Josef Mengele murió en 1979, ahogado por accidente en una playa brasileña, rodeado de amigos, durante unas pequeñas vacaciones. El que fue conocido como el Ángel de la Muerte por sus torturas a los presos de Auschwitz acabó sus días eludiendo al Mossad, a la CIA y a célebres cazadores de nazis. El único juicio que se hizo contra él fue uno ficticio que organizaron 122 gemelos que sobrevivieron a los experimentos que llevó a cabo con ellos en pro de mantener y mejorar la raza aria.
¿Cómo puede ser que el que llegó a ser el criminal de guerra más buscado del mundo no pagara? La responsable fue la Kameradenwerk, una red de alemanes diseminados por Latinoamérica que dio cobijo y protección a los nazis exiliados. Sobre ella se ha escrito mucha literatura, pero nunca nadie había abordado los tentáculos que llegaron al Brasil. Hasta que la periodista Betina Anton se sumergió en archivos desembargados y cartas de Mengele que nadie había leído y pudo reconstruir todo el entramado.
La autora ha plasmado su investigación en el libro Tras la pista de Mengele, editado por Plataforma (o Caçar Mengele, en catalán, por Manifest), presentado este miércoles en la librería Finestres de Barcelona. En el manuscrito repasa la historia de todas las personas que ayudaron al nazi a esquivar la muerte. Una de las más importantes fue Liselotte Bossert, nada más y nada menos que la querida profesora de primaria de la misma Betina Anton.
En las primeras páginas del libro habla de una situación que es chocante: describe a Josef Mengele asistiendo a una fiesta en una escuela de São Paulo. ¿Qué hacía el Ángel de la Muerte de Auschwitz en un festival infantil en Brasil?
Iba a recoger a Liselotte Bossert, profesora de esa escuela, con la que iba a hacer un viaje a una finca que tenían en la ciudad de Itapecerica da Serra. En esa época y en esa escuela, era muy normal tener algún pariente alemán, austríaco o suizo, así que a nadie le pareció rara la presencia de un hombre alemán. Pero nadie sabía que él era Mengele.
¿Quién era Liselotte Bossert?
Fue mi profesora, aunque aquello pasó años antes de que yo naciera. Lo que sí pasó mientras yo estaba allí fue que, un día, cuando tenía seis años, Liselotte desapareció. No sabía por qué, pero todos los adultos a mi alrededor empezaron a decir un nombre: Mengele. Por supuesto, no sabía quién era, pero intuía que había hecho cosas terribles.
Liselotte desapareció en mitad de un curso lectivo para no volver jamás a la escuela. Y no volvió porque ella fue la persona que enterró a Mengele con un nombre falso en Brasil en 1979. Ella y su familia le dieron protección y lo acogieron durante los últimos 10 años de su vida. Pero eso no se supo hasta 1985.
¿Qué papel jugó Liselotte Bossert en la vida de Mengele?
La suya era una familia normal y actuaban como buenos amigos, porque lo eran. Es cierto que nunca vivieron en la misma casa, pero los Bossert le visitaban, se iban juntos de vacaciones y eran responsables de su bienestar.
¿Cómo llega una “familia normal” a ser responsable del bienestar de un criminal de guerra nazi en Brasil?
Cuando conocieron a Mengele no sabían que era un nazi. Les presentan amigos en común que sí sabían quién era porque necesitaban que alguien estuviera pendiente de él. Y se llegan a hacer grandes amigos. Los hijos de Liselotte llamaban “tío” a Mengele y se convirtió en uno más de la familia. Por eso, cuando se enteraron de quién era, no le denunciaron a las autoridades. Y eso que sobre su cabeza llegó a pesar una recompensa de más de 3,4 millones de dólares.
Liselotte jamás llegó a pensar en Mengele como un criminal. Siempre lo vio como un médico que hacía un trabajo científico en el marco de una ideología concreta que hacía que sus premisas tuvieran sentido. Tenía sentido experimentar con seres humanos para saber más sobre la raza y para garantizar la supervivencia de las personas arias. Tenía sentido intentar esterilizar a gran parte de la población. Y tenía sentido investigar con los presos, aunque supusiera torturarles y dejarles secuelas de por vida.
Mengele decidió ir a Italia y, desde allí, tomó un avión hacia Argentina, donde el presidente era Juan Domingo Perón, quien recibió a los nazis con los brazos abiertos
Se dice de Mengele que era un loco o un pseudocientífico, pero no es verdad. Tenía una formación excelente y sabía lo que hacía. Y, por contra de lo que se pueda pensar, no era una excepción. Él simplemente fue el más famoso, pero los médicos como él eran la norma en el sistema nazi.
Lo primero que hace cuando empieza su investigación, que duró seis años, es buscar a Liselotte Bossert, después de 30 años sin verla. ¿Qué le dijo?
