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Francotirador Opinión

Agotado de cantar en la niebla

Franco Torchia

Franco Torchia

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“Cuando le ví la cara a Federico Moura, ví a un fauno”, dice la artista visual Renata Schussheim al recordar aquel encontronazo con el cantante de Virus en calle Florida, un amor nada descartable y una amistad sin disfraz que desde comienzos de los años 80 ella vivió con la figura más inclasificable de la música local. Eran años en lo que la Argentina seguía acelerando su salida de la dictadura militar y a pesar de esa fuga sistemática, el rock todavía era demasiado “nacionalista” y demasiado “panfletario” como supo definir “el fauno”. Hoy Moura cumpliría 70, como cumple Charly García. La incandescencia de su andar -esa liviandad de telas anchas, pelo largo y ojos claros siempre en otra parte- sigue encarnando la idea de modernidad rioplatense. Su elegancia bien entendida fue más patriótica y más rebelde que el grito anárquico del punk porteño o la metáfora genocida de “los chabones” en batería. El cambio era estético.

“Nadie le conoció un novio a Federico Moura. No es que lo ocultara, simplemente no lo tenía. Su vida estaba dedicada a otra cosa” aseguró el año pasado Roberto Jacoby, responsable de muchas de las letras de la banda surgida en La Plata; una actitud que el artista relacionó con la posición “no sindicalista” de Federico frente a aquello que lo constituía: gustar de hombres, tener sexo con ellos y luego vivir con SIDA. Esa desinscripción activista del cantante hace que el país estrene un modo de decir. Trasladadas a una anécdota con forma de canción, las proclamas urgentes pueden ser tan frescas como un levante callejero, tan efímeras como la masturbación de la “luna de miel” en la mano y tan misteriosas como el sentido general de las cosas. “Todo el mundo habla de compromiso, todo el mundo se compromete cada cinco o seis años. Eso no tiene trascendencia. Yo creo en el arte popular”. Como se lee, no hacía falta ser un ser superior. Alcanzaba con ser Federico Moura.

“¿Qué es el gay rock? ¿Bowie? Virus no hace una cosa lineal, porque a mí me interesa la integración”. Una esperanzada resistencia a la ghetificación; una idea de futuro en la que lo único que quedara desintegrado fuese la opresión categorial, el envase del deseo y el modo de vida. En todo este tiempo sin él, la tentación contrafáctica ha brotado en varias ocasiones: ¿qué haría Federico hoy, en plena expansión de señalamientos identitarios? ¿Hasta dónde es posible ahora centrifugar la pertenencia y borrar la adjudicación de una orientación? ¿Hasta dónde tolera este tiempo documentos nacionales que hasta cuando dicen X dicen algo? Como en las líneas del tema “¿Qué hago en Manila?”, “pretendía claridad” cuando en rigor siempre se trató de “jugar con la imaginación sin tener que pedir perdón”. Los 70 de Moura no llegan para insistir en que todo ese pasado fue mejor. Sí exigen que este presente brille un poco más, confíe en la delicadeza, diseñe mejor su ropa y duerma al sol. 

 Por eso, el mejor homenaje que recibió en estos (ya casi) 33 años desde su muerte es el himno “Lluvia dorada” que el compositor Sergio Pángaro concibió en la mismísima ciudad de La Plata, concentrado en los paisajes de la zona de City Bell, donde siempre vivió la familia Moura. “Vida platense dulce y cruel” sentencia el estribillo, después de indicar que “Las mejores fiestas se hacen acá, las mejores risas se oyen acá, los mejores tragos se preparan acá y los mejores puñales se clavan acá”. ¿A qué remite? Al resentimiento de una urbe demasiado cercana a Buenos Aires, que los prefiere locales y los busca apagados. Y a que si el rock en general es un movimiento de trascendencia del barrio y abandono del garage, Virus en particular es un mensaje universal casi prohibido en tierras diezmadas por la dictadura como las de esa ciudad universitaria y administrativa. Pángaro define a Moura y su gesta como una mera “tarde de sol, con la sensación de no hacer nada mejor”. La sensación de no hacer nada mejor. Todo dicho: no siempre había que ir a una marcha o participar de una asamblea para cambiar el mundo.

Los 70 de Moura no llegan para insistir en que todo ese pasado fue mejor. Sí exigen que este presente brille un poco más, confíe en la delicadeza, diseñe mejor su ropa y duerma al sol.

 Otro amigo íntimo de Federico, el exquisito Eduardo Costa, recordaba hace un tiempo cómo fueron esos días juntos en Río de Janeiro. “Playa, mucha playa y luego subíamos al departamento y en general quedábamos tan cansados que nos dormíamos”. Como relato, parece insignificante. Un itinerario cortísimo, desprovisto de aventuras y seco. Sin embargo, es una letanía que grafica toda la propuesta poética de ambos. A pesar de haber producido tanto en tan poco tiempo (1980 – 1988) Moura representa un descanso, la piña leve lanzada siempre en otra dirección; cuando un cuerpo puesto en inacción puede ser también un cuerpo en acción. Y a pesar de que ahora la frase suene demasiado kitsch, una vida a la que se le hace a diario el amor. El cansancio de Federico Moura en “Imágenes paganas” es el curso básico para el gran escape. Cuando él (nos) dice que viene “agotado de cantar en la niebla”, propone una nitidez libre de dioses. “Un apagón sentimental / Mi boca quiere pronunciar en silencio”.  

Si las mayorías están concentradas en pronunciarse sobre lo importante, habría que salir a caminar para captar impresiones, espiar sin discreción y vivir de vacaciones. De esa diferencia está hecha su diferencia. Federico cumple 70 y son 70 por encima de su nombre. De cualquier nombre.

FT

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