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Silvio Waisbord: “Los sectores biempensantes de EEUU no quieren reconocer el monstruo de la derecha radical que existe en este país”

Waisbord

Natalí Schejtman

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Hace más de 30 años, Silvio Waisbord se fue de Argentina para hacer su doctorado en Estados Unidos. Desde entonces, así como se convirtió en un académico de referencia en estudios de comunicación y periodismo con casi una veintena de libros publicados en la materia, observa la sociedad y se formula preguntas sobre la historia y la esencia de Estados Unidos, un país del que muchos habitantes del planeta tienen alguna idea, incluso sin haberlo visitado, mediada por sus películas, series o el impacto de sus decisiones geopolíticas. Waisbord, director y profesor de la Escuela de Medios y Asuntos Públicos en la George Washington University, volcó estas observaciones, lecturas y reflexiones en su último libro El imperio de la utopía: mitos y realidades de la sociedad estadounidense, una semblanza sobre Estados Unidos apoyada en pilares que considera relevantes como el individualismo, la violencia, la soledad, la desigualdad, la relación con la ciencia y la anticiencia y la política, entre otros. “Es un libro que empecé a pensar hace mucho tiempo, más como una experiencia de vida, un poco para entenderme a mí, mi realidad cotidiana y por qué estoy acá: de alguna forma es el libro que a mí me hubiera gustado leer antes de haberme venido a vivir acá”.

 

Basás tu análisis de Estados Unidos en algunos aspectos clave. ¿Cuáles de esos te parece que sobresalieron más en este último año de gobierno de Trump cruzado por la pandemia?

Uno es el individualismo. La cultura individualista te lleva a preguntarte cómo se sostiene en este país el contrato social con una reserva tan fuerte y tan activa, tan vocal, del individualismo, que lo ves en la oposición a las medidas más restrictivas de control de la pandemia. Lo que florece es una cultura de desconfianza en el gobierno, en el Estado, una idea bastante simplona del derecho individual, por ejemplo con el tema de la libertad de movimiento, libertad de expresión… Es claro que hay una reserva cultural ideológica muy fuerte desde donde sale esa oposición al barbijo, a la vacuna, a cualquier medida del gobierno federal o los gobiernos estatales. También está el tema de la soledad, que aparece en cualquier situación de cuarentena, pero en una sociedad donde hay también unas capas muy altas de soledad, este distanciamiento social refuerza aún más este sentimiento de desconexión. Hay escritos recientes periodísticos que captan perspicazmente esta idea de la desconexión social agudizada por la pandemia en una sociedad en la que hay una fuerte crisis de la sociabilidad. Y en tercer lugar, obviamente, el irracionalismo: lo que vimos hace diez días en el Capitolio es la expresión acabada de eso. Es la culminación de un proceso político, pero que expresa corrientes profundas premodernistas más que posmodernistas, que critican cuestiones básicas de la democracia y todo lo que uno asocia con la modernidad, como la ciencia. Ese sentimiento, esa furia anti moderna, aparece en la revuelta del Capitolio.

Lo que vimos en el Capitolio es la culminación de un proceso político que expresa corrientes profundas que critican cuestiones básicas de la democracia y todo lo que uno asocia con la modernidad.

¿Crees que ahora que asume Biden existe un riesgo de convertir a Trump y a sus votantes en una anomalía o una excepción?

Sí, creo que ya lo vimos eso. Hay un discurso muy fuerte del mainstream político, corporativo, educativo, de que “somos mejores que esto”. Esa es la frase que se usa constantemente. Yo creo que este país es muchas cosas, incluido esto. No es que seamos mejores. Es un intento de correr hacia un lugar mítico de que este país es puramente civil, que excluye la violencia, que excluye el irracionalismo, que excluye el atropello de los derechos de otros. Eso es falso. Pero Biden mismo es parte del pensamiento que cree fundamentalmente eso. Y se corre ese riesgo de que estos episodios trágicos de violencia e irracionalismo sean considerados una excepción, cuando en realidad son parte del mainstream histórico de este país. Obama es partícipe de eso. La presidencia de Obama, su narrativa propia de vida, su último libro es un canto a ese argumento de que somos mejores que esto. Y a mi siempre me quedan las dudas, no por no reconocer otros costados, otra faceta de este país, sino por ese empecinamiento de decir somos algo “mejor”. Y uno sabe desde afuera, desde América Latina, con la historia tan complicada de América Latina y Estados Unidos que Estados Unidos es también ese lado oscuro que no quiere reconocer y que a veces, empujado por los acontecimientos, tiene que reconocer. Pero en un momento trata de meterlo abajo en la alfombra y decir bueno, no, esto fue una cosa excepcional. 

