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No es un himno: es un zumbido

Franco Torchia

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De todas las ridiculeces que la pandemia consolida, la de seguir midiendo el tiempo tal como fue medido en el mundo hasta marzo de 2020 es quizás la más sintomática. De hecho, termina este 2021 con un amague omicronístico que no hace sino relativizar aún más la idea de un fin seguido de algún tipo de comienzo; la fantasía de arribar a un 31 con miras a un 1ero., el salto de año en una era común que sigue determinada por el nacimiento del personaje histórico Jesucristo. Es tan pero tan ridículo que este año valga un año como que el anterior haya valido lo mismo, menos o más, y como que de ahora en más haya algo más que todo el tiempo, otro tiempo. Casi no hay sujeto que no experimente este desenlace como una calendario telonero de un show central posterior. Sin embargo, preámbulo es lo único que queda

Amigos y enemigos de los balances -término propio de la contabilidad, acaso una de las razones principales por las que la administración de las cosas necesitará siempre una ficción de cierre- viven por estas horas un mareo inédito. Un bienio pesado -2020 y 2021- que actúa en bloque y desarma las partes, que marea al cuerpo pero impone su antigüedad: el mandamiento de vivir cada año como un mero año a pesar de saberse envuelto en esta confusión sostenida. Quizás, el cambio de diciembre a enero reinstale expectativas y pueble el horizonte de compensaciones. No obstante, la pandemia licuó los sentidos y la noción de futuro -motor del poder- no parece tan lustrada como antes. Existe el tiempo y corre en dirección múltiple, contradictoria y más traidora que antes. La tranquilidad que ofrecía la consecución -vendrá el resultado un día y tendrá el nombre de tu mejor logro- es ahora simultaneidad. Varios frentes y poco tiempo: el imperio del “hasta nuevo aviso”. 

No obstante, la pandemia licuó los sentidos y la noción de futuro -motor del poder- no parece tan lustrada como antes.

Un poema del estadounidense John Ashbery, publicado en 2005, funciona como preanuncio de los días exprimidos. Su título es “No es excusa la ignorancia de la ley” y da cuenta del “peso del presente”, tener que sobrevivir debajo de los cables tendidos en nombre del progreso, haciendo cada tanto una pausa en algún “jardín municipal”. Y dice: “todo preocupación, todo miedo por nosotros”. Preocupación. Miedo por nosotros. No casualmente, el poema es citado por la crítica cultural Laurent Berlant en uno de los libros más oportunos que la Argentina tradujo y puso en circulación en pandemia, El optimismo cruel (Caja Negra, 2020). Editado originalmente casi diez años antes, el trabajo de Berlant pone de manifiesto la ingenuidad de muchas causas, la encerrona a la que algunos activismos por un mundo mejor condenan, estableciendo metas que de tan inalcanzables terminan siendo malvadas. Las luchas en nombre de grandes causas son desencandenadas por un acontecimiento o por una suma de acontecimientos. Ante ellas, el desafío es no sentirse protagonista de un himno sino receptor de un zumbido. De hecho, el primer verso de Ashbery recuerda que “Nos advirtieron de las arañas / y de las ocasionales hambrunas”. Se sabía. Esto se sabía. 

Entonces, es posible identificar cómo la sorpresa ante la tragedia covídica suele ser mayor en aquellas vidas que se autoconcibieron dadas, totales, controladoras, inmunes al trastorno. Las vidas de quienes fantasearon desde cero con ser no-asesinables o en todo caso, ser atropellados en la calle. Para ellos, la caída del optimismo es mortal. Dirá Berlant: “Las personas sufren el desgaste de la actividad de construir una vida, en particular las personas pobres y no normativas” (el subrayado es original). Así, el paso del tiempo nunca fue el mismo para todes. Nacer con el desarrollo garantizado, aún sujeto a contingencias, es bien distinto a tener que desarrollarse en oposición, en búsqueda constante, en desorganización e imposibilidad. La autora usará así dos adjetivos útiles para comprobar cómo suenan algunas vidas “distintas” y cómo se despliegan en la línea de tiempo: hay espacios vitales “heterosónicos” y “heterotemporales”. 

Los sonidos que cada tanto interrumpen el curso natural de los días ni se asemejan a aquel zumbido sostenido y atormentador que confirma la pausa general en que nacen “los anormales”. El manejo del tiempo, la percepción de sus marcas, nunca es igual si te tocó arrancar en diagonal. Vivir detenido mientras las multitudes hacen y deshacen, vivir en esa exploración fatigante y riesgosa hasta que la vida es tomada por “un acontecimiento que exige fidelidad a él” y que la responsable de El optimismo cruel asocia con la aparición de un igual, vínculos novedosos de varios. Los varios parecidos que de repente, ubicados en gradas techadas, miran la vida del resto pasar. 

El fin de este año -diez, dos o varios años amontonados en el perímetro de uno- recuerda a ciertos fines de año de la infancia de quien escribe. Transcurrían a metros de una estación de bomberos voluntarios. La noche de 31 y la larga tarde del 1ero. eran sobre todo la espera del sonido de la sirena. Incendios pirotécnicos, fuego devorador en los barrios, llamaradas y desgracias. La diferencia entre todos los testigos de cada sirenazo era el sobresalto, cuán alarmante era la alarma para casi todos versus cuán familiar, íntima e inextinguible era para quienes sobrevivíamos incinerados. Hoy, a los sobresaltados por el fuego ajeno, el mundo pandémico los busca: quiere saber si tienen la capacidad de soportar la pérdida de un modo ignífugo de estar en la vida. 

FT

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