evacuación, se implementaron sistemas automáticos de alerta temprana, se modernizó el SHOA y se estableció un enfoque más coordinado entre organismos como Onemi, con el Servicio Nacional de Geología y Minería (Sernageomin) y las Fuerzas Armadas. A nivel social, también se produjo un cambio: la ciudadanía comenzó a asumir un rol más activo en su propia autoprotección, participando en simulacros, exigiendo planes de emergencia en colegios y empresas, y confiando menos en la pasividad institucional. Chile, país acostumbrado a que la tierra se mueva, entendió finalmente que frente al mar —impredecible y brutal— no bastan la experiencia ni la costumbre y se requiere preparación, decisión, reacción preventiva y oportuna y humildad frente a la fuerza de la naturaleza.

La alerta de tsunami anunciada para esta tarde en las costas chilenas, como consecuencia de un sismo de magnitud 8,8 en Kamchatka, Rusia, nuevamente puso a prueba todo lo aprendido desde el 27F por las autoridades chilenas. Si bien el evento fue muy acotado, esta vez, las autoridades activaron los protocolos de manera inmediata, se emitieron alertas a tiempo y los canales de comunicación se mantuvieron activos y coherentes, sin espacio para titubeos ni mensajes contradictorios. Aunque tal vez lo más significativo fue la reacción de la ciudadanía. Miles de personas evacuaron ordenadamente hacia zonas seguras, muchos siguiendo rutas ya conocidas, con mochilas de emergencia preparadas y una conciencia clara del riesgo. A diferencia de 2010, que, a todo el mundo por sorpresa, esta vez desde el primer momento, la respuesta de las autoridades chilenas fue un reflejo de los protocolos largamente ensayados y perfeccionados.

El Servicio Nacional de Prevención y Respuesta ante Desastres (Senapred) activó las sirenas y la mensajería SAE (Sistema de Alerta de Emergencias), instruyó la evacuación del borde costero entre el Maule y Los Lagos. El ministro del Interior, Álvaro Elizalde, lideró el monitoreo y coordinó medidas que incluyeron la suspensión de clases, la restricción del transporte público en zonas costeras y el cierre de centros comerciales. Incluso, se procedió a la evacuación preventiva de cinco cárceles ubicadas en zonas de riesgo, trasladando a los reos con los protocolos de seguridad correspondientes. La instrucción de dirigirse a la “Cota 30” –la zona 30 metros sobre el nivel del mar– se repitió incansablemente, demostrando la internalización de un concepto clave en la gestión de desastres. Esta coordinación y el uso de herramientas tecnológicas como el Sistema SAE son pilares de un modelo efectivo de gestión de riesgos y desastres naturales chileno.

Pero, tan importante como lo anterior, fue la reacción de una ciudadanía sensibilizada y preparada. Acostumbrados a convivir con terremotos, sismos y maremotos, los chilenos hemos desarrollado una cultura de la prevención que se manifiesta en una respuesta serena y organizada. Cuando suenan las sirenas o llega el mensaje SAE, la gente sabe lo que tiene que hacer: evacuar con calma hacia las zonas seguras, considerar a sus mascotas, y seguir las indicaciones de Carabineros, la Armada, Bomberos y los equipos municipales. Esta resiliencia no es innata, es parte del aprendizaje de los desastres naturales que hemos enfrentado los chilenos en los últimos años. Cada gran sismo, cada maremoto, ha dejado una lección grabada en la memoria colectiva, transformando el temor en conocimiento y la incertidumbre en preparación y capacidad oportuna de reacción.

Con todo, la alerta de tsunami que se vivió hoy en las costas chilenas son un recordatorio de su vulnerabilidad geográfica y un testimonio de la extraordinaria capacidad de respuesta de sus instituciones y su población. Es la historia de un país que ha transformado la adversidad en una fortaleza, donde la eficiencia de sus instituciones se fusiona con la resiliencia y el conocimiento de una ciudadanía que sabe que convivir con estos eventos. Es una lección de cómo la experiencia, la preparación y la calma pueden ser los mejores aliados frente a la fuerza implacable de la naturaleza. Saber que hacer frente a un terremoto o maremoto parte del ADN de ser chileno, así como saber hacer un buen asado para los argentinos.

ERM/MG