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Oíd el ruido Opinión
La escucha ilusoria del Juicio a las Juntas

La transmisión televisiva del Juicio a las Juntas no tenía audio.

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Hay una escena clave en Argentina 1985 que entra por el oído y le permite al actor que encarna a Luis Moreno Ocampo (Peter Lanzani) detectar cómo la sociedad se posiciona de manera favorable frente al juicio a los excomandantes. Escucha que su madre ha escuchado por radio la naturaleza del terror y, de esta manera, pudo comprender lo que había ocurrido durante la última dictadura militar. La licencia que se toma la película es tan efectiva a los efectos narrativos como inquietante.

Pero antes de volver a la metonímica mamá Ocampo pasemos por otras orejas. Una, verdadera. La de Rodolfo Walsh, quien en Operación masacre cuenta que la primera noticia que tiene sobre los fusilamientos clandestinos de junio de 1956 le llegó en forma casual en un café de La Plata donde se jugaba al ajedrez. Ahí lo había sorprendido una medianoche “el cercano tiroteo con que empezó el asalto al comando de la segunda división y al departamento de policía, en la fracasada revolución de Valle”. Lo que Walsh no puede olvidar es que “pegado a la persiana, oí morir a un conscripto en la calle y ese hombre no dijo: ´Viva la patria` sino que dijo: ´No me dejen solo, hijos de puta`”. El escritor quisiera librarse de esas inscripciones sonoras, no tolera “ni la voz del locutor en la madrugada anunciando que dieciocho civiles han sido ejecutados en Lanús, ni la ola de sangre que anega al país hasta la muerte de Valle”.  Pero su vida da un vuelco: un hombre le dice que hay un fusilado que vive. Es Juan Carlos Livraga. Su cara ha sido destrozada. “Me siento insultado, como me sentí sin saberlo cuando oí aquel grito desgarrador detrás de la persiana”. Y Walsh cree en lo que cuenta el sobreviviente porque esta vez puede escuchar, más que oír. 

La historia oficial, de Luis Puenzo, se estrenó en aquel 85, mientras se sustanciaba el juicio y proliferaba todavía con fuerza la teoría de los “dos demonios”. Alicia (Norma Leandro) es una profesora secundaria que atravesó despreocupadamente la dictadura. Pero tiene una conversación con una amiga que ha venido del exilio durante el primer año de Gobierno de Raúl Alfonsín. Ella le cuenta su calvario y el de su pareja. Para Alicia, esa conversación, esa posibilidad de escuchar, la comienza a transformar. Y así llegamos al filme de Santiago Mitre. Moreno Ocampo conversa telefónicamente con su madre, Mercedes Pérez Amuchástegui, una persona que admiraba al dictador Jorge Videla y que cambia su opinión sobre el juicio cuando le llega desde la radio la voz de Adriana Calvo de Laborde, una sobreviviente que había atravesado situaciones límites en un campo de concentración bonaerense. La película nos sugiere que la materialidad del dolor que salía de la garganta de Calvo de Laborde alteró la percepción de Pérez Amuchástegui. Eso nunca pudo haber sucedido, y lo reconoce el propio hijo. La madre leía La Nación. Su conocimiento de lo que se ventilaba en tribunales vino de la letra impresa, no cualquiera. Y ese fue uno de los nudos problemáticos de la transición que todavía ensordece el presente.

El juicio se transmitió como pura imagen televisiva, sin sonido. Un sector de la sociedad seguía a los mejores cronistas del juicio: la palabra escrita provocó una ilusión de escucha reforzada por aquello que tempranamente advierte Claudia Feld en Del estrado a la pantalla: las imágenes del juicio a los ex comandantes en Argentina. Los testigos eran vistos en la TV y las fotografías siempre de espaldas. Solo los jueces estaban a punto de mira de espectadores y lectores. Se los veía escuchar atentamente lo que no se podía ni siquiera oír.