Hay un intento de correr hacia un lugar mítico de que este país es puramente civil, que excluye la violencia, que excluye el irracionalismo, que excluye el atropello de los derechos de otros. Eso es falso.

Cuando ganó Trump pareciera que hubo unos primeros años de curiosidad o de intento de entender, por parte de los liberales de Estados Unidos, a ese “otro lado”, al votante de Trump: ¿Eso se fue diluyendo en los últimos años de su mandato?

Es una mezcla de miopía de la mirada periodística, intelectual o política. Un sentimiento de vivir en una burbuja. De tanto en tanto, hay algo que te recuerda que vivías en una burbuja como si no fuera la realidad cotidiana. Tuvo un elemento de mea culpa también, de no haber reconocido la enorme dimensión del fenómeno trumpista. En los primeros años hubo un elemento casi de sorpresa, pero no tenías que ir muy lejos de Nueva York o de Washington, o de cualquier centro urbano demócrata para palparlo, para darte cuenta de que existía eso, lo cual no te iba a marcar que iba a triunfar electoralmente. Pero creo que hay una cosa de ser reacio a eso. En parte creo que tiene que ver con que los sectores biempensantes de este país no quieren reconocer y enfrentar el monstruo de la derecha radical que existe en este país. Lo quieren ver como algo que está en un rincón en el que a veces asoma su su cara horrible, pero no quieren asumirlo como que está antes de Trump y no está relegado a un lugar secreto. Es muy difícil admitirlo.

En esta discusión sobre burbujas suelen aparecer las redes sociales: ¿las redes polarizan o son una expresión de una polarización existente en el mundo offline?

Lo que pasa es que la burbuja es quizás una metáfora no totalmente útil, porque supone una cosa totalmente cerrada, mientras que es mucho más abierta, aunque no totalmente abierta, a opiniones diferentes. Hay una conjunción de diferentes fuerzas: gente cuyo mundo offline es bastante homogéneo en términos de clase, de información, de educación y que eso se refleja y se fortalece en un mundo digital, por un lado. Y por otro, hay cosas en las que el análisis comparativo internacional es útil. La burbuja digital de Estados Unidos es mucho más homogénea por una cuestión de cómo está armada la sociedad: dónde vivís, a qué escuela van tus hijos, con quién socializás... Todo eso está mucho más ideológicamente homogeneizado que en países de América Latina o en Europa. Acá es más fácil que en Argentina o en Francia vivir en una burbuja offline. No es un problema digital. Esta es una sociedad más polarizada y segregada en un sentido educacional y de clase. Cuando discutimos las burbujas digitales, en realidad, estamos basándonos en una gran parte del argumento producido en Estados Unidos que refleja las particularidades de segregación social de este país. Pero además, estas burbujas o espacios homogéneos no son estáticos, sino que son movilizados por líderes de opinión, mediáticos o políticos. Ahora hay un experimento natural: haber sacado a Trump de Twitter. Y lo que estamos viendo es que la actividad de polarización política en Twitter no es lo que era hace dos semanas, con las mismas burbujas metidas en la plataforma, porque ahí tenés un líder de opinión con 88 millones de seguidores, que está constantemente movilizando a unos y a otros. Entonces no es un problema de la cuestión estática de la burbuja, sino cómo esas burbujas son activadas por las estructuras clásicas de líderes de opinión políticos mediáticos: siguen siendo estructuras piramidales. 

En tu libro, mencionás a Silicon Valley como uno de los proyectos del cientificismo estadounidense. A la vez, en los últimos años las plataformas sociales son, entre otras cosas, vehículo de contenidos falsos o violentos y tienen un poder muy concentrado. ¿Quedaron del lado de la modernidad o de la “irracionalidad”? 

