Francotirador Opinión

20 años de novios

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¿Cuándo termina exactamente una relación? ¿Cómo determinar la fecha de inicio de un noviazgo que en rigor nunca empezó? ¿Cuánto duran los vínculos aún cuando su duración mide una irrealidad? Y de paso, un involucramiento experimentado por una sola de las dos (o más) partes, ¿es una fantasía, un índice de salud mental o por qué no, una realidad? ¿Qué es real en el minué que bailan quienes aún sin besarse, caen rendidos? Hace 20 años que estoy de novio con quien nunca fue mi novio; cumplo 20 años de recordar a diario nuestros caminatas interminables por San Telmo de madrugada; la Argentina era un cartón corrugado húmedo y lo nuestro era una pausa más; otros dos corazones arrebatados, una cápsula de bar de taxistas, cables pelados colgando de los postes, la voluntad de sonreír y dejar de ser quienes éramos. Y nuestra homosexualidad huyendo en helicóptero.  

En octubre de 2001, sumido en el color ocre de mi departamento de Rivadavia y Pichincha, yo había ingresado a una populosa sala de chat gay de un portal web. Antes, le había dicho a mi amigo Eloy que “me estaban pasando muchas cosas, creeme”. “Te creo”, me dijo, y nos despedimos. No le dije que era gay porque a pesar de mis 25, aún no sabía qué era ser gay. Eran las 2 am y me puse a prueba allí, viendo pasar medidas de pene y fantasías varias: jugadores de fútbol transpirados, “nenitas putas” y hasta “papis violadores”. Sonará demasiado inverosímil, pero yo ignoraba esos planos posibles de acción porque sencillamente ignoraba la acción. De repente, con la discreción de sus noches oscurísimas en Réquiem, de Avenida de Mayo y 9 de Julio, asomó “Sputnik 1”. Sí, su nickname era Sputnik 1, no como la vacuna sino como el satélite ruso que en un octubre muy anterior, el de 1957, inició la carrera espacial. La conquista del mundo en 98 minutos. Y muy por encima de los macropenes ofertados en ElSitio.com, con faraónicos 58 centímetros de diámetro. 

En esa primavera del derrumbe, empezó a sonar “Satellite of love” de Lou Reed más que nunca antes en mi vida. El verso de la audacia (“I've been told that you've been bold”) musicalizó un romance infinito, tan carnal y pregnante como las relaciones asexuales.

Con Sputnik 1 deambulamos un verano entero por Plaza de Mayo y el microcentro, saturando el aire de palabras, torciendo cada tanto las cabezas para sonreír de forma cómplice y no preguntarnos demasiado a dónde íbamos a parar. Interrumpimos nuestros encuentros el 19 y 20 de diciembre, pero para Navidad nos regalamos otro café. Él me pidió que le llevara mi Top Five de canciones del momento y nunca superó que no incluyera allí ni a Ellis Regina ni a Pet Shop Boys. Por el contrario, yo no supe cómo reaccionar a su refinamiento musical, plagado de nombres desconocidos y horas de investigación en internet. Durante los primeros minutos del 26 de diciembre, miramos fijo una pared de Plaza Dorrego y en un sobresalto, Sputnik decidió irse solo hasta Bolívar y tomarse el 10 rumbo al sur. Yo caminé hasta Congreso y cerré bien todas las ventanas. Imaginé que no habría mañana, ni despertar. El viejo sueño de lograr salir de acá, mientras nosotros dos, separados, éramos tantas cosas como presidentes a cargo.  

En la canción “Un verano”, el poeta Francisco Garamona canta “¡Qué soledad! ¡Qué estupidez!”. Cuando vuelvo a Sputnik 1, pienso en nuestra soledad y nuestra estupidez. Sin embargo, también puedo sentir nuestra verdad, una falta de concreción que vuelve única nuestra historia, marcados por la incapacidad, avergonzados hablando por teléfono hasta las 5 o 6 de la mañana; pitadas de cigarrillos y afuera las columnas de ahorristas de Caballito que toman Rivadavia para marchar hacia el Congreso. Hace 20 años que estamos saliendo y a nuestra relación no le faltan ni el sonido de las campanas ni el establecimiento de recuerdos en común. Es un álbum que nunca se completó. Es un misterio divino, recortado por encima de la puerilidad y ajeno a la máquina de vivir. 

Y sobre todo, Sputnik y yo evitamos la separación; logramos hacerle “ole” al duelo y evadimos el sufrimiento ahorrándonos semejante episodio, siempre desgarrador y nunca poliamoroso. Dejar de ser parte y haber sido siempre dos partes, sin preguntarse por el día y sin extrañarse de noche. En dos décadas, además, sólo nos tentamos una vez, cuando programamos una merienda que nunca ocurrió. Después del 2001 y su asfalto de balas de goma y sangre, Buenos Aires pasó a ser para nosotros una tarde que nunca llega. Incluso, un “verse de lejos” y dejarse pasar. A veces recuerdo que él prefería seguir de largo e irse con sus amigos de after hasta las dos de la tarde, sabiendo que yo estaría en cambio leyendo el diario y admirando el sol del domingo. 

Las relaciones son un registro y la historia, como el cuerpo, es una relación. ¿Qué podría habernos pasado entre las Torres Gemelas y el corralito? Hace algunos años, el sociólogo argentino Christian Ferrer clausuró cualquier otra especulación cuando en una entrevista que le hizo el periodista Diego Genoud en La Nación, aseguró que “Al final del día, lo único que resta son las emociones”. Y en efecto, no sé qué otra cosa se le puede pedir al amor, o al sexo. A la economía. Y a este país.

FT