Tuve durante muchos años esta historia en mi cabeza, leí mucho y vi que no había libros sobre la vida de Mengele en Brasil escritos por gente del Brasil. Y la única que podía dar detalles sobre aquello era Liselotte. Me costó encontrarla, porque en Internet no había información sobre ella y las otras profesoras no me decían nada.
Tenía su dirección porque la vi en un informe policial de la época, así que fui allí para hablar con ella. Llamé al timbre y, de la primera planta, se asomó una mujer. Le dije que era periodista y exalumna suya y accedió a hablar conmigo, pero advirtiéndome de que no hablaba sobre el tema de Mengele porque tenía “un acuerdo con los judíos”. Seguí preguntando. Después de media hora me dijo: “¿Sabes?, creo que es mejor que investigues otra cosa. Este es un caso muy peligroso y no deberías seguir. No quiero que hagan daño a una exalumna mía”. Yo empezaba a tener miedo y pensé que nunca llegaría a escribir el libro. Pero aquí estamos.
Y está bien.
Sí, pero he ido recibiendo más amenazas. Gente que me decía que no podía usar sus nombres en el libro, que me denunciarían. Pero tengo documentos, cartas y archivos que demuestran que lo que digo es verdad.
Vayamos a esas cartas. Consigue explicar la vida de Mengele en Brasil a través de unas ochenta misivas que escribió y recibió durante su exilio. ¿Qué encuentra en ellas?
Estaban en el Museo de la Policía Nacional de Brasil. Nadie había estudiado esas cartas porque estaban escondidas. Fue muy difícil acceder a ellas, pero cuando las tuve, vi que hablaban de la vida cotidiana de Mengele, de las cosas que le gustaban. Por ejemplo, le encantaba ver telenovelas, ir a librerías alemanas y encontrarse con compatriotas. Tenía una vida muy cómoda. Lo que no encontré fue arrepentimiento. Ni una palabra sobre lo que hizo en Auschwitz, ni una sola reflexión.
Tanto en esas cartas como en el diario que escribió durante años intenta desmontar la idea que el mundo se había formado de él. ¿Qué sintió cuando vio que intentó justificar lo que había hecho?
Repulsión. Por eso dediqué cinco capítulos del libro a explicar lo que hizo en Auschwitz, las miles de personas que envió a la cámara de gas y los experimentos que realizó. Porque, si no lo hacía, las nuevas generaciones no sabrán quién fue. Si solo explico qué hizo en Brasil, se le podría ver como una persona normal, alguien que era bueno con los hijos de Liselotte, un científico tratado de manera injusta. Una buena persona.
Él explica que sus investigaciones tenían un objetivo que él consideraba noble y tenía la idea de que, después de la guerra, sus aportaciones serían reconocidas y acabaría convirtiéndose en un reconocido profesor de medicina en Alemania.
Pero, en acabar la guerra, cuando los soviéticos liberan Auschwitz, tuvo que huir. ¿Cómo consigue salir del país alguien que estaba en las listas de criminales de guerra más buscados?
Con mucha suerte. Mengele fue detenido dos veces por los americanos en Alemania. Como había tantas personas en búsqueda y captura, detenían sistemáticamente a todos los militares y, cuando los tenían retenidos, intentaban identificar a los miembros de las SS, que eran a quienes en realidad buscaban.
Los identificaban porque, cuando empezó la guerra, les hacían un tatuaje con su grupo sanguíneo en el brazo izquierdo. Pero Mengele entró en las SS antes de la guerra y no tenía la marca. Así que pudo escapar y se mudó a un pueblo cerca de Günzburg, su ciudad natal. Allí estuvo tres años, pensando que el peligro había pasado, pero entonces los americanos pasaron a buscar a médicos y otros profesionales que habían trabajado en los campos de concentración y exterminio.
Muchos de sus antiguos colegas fueron extraditados a Polonia para ser juzgados. Así que decidió ir a Italia y, desde allí, tomó un avión hacia Argentina, donde el presidente era Juan Domingo Perón, quien recibió a los nazis con los brazos abiertos. No sólo a Mengele, sino también a Adolf Eichmann o Wilhem Sasser. Y Hans-Ulrich Rudel, el piloto de la Luftwaffe más condecorado por Hitler y quien tenía muchas conexiones en Latinoamérica.
Dice en el libro que, en Buenos Aires, había un “ambiente nazi”. ¿A qué se refiere?
Fui allí durante la investigación y vi que los nazis vivían muy cerca los unos de los otros, en casas muy grandes en las que se reunían y podían hablar libremente. Mengele volvió a sentirse seguro allí, hasta el punto que empezó a usar su nombre real. Y todo fue bien hasta que, en 1959, se decreta una orden de arresto internacional contra él a raíz de los relatos de los supervivientes del Holocausto.
