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BORCEGOS Y TACOS AGUJA Narraciones
¿Acabaste? Un ensayo de no ficción sexual

¿Acabaste? Un ensayo de no ficción sexual

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Hoy, ¿un chico le pregunta a una chica si acabó? Mejor: ¿hoy todavía un chico hace esa pregunta cuando terminó lo suyo, o sea, eyaculó, por ejemplo? ¿Acabaste es la pregunta que va? O, en otros países de habla hispana: ¿Te corriste? ¿Te viniste? 

El permiso al orgasmo femenino es algo relativamente nuevo (o viejísimo) en términos históricos: hasta no hace tantas décadas, seguíamos con el paradigma freudiano según el cual había un orgasmo bueno o superior (el vaginal) y un orgasmo malo o inferior (el clitoridiano). Esto quería decir que para una mujer, no habría nada mejor que un hombre “bien dotado” porque en la penetración debería encontrar el goce supremo. La cuestión del tamaño, una exigencia adicional, también, para ellos (y cuando digo ellos, hablo de hombres cis y también, en algunos casos, mujeres trans). Esa concepción, que determinó búsquedas insatisfactorias, nos hizo perder mucho tiempo. Siglos, diría. Esto, sin ir a las prácticas de ablación clitoridiana en ciertas culturas: el peor castigo, la peor castración. Quitar a las mujeres el órgano del placer porque estamos hechas para la reproducción de la especie y para dar goce al otro.  

¿Pero qué hay de las castraciones simbólicas?

En la película Buena suerte, Leo grande, dirigida por Sophie Hyde, la protagonista, una viuda, Nancy Stokes (Emma Thompson) contrata a un trabajador sexual, Leo Grande (Daryl McCormack) para lograr algo que nunca, jamás, obtuvo: un orgasmo (inverosímil, sí. Posible, tal vez). No lo había logrado en años de matrimonio. Ni siquiera masturbándose, el consejo que desde Estados Unidos, la pareja de sexólogos William Masters y Virginia Johnson abrieron en la década del 70, aunque siempre subsumido a la práctica heterosexual (se trataba de estimular el juego previo, siempre con ese carácter, previo al coito con penetración). 

En la ochentosa Cuando Harry conoció a Sally (Bob Reiner, 1989), Sally (Meg Ryan) le cuestionaba a Harry (Billy Cristal) la falsa creencia de que el varón sabe que la mujer acaba porque ella aprendió a fingir después de milenios de pregunta errada.. La escena icónica no ocurre en la cama sino en una mesa, donde Sally representa, finge, simula, un orgasmo. Imposible no reírse con la interpretación de ella y la sucesión de gestos en la cara de él, o con el comentario de la mujer de la mesa de al lado que pide “lo mismo que ella” a la camarera. 

El cine ya se había reído del tema en películas como la futurista Barbarella (1968), dirigida por Roger Vadim y protagonizada por Jane Fonda, donde existen las pastillas orgásmicas para resolver presuntas disfunciones sexuales. La solución que viene de afuera también es parodiada en El dormilón (1973), de Woody Allen, que imagina un futuro de personas impotentes o frígidas, cuya solución está en una cámara de la cual se sale con los deseos cumplidos: el orgasmatrón. Entonces, en ese futuro utópico, no hay nada que fingir. 

En una charla TED, “We Should All Be Feminists” (“Todes deberíamos ser feministas”), la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie dice: “Les enseñamos a las chicas a tener vergüenza. A cerrar las piernas, a taparse. Les hacemos creer que por el solo hecho de haber nacido mujeres, ya son culpables de algo. De esta manera las chicas crecen como personas que no pueden ver que tienen deseos. Crecen como mujeres que se silencian a sí mismas, que no pueden decir verdaderamente lo que piensan. Y crecen, y esto es lo peor que les hacemos, crecen como quienes convirtieron el fingir en una obra de arte”.