Es la figura Frankesteineana en la que vos tenés un experimento científico que apenas lo torcés es su opuesto. Silicon Valley es, por un lado, la culminación del Estado tecnócrata de la Guerra Fría, una prolongación de eso, con una dosis enorme de espíritu de emprendimiento capitalista norteamericano al calor del Estado y con un embanderamiento en la idea de libertad de expresión ilimitada. Esas son las vertientes ideológicas que convergen en Silicon Valley. Y lo que vemos en las últimas dos décadas, pero especialmente en la última década, es que eso rápidamente se convierte en la pesadilla irracional. Ahora que estamos en el aniversario de la Primavera Árabe, si leés lo que se escribía hace diez años parecen cuentos de hadas, pero son cuentos de hadas en parte promocionados por Silicon Valley, que quería creer en eso, también heredero de este posibilismo tecnológico muy norteamericano, por el cual a cualquier problema se lo soluciona tirándole tecnología o tirándole plata. Y que las voces disidentes eran las que decían este experimento de expresión pública y de conexión va a terminar en algo peligroso, no va a terminar en algo virtuoso como imaginaba Silicon Valley. Hay libros que han documentado justamente cómo esta cultura anárquica pseudo hippie opera como un insumo en la construcción ideológica de Silicon Valley. Y ahora estamos viendo el reflujo. Ahora estamos viendo qué pasa cuando el monstruo construido tiene autonomía propia y está fuera del control del doctor Frankestein, sumado a los intereses económicos de no ser dueños de la criatura.

Silicon Valley es, por un lado, la culminación del Estado tecnócrata de la Guerra Fría y, por otro lado, una pesadilla irracional.

Estas plataformas están jugando un rol político significativo que se vio muy nítidamente este año: ¿Hacia dónde puede ir la relación del nuevo gobierno con las plataformas?

No es claro lo que va a ocurrir. Hay un problema político pero también de imaginación respecto de cuál podría el ecosistema informativo digital en un escenario post cuasi monopólico. Yo, incluso estando acá en Washington, trato de seguir el tema: hay una visión de cuál es el problema, que estas compañías tienen demasiado poder, pero no hay una visión articulada sobre el escenario alternativo y cuáles serían las herramientas y los instrumentos de política pública para llegar a eso. Entonces lo único que hay es una sanción, una corrección frente al orden existente, que obviamente lo único que hace es restablecer el orden de estas compañías que tienen un enorme dominio de la vida digital. Cuando se rompió AT&T había una visión de cuál sería el orden post AT&T, con diferentes compañías telefónicas distribuidas en cada parte del país. No hay un horizonte similar hoy. Yo no veo que esté trazado ni por los Demócratas ni por los Republicanos, y creo que eso pasa porque no hay consenso. Hay consenso en el problema, y un consenso tibio, pero eso no se articula en un proyecto que erosione la posición casi monopólica que tienen.

Varios periodistas van a acudir a la asunción de Biden con chaleco antibalas, vos escribiste distintos artículos sobre el ciberacoso a periodistas: ¿cuánto influyó la retórica hostil de Trump con la prensa en este clima y cuánto responde a un problema global que excede a Trump?

Hay dimensiones globales de este fenómeno. De hecho, yo participé en un estudio apoyado por UNESCO sobre acoso a mujeres periodistas alrededor del mundo y es exactamente el mismo fenómeno, en el sentido de la gravedad, el aumento de casos, el tipo de lenguaje, la misoginia movilizada. Pero hay componentes propios de Estados Unidos. Ahí es cuando un gobierno como el de Trump en el poder, que permanentemente azuza a los medios, tiene una movilización. En las entrevistas que yo hice me mostraban ejemplos del lenguaje que usaban para acosar a periodistas y era casi sacado textualmente de lo que Trump decía u otros políticos republicanos. Lo que pasa es que eso impacta con una tradición en este país que es el vigilantismo, de hacer justicia por propias manos, auto-organizada, no porque alguien está pagado por los servicios de inteligencia o por el gobierno, sino que sucede “espontáneamente”, así como grupos autoconvocados linchaban a los negros o a los mexicanos hace 120 años. No estoy diciendo que son cosas idénticas, no, digo que es un proceso desde abajo, incentivado desde arriba, ya sea por la voz presidencial, por políticos o por medios afines que permanentemente pintan a los medios mainstream como el enemigo. En este país es un fenómeno muy fuerte instigado desde la derecha. En otros países lo que ves es que hay un hostigamiento, un acoso en línea y en algunos momentos en el mundo real, desde la izquierda y desde la derecha, según desde qué medios trabajen y la línea editorial partidaria o ideológica.

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