Entonces huyó a Paraguay, donde también había una gran comunidad alemana amparada por el dictador Alfredo Stroessner. Allí pudo hacer negocios y hasta consiguió la nacionalidad paraguaya bajo el nombre de José Mengele. Pero aquello duró poco, hasta 1960, que fue cuando el Mossad secuestró a Adolf Eichmann, oficial de las SS responsable de organizar el traslado de presos a los campos de concentración. Entonces Mengele vuelve a huir, esta vez hacia Brasil.
La intención del Mossad era secuestrar a Mengele y a Eichmann en la misma operación y llevarles juntos a Jerusalén para juzgarles y generar un gran golpe de efecto. ¿Por qué no lo consiguieron?
Hablé con Rafi Eitan, comandante del Mossad responsable de aquella operación, y me contó que la idea del doble secuestro provocó divisiones internas. Una vez tuvieron a Eichmann, algunos quisieron esperar para encontrar a Mengele para no levantar sospechas. Otros prefirieron asegurar lo que ya tenían y llevar a Eichmann a Jerusalén para reducir el riesgo de que pudiera escapar. Finalmente, hicieron lo segundo y, claro, Mengele se enteró y pudo huir al Brasil.
Allí, Mengele volvió a tener suerte. El Mossad le siguió la pista y hasta llegaron a verlo cara a cara, pero no le detuvieron. ¿Por qué?
Cuando hablé con él, Rafi Eitan tenía 90 años pero lo recordaba todo. Me contó que había reclutado a un brasileño que vivía en un kibbutz. Llegaron muy cerca, tanto que se lo cruzaron a la salida de su finca. Pero no le detuvieron. ¿Por qué? Pues porque el Mossad, que es uno de los servicios de inteligencia más eficientes del mundo, tiene unos protocolos muy rígidos. No es ver a alguien, secuestrarle y ya está.
Tienen tres fases: la primera es el reconocimiento de la persona para saber dónde vive, qué hace, con quién habla… Después, hacen un plan para el secuestro y la huida y, luego, lo ejecutan. En el caso Mengele, no pasaron de la primera etapa. La cuestión es que, en ese momento, Egipto estaba produciendo misiles, con la ayuda de científicos alemanes, que podían impactar en el Estado de Israel en cualquier momento. El Mossad, que en aquel momento era una agencia muy pequeña, llamó a todos sus agentes de vuelta. Así que Mengele volvió a tener una suerte increíble y volvió a escapar.
En Buenos Aires había un “ambiente nazi”. Los nazis vivían muy cerca los unos de los otros, en casas muy grandes en las que se reunían y podían hablar libremente. Mengele volvió a sentirse seguro allí, hasta el punto de que empezó a usar su nombre real
Aparte de la suerte, si Mengele pudo escapar fue gracias a una red de personas, la mayoría de origen alemán, que se organizaron para dar cobijo a nazis en Latinoamérica. Hollywood ha presentado esa red con el nombre de Odessa, pero usted asegura que no funcionaba como nos la presenta el cine. ¿Cómo era, entonces?
El nombre Odessa se empezó a usar a partir del bestseller de Frederick Forsyth en los 70. Pero, en realidad, no existía. Hasta el marido de Liselotte, cuando fue interrogado tras la muerte de Mengele, dijo que no existía Odessa. Lo que sí existía era una red de ayuda llamada Kameradenwerk creada por Rudel, el piloto de las SS. Siempre volvemos a él.
Era un entramado formado por sus contactos por toda Latinoamérica para conectar a amigos que pudieran ayudar a exiliados nazis. Fue Rudel quien puso a Mengele en contacto con Wolfgang Gerhardt, un austríaco que vivía en Brasil. Y, a través suyo, acaban entrando en escena todas las personas que cuidaron de él, entre ellas Liselotte.
Esa red funciona tan bien que Mengele elude al Mossad, a la CIA y a los cazadores de nazis y muere, en 1979, sin que nadie lo sepa. Todo se reactiva en 1985, cuando se emite una nueva orden de detención internacional contra él. ¿Por qué entonces?
Sus víctimas fueron las que se reactivaron. Todo empezó con dos gemelas, Eva y Miriam, que sufrían graves problemas de salud y nadie sabía por qué. Los médicos les pedían sus expedientes, pero ellas no podían entregarlos porque, fuera lo que fuera lo que les pasaba, se originó en Auschwitz a consecuencia de los experimentos de Mengele. Y de aquello no había registros.
La única esperanza que tenían era encontrar a otros gemelos que hubieran pasado por lo mismo que ellas. Llegaron a encontrar a 122 supervivientes y decidieron celebrar un juicio ficticio contra Mengele, en Jerusalén, en 1985. Duró tres días y en las televisiones de todo el mundo se escucharon los testimonios de los supervivientes de Auschwitz. Aquello causó tanta conmoción que diversos gobiernos decidieron que era hora de encontrar al nazi más buscado del momento. Así que Alemania, Israel y Estados Unidos unieron esfuerzos y acabaron encontrándole a través de las mismas cartas que yo he usado para hacer este libro.