El carácter silente de aquel juicio excepcional no puede ser desligado de las condiciones de posibilidad de la transición ni del mismo modo en que fue escuchada socialmente la dictadura. El 4 de julio de 1984, la televisión había transmitido el programa “Nunca Más”. La CONADEP encontraba aire en la pantalla de Canal 13, no sin presiones y amenazas, incluso de bomba. Esas tensiones e incertezas quedaron reflejadas en el resultado final de la emisión. El sonido, o sus metáforas, arrojan algunas pistas. Ubicado en un estudio diferente al de las víctimas que, por primera vez, iban a tener tiempo para relatar sus experiencias del horror, Antonio Troccoli, intentó balancear el relato colectivo y pidió a la sociedad que no cayera en errores recientes. Dijo Troccoli que, así como durante la dictadura al joven se lo veía con recelo y suspicacia permanente por su condición generacional, no había que aplicar ahora “la lupa de la sospecha a todos los hombres que están cumpliendo con el elevado cometido de brindar seguridad y de defender la soberanía del país”. Y añadió: “Ni lo uno ni lo otro”. 

Antes de que empezaran los testimonios, una escena ficcional de parto hospitalario ilustraba esas disputas internas en el Gobierno sobre qué imágenes, sonidos y verdades mostrar, soslayar o moderar. Lo que se vio fue a una mujer a punto de dar luz en un entorno ascético, rodeada de un obstetra, sus asistentes. La sensorialidad del paradigma concentracionario había sido sustraída. Esa dramaturgia del aseo reescribía su soundtrack con pudor. “Ahhhh”, expresa de manera poco convincente una parturienta. “Respirá hondo, guardá el aire”, le dicen. Una voz en off comenta entonces lo que supone ocurre. “Ciento setenta y dos niños desaparecidos con sus madres o nacidos en cautiverio, ignorándose su suerte desde entonces”. Se escucha de inmediato lo que debería ser una expresión de dolor intenso. Pero la actriz falla, y cuando le toca decir “no aguanto más”, es como si, en rigor, estuviera ensayando. “Respirá, gorda”, la asisten y es ahí que la vida irrumpe. “Te felicito, ¿eh?”, le dice uno de los médicos y termina el simulacro. La criatura es llevada (¿hacia la protohistoria de La historia oficial?). Corte. La escena siguiente es de una acción parapolicial.  “La tergiversación tergiversada”, dijo Fogwill sobre esos segundos parturientos y “atenuados hasta la inocuidad”.  En la columna que publicaba en El Porteño, Fogwill constataba que “poquísimos espectadores repararon en la escena inicial del falso testimonio”. Sin embargo, la audición traicionó al escritor: esos gritos de tamaña intensidad no existieron: fueron sugeridos, asordinados por la interpretación. El parto representado con una dramaturgia de la medicina prepaga encontraría su refutación minutos después en el relato verdadero Calvo de Laborde sobre cómo parió con los ojos vendados en la ruta que la llevaba a Pozo de Banfield, a la altura del cruce de Alpargatas. A pesar de las deficiencias señaladas, el programa “Nunca Más” ayudó a crear condiciones para leer mejor el juicio a los excomandantes. La TV se animó a hablar de la existencia de 280 campos de concentración. El peso de los relatos de las víctimas fue mayor al de las opacidades del ministro.

Feld, quien escribió junto con Marina Franco otro de los libros capitales sobre la transición, Democracia hora cero, y compiló con Valentina Salvi Las voces de la represión, declaraciones de los perpetradores de la dictadura argentina, ha reconstruido al detalle hace 20 años las mediaciones de las audiencias en tribunales. Los camaristas prohibieron la entrada de la prensa con cámaras de video o grabadores. Uno de los jueces que dictó sentencia, Andrés D’Alessio, adujo a la distancia un carácter preventivo. En la era analógica también se podían manipular las cintas: “usted puede, en las grabaciones, sostener que un testigo dijo cualquier cosa, digamos usted le suprime un no, o le suprime un sí... (...) Se trataba de que no saliera gente aduciendo que era material auténtico y pudiera editarlo. Eso tiene un efecto exactamente contrario al de la publicidad, porque distorsiona; en lugar de difundir, distorsiona”.