Y es que la ficción del goce ha sido, históricamente, una práctica y un verdadero arte ejercido por mujeres a quienes se nos ha exigido dejar contentas a nuestras parejas (predominantemente masculinas). Para que ellos confirmen que pueden y que saben. Las mujeres que no acaban son frígidas o anorgásmicas, según esta línea de pensamiento dominante, “insatisfechas” y tienen la culpa de eso: “No hay p… que le venga bien”; “Tiene cara de malc…”. O, como me reprochó un novio en la adolescencia: “Estás esperando la p… mágica” (sabrán disculpar este exceso de pudor. Después de todo, soy mujer). A lo cual no le respondí, y lo lamento: “Sin duda, la tuya no lo es”.

Durante mi adolescencia compartí esa preocupación con mis amigas (entraba en ese 70 por ciento de mujeres que no lo lograban, según distintas encuestas de la época). Pero ellas eran grandes gozadoras vaginales. Multiorgásmicas. Solo con la penetración, sin tocarse, lo lograban. El problema era mío. ¿Era mío? Acabar era un mandato. Ese pico de placer al que había que llegar por vía vaginal, para ser una buena… ¿paciente, novia, amiga, mujer? 

Sara Barmak es una periodista y ensayista cuir canadiense que escribió un libro de no ficción,  Orgasmo, publicado por Heckht en la Argentina, un ejercicio de periodismo bonzo, de inmersión, una crónica para la cual se zambulló en experiencias orgásmicas, de sexo grupal, tántrico, mindfulness sexual y demás, realizó entrevistas, historizó el tema, lo tradujo en números y en evidencias. Un libro con una extensa bibliografía y cita de autores y autoras que a lo largo de los tiempos apoyaron la evidencia de las múltiples posibilidades de placer en el cuerpo de las mujeres. 

La autora cuenta cómo en antiguas culturas el orgasmo femenino era sagrado y cómo a partir del cristianismo se da vuelta la tortilla del placer. Cuenta, también, el caso de Marie Bonaparte, célebre paciente de Freud que fue sometida a dos intervenciones quirúrgicas de reubicación del clítoris, para ajustarse a la idea del orgasmo bueno clitoridiano, porque sostenía la hipótesis de que todo su problema radicaba en la distancia incorrecta entre clítoris y vagina. De más está decir que las operaciones no funcionaron. 

Barmak vuelve a poner al clítoris en su lugar de privilegio al escribir: “Como lo señalaron tanto biólogxs como feministas, el clítoris, con más de ocho mil terminaciones nerviosas, es el único órgano humano cuyo único propósito es el placer, a diferencia del pene que también es responsable de la procreación y de orinar”.

¿Por qué quitarles a las mujeres el único órgano humano cuya sola función es la de dar placer? ¿Eso lo sabe todo el mundo? En la pregunta está la respuesta: porque la principal función de la mujer ha sido la reproductiva. Y, en todo caso, la de ser objeto de placer del hombre. 

Un dato a tener en cuenta para refutar esa vieja teoría freudiana de la “envidia del pene” con la cual también nos taladraron las cabezas a las que la periodista nombra como “mujeres socializadas” y amplía el arco inclusivo con la expresión “personas con clítoris” (que incluiría también a varones trans, no binaries o interesex).

Y entonces, luego de mostrar los distintos dispositivos utilizados para obturar el goce clitoridiano por peligroso, Bamark anota: “La pregunta ‘¿acabaste?’ o ‘¿no acabaste?’ empieza a molestar y la búsqueda de evidencia, comienza”.

Pero falta una parte: La parte en que aprendo que son otras las partes involucradas en el sexo. Que las zonas erógenas se distribuyen a lo largo y ancho de toda la piel, ese órgano que nos recubre por completo. Que las bocas saben. A deponer (hasta ahí) la vergüenza que me daba no cumplir con lo incumplible. A compartir deseos y expresarlos. A fluir. La parte en que Nancy Stokes descubre que la solución estaba al alcance de la mano. 

La pregunta se desarma. Acabar o no acabar deja, así, de ser la cuestión.

GS

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