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Opinión

El 42% de pobres y la vagancia de los intelectuales

El 42 por ciento de argentinos es pobre

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Dos “utopías” organizan el imaginario popular de la sociedad Argentina: movilidad social y justicia social. Las separa el tiempo, y las correlaciona el peronismo. Ese vínculo configura un horizonte dinámico compartido. Y es precisamente ese horizonte, el que está en violentísimo debate. Acá y en el mundo entero. Entender cómo se llega al 42 % de pobreza actual en Argentina impone una cierta historia.

La constitución nacional, en su preámbulo de 1852, invita a “todos los hombres de bien” a integrar una nación en construcción. Los inmigrantes no leyeron el texto en sus países de origen. Pero el hambre que intentaban dejar atrás y la diferencia salarial –un trabajador en 1890 ganaba en Génova, o en Marsella, un tercio de lo que se pagaba en Buenos Aires- mostraban que el “ascenso social” se lograba no bien se bajaba de la cubierta del barco. Los alimentos eran más baratos, de mejor calidad  (la carne se incluía entonces por primera vez en su menú diario), y conseguir empleo resultaba relativamente sencillo. 

Bastaba con cambiar de escenario para pasar de clase social. Mejor dicho, la misma clase social en Italia o en España no vivía del mismo modo que en la Argentina. Por eso la población creció impulsada por el torrente inmigratorio. Una precisión adicional: ni en sus países de origen, ni en la Argentina, los que bajaban de los barcos eran ciudadanos. Los extranjeros no votaban, la compacta mayoría de los obreros lo era, y hasta 1916 los nativos tampoco pudieron hacerlo. 

Bastó que Hipólito Yrigoyen accediera a la presidencia, que el plebeyo comisario de Balvanera encabezara un movimiento popular, para que hijos de inmigrantes, educación pública mediante, pudieran acceder a los puestos reservados para la oligarquía tradicional. Los apellidos de los ministros radicales lo atestiguan. El presidente Ortiz, que por cierto surge de las fraudulentísimas elecciones de 1938 contra Alvear, era hijo de inmigrantes españoles pero al recibirse de abogado, en la UBA, pudo especializarse en finanzas; y la política radical le permitió ser primero ministro de Justo y después acceder a la primera magistratura. Nunca en la historia nacional un hijo de extranjeros  había alcanzado la presidencia. 

A partir de 1945 (salvo para los miembros de los pueblos originarios, las mujeres y los negros) todos los accesos fueron relativamente democratizados. La utopía de la movilidad social y la práctica política que postuló la “justicia social” se vieron reforzadas  por la plebeya irrupción de los trabajadores. El 17 de octubre un movimiento de masas impuso candidato presidencial; y el hijo de un matrimonio indocumentado, Juan Perón, casado con una “actriz” mucho más joven, sin reconocimiento paterno, tras una convivencia con estatuto público, se transformó en presidente constitucional a los 50 años. En 1951, con el voto femenino, impulsado por Eva Perón, la sociedad argentina se pone a la altura de las políticamente más avanzadas. En esa fecha la cantidad de senadoras y diputadas superaba las actuales; no regía entonces el cupo femenino, el dedo presidencial dirigido por Evita hizo la diferencia. En esa Argentina todo parecía soñable.

Sociología urbana, y clases dominantes

Un trabajador mal ocupado, nacido en el interior, se venía a Buenos Aires para mejorar su suerte en la década del 40 o el 50 del siglo pasado. Conseguía empleo, con las horas extras y el pago de las primeras 3 cuotas accedía a un terreno próximo a la Capital Federal. Los remates de tierra lo hacían posible. Terrenos que pasaban del uso rural al urbano organizaron un pingüe negocio. Y los fines de semana, acompañado por su novia y los parientes, trabajadores que vivían en conventillos o villas miseria levantaban las primeras paredes de ladrillo. Una casa propia con baño y cocina, sin red cloacal, crecía junto a la familia suburbana. Una vez concluido el revoque fino, colocados los pisos y prolijamente pintadas las paredes con cal, se iniciaba la carrera de los electrodomésticos: cocina, heladera, lavarropas, y a partir de la década del 60: televisor y auto usado. 