Las imágenes sin sonido en los noticieros traían de arrastre otros lastres. La escucha deviene un problema político desde fines de 1973, cuando, iniciado el tercer Gobierno de Juan Domingo Perón, la intendencia de la ciudad de Buenos Aires promueve el programa “El silencio es salud”. El propósito municipal era reducir los decibeles de la ciudad. No tardó en convertirse el lema en un llamado a cerrar la boca (el ruido como metáfora de la figura del subversivo tan mentada por la derecha peronista). El Informe final sobre los desaparecidos que la dictadura agonizante transmite pocos meses antes de las elecciones es el eslabón siguiente de una cadena que conduce a 1984. Me dice Feld por teléfono algo en lo que coincido: el “pacto de silencio” de los represores (un silencio lleno de ruidos y voces) y el “silencio pactado” entre los camaristas en relación a los sonidos del juicio no son equivalentes: se miran en el mismo espejo de una época muy compleja. “Había algo en ese silencio que protegía al juicio y a los testigos”. El propio Alfonsín dijo que “para rodear al juicio de todas las garantías posibles” había que evitar “que se presentara ante la opinión pública como un espectáculo”. Se temía, en rigor, a las presiones de las Fuerzas Armadas. 

Por lo tanto, la mamá de Moreno Ocampo, o cualquier argentino, a lo sumo vio un noticiero con extractos mudos de hasta tres minutos. Los comentarios eran de los periodistas. “Llama la atención el silencio que hubo alrededor de esa decisión en 1985, y la poca claridad que hay ahora. Tal vez en el momento de iniciar las audiencias, tanto los jueces como el Gobierno tenían la idea de que la emisión sin sonido no iba a ser muy bien recibida por la opinión pública. Sin embargo, se produjo un apoyo general a las medidas tomadas con relación al juicio y, al menos durante los primeros meses, no se registran quejas desde ningún sector por la transmisión sin sonido”, escribió Feld en 2002. Ella marca también a mediados de los noventa la ruptura del “pacto de silencio” de los represores con el nuevo alud de testimonios en la televisión y la apertura de los juicios por la memoria. El peso de la palabra en esa Argentina de la impunidad es brutal. Se constituye HIJOS, y la sigla lo dice todo: “Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio”. Se estrena, además, en 1993, Un muro de silencio. La película de Lita Stantic cuenta la qué sucede cuando una directora de cine inglesa, Kate Benson (Vanesa Redgrave), aterriza en Argentina para filmar su Historia de Ana que es, en rigor, la misma historia de Stantic, cuya pareja y padre de su hija fue visto por última vez en el centro clandestino conocido como “Sheraton” junto a Roberto Carri y Ana María Caruso, los padres de la directora de cine Albertina Carri.

La escucha imaginaria de Argentina, 1985 no puede separarse de todos estos problemas, mucho menos en momentos que los juicios que aún se sustancian contra represores son inaudibles y se ha reactivado la puja interpretativa del pasado atroz. Enzo Traverso nos recuerda que la historia se escribe siempre en presente. Y es un campo de fuerzas. Ceferino Reato, en las conclusiones de su libro de entrevistas con Jorge Videla, cuestionó abiertamente en 2012 el valor de la escucha de las víctimas como elemento probatorio. “Tal vez debamos preguntarnos con sinceridad si los actuales juicios por delitos de lesa humanidad buscan la verdad de lo que pasó, que incluye la localización de los restos de los desaparecidos, o privilegian la condena en bloque y con argumento más bien polémico (por ejemplo, testigos que reconocen a sus presuntos captores y torturadores por el tono de la voz)”. Todavía no había cobrado fuerza una versión 2.0 de la “teoría de los dos demonios” ni se expandía sin pausa el detritus que en las redes sociales que, silenciosamente, pero sin interrupciones, glorifica a los excomandantes. El copo es una porción de la tormenta que nos amenaza.

AG

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