Y esas cartas les llevan hasta la casa de Liselotte Bossert.
Correcto. Pero Mengele llevaba muerto seis años. De hecho, murió ahogado en una playa durante una excursión con la familia Bossert, tras la que Liselotte decidió enterrarle con un nombre falso. Así se lo contó a la policía cuando fueron a su casa, pero en un principio nadie la creyó. Así que se procedió a la exhumación del cuerpo.
Aceptar que Mengele estaba muerto era aceptar que todas las agencias de inteligencia y los cazadores de nazis que habían intentado encontrarle habían fallado. ¿Costó mucho que se aceptaran los resultados de las investigaciones forenses?
Bastante, sí. Hubo más prensa en esa exhumación que en el entierro del primer ministro Tancredo Neves, que fue tres meses antes. Así que todo el mundo pudo ver cómo los científicos brasileños manipulaban el cadáver sin guantes y pisaban la tumba. Uno de ellos hasta sostuvo el cráneo ante las cámaras, como si fuera una escena de Hamlet.
Por eso, cuando los científicos brasileños concluyeron, después de semanas de pruebas forenses, que el cadáver era de Mengele, muchos gobiernos no lo creyeron. Especialmente el de Israel, un país en el que corrían muchas teorías conspiranoicas que sostenían que el nazi había fingido su propia muerte.
Las dudas llegan hasta 1992, cuando se desarrolló la tecnología para realizar exámenes de ADN que resolvieron que, efectivamente, Mengele estaba muerto. Y Estados Unidos, Alemania e Israel cerraron sus expedientes del caso. Así, sin más. Sin que nadie pagara por lo que hizo.
Liselotte tampoco pagó por dar cobijo a un nazi durante una década. ¿Cómo pudo evitar la cárcel una mujer que protegió al criminal de guerra más buscado del mundo?
Tuvo que responder por el crimen de falsedad ideológica [haber enterrado a Mengele con un nombre falso] porque el crimen por haber dado cobertura a un criminal buscado ya había prescrito. Le pedían dos años de cárcel, pero el juicio fue tan largo que no acabó hasta 1997 y entonces, ¿sabes qué? Que para entonces ese crimen también había prescrito. Así que nadie, ni Mengele ni nadie que le hubiera ayudado, pagó por nada.
En su primera conversación con Liselotte le dijo que no podía hablar porque había llegado a un pacto con los judíos. ¿Llegó a saber de qué se trataba?
En esa conversación me dijo que había mucho dinero en juego. Yo pensaba que se refería al dinero de la familia Mengele, que era muy rica, pero no era eso. Lo supe en 2017, cuando se desclasificaron los archivos secretos del Mossad. Los estaba leyendo y casi caigo de la silla cuando leí el nombre de Liselotte. Resulta que, antes de que se hicieran las pruebas de ADN, Israel quería estar seguro de que el cadáver era de Mengele, así que decidió hacerle la prueba del polígrafo a Liselotte.
Ella se negó durante años, hasta que acabó pidiendo dinero a cambio de acceder. Empezó pidiendo 100.000 dólares, pero le dieron 45.000. Por tres preguntas: “¿El hombre que se ahogó junto a usted en la playa de Betioga era Mengele?”, “¿El hombre que llevó al Instituto de Medicina Legal de Santos era Mengele?” y “¿Mengele está muerto?”. Respondió que sí y así se cerró el caso.
Cuando se da cuenta de que todo el entramado para mantener a Mengele a salvo se urdió y llevó a cabo tan cerca de su casa, en su misma escuela, ¿Qué sensación le queda?
Una de las cosas que me lleva a escribir el libro era saber si mis vecinos eran nazis. Y la respuesta es no. O no sólo. Muchos le protegieron a sabiendas de quién era, pero otros no tenían ni idea. Pero cuando se supo, hubo una gran conmoción. Con este libro no busco justicia, sino explicar o que pasó, porque tengo la sensación de que hay ciertas cosas de esta historia que podrían repetirse.
Actualmente, se están cometiendo crímenes de guerra en diversos lugares. Putin y Netanyahu son solo dos ejemplos. Hay personas contra las que hay órdenes de detención y no pasa nada. Y parece que no importa. La historia se está repitiendo y no puede ser. Creo que las víctimas tienen que unirse, los periodistas no debemos callar para que, entre todos, podamos conmocionar rápido al mundo y no tener que esperar años hasta que se haga justicia.
Entrevista de Sandra Vicente, en Barcelona, para elDiario.es.