Los hijos iban casi todos a la primaria; los varones terminaban en mayor proporción que las chicas la secundaria, pero solo los más esforzados llegaban hasta la universidad. Interesado en una educación de calidad técnica, el peronismo no solo impulsó la escuela fábrica, sino instaló una universidad para obreros. De modo que un trabajador calificado podía acceder  al ansiado título de ingeniero. Era un nuevo tope para el cursus honorum que nunca antes había sido vislumbrado. De modo que  justicia social (buenos salarios) y ascenso social (posibilidad de integrarse a la clase media) se dieron definitivamente la mano. Entonces llegó la revolución sexual y la década del 60.  Antes había caído el peronismo. 

Una dura batalla por el destino nacional se desarrolla hasta 1975. Entre tantos trágicos retrocesos, el 76 primero y la reforma menemista de la educación después, le hicieron saber a la sociedad argentina que el hijo de la portera ya no sería doctor. Y el plano inclinado de la degradación social, de la caída de la participación popular en el ingreso nacional, se vio acompañado por el desguace del Estado. De modo que la educación y la salud pública perdieron calidad y sus usuarios y trabajadores perdieron ingresos. 

Con precisión Pablo Gerchunoff muestra la traducción matemática de este relato: “El PBI por persona creció al 2 por ciento anual entre 1880 y 1928, lo que ubicó a Argentina en el puesto 3 entre 34 países que se pudieron computar para la época; entre 1928 y 1958 –la primera fase de la industrialización protegida– creció al 1 por ciento anual, lo que ubicó a Argentina en el puesto 37 entre 54 países; entre 1958 y 1974 –con centro en el desarrollismo de los años 60– creció al 1,8 por ciento anual, lo que ubicó a Argentina en el puesto 97 entre 156 países; entre 1974 y 2011 –la globalización hasta que ésta proyectara sus primeras sombras– creció al 0,9 por ciento anual, lo que ubicó a Argentina en el puesto 100 entre 152 países; entre 2011 y 2019 –la globalización inestable– decreció al 1,3 por ciento anual, lo que ubicó a Argentina en el puesto 151 entre 166 países (solo naciones en guerra quedaron detrás)”. 

Los números son rigurosos. Pocas veces se ha realizado una radiografía más sintética y más cruel de la incompetencia del bloque de clases dominantes de la sociedad argentina. Clases que son dominantes pero de ningún modo dirigentes, que no promueven programa alguno, y que salvo formar parte de la lista Forbes no tienen proyecto. La pregunta obvia -por qué decrece este decisivo indicador- no se hace;  y sin embargo tiene una respuesta cantada: la inversión privada decrece. 

Entonces, ¿adonde fue a parar la inversión? Si se compara la deuda externa histórica con la fuga de capitales se comprueba que casi resultan intercambiables. Y si se registra que la fuga asciende 1,6 veces el producto bruto de la argentina del 2015, termina quedando claro donde está lo que no se invirtió: en el sistema financiero internacional. La fuga de capitales, durante el gobierno de Mauricio Macri, no es más que ese comportamiento estructural.

Por eso la sociedad argentina es todos los días más desdichada como comunidad, el 42 % de sus integrantes son pobres, según acaba de informar el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos  (INDEC), mientras los que mandan concentran niveles de riqueza impúdicos. Y a la hora de tributar un impuesto a la riqueza –que se va imponiendo en el mundo entero– se resisten frenéticamente. Imposible no correlacionar un fenómeno –la fuga de capitales- con el otro: incremento de la pobreza. Es cierto que Alberto Fernández “heredó” esta situación, pero el plano inclinado no se detuvo. Es cierto que la pandemia trabó el despegue; y que fue preciso evitar tanto el default de la deuda externa como la hiperinflación, cosa que el gobierno logró hacer,  pero los instrumentos terminaron siendo los de siempre: ajuste del consumo popular. La pandemia permitió ajustar sin mayores enfrentamientos. Y esa terminó siendo la solución en marcha. 

De modo que organizar el partido de los defensores de las exportaciones argentinas, propuesta de Gerchunoff,  con ser inevitable no es suficiente. Ese partido sirve para pagar la deuda, pero no necesariamente garantiza la inversión. Y sin un incremento sustantivo de la inversión privada el programa de la movilidad social y la justicia social se vuelven una ironía sangrienta.  

AH

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