Argumedo, la socióloga rea que estuvo en todas partes

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Los libros y los ensayos de los mejores intelectuales quedan: los releemos, los citamos, nos ayudan a comprender tantas cosas. Pero Alcira Argumedo  representaba algo más: tenía una forma única de estar en los lugares y con las personas. 

Dos escenas se me arman de inmediato cuando me entero de su fallecimiento. Alcira en un aula del viejo edificio de Ciencias Sociales, el de Marcelo T. de Alvear. Hasta hoy, cada vez que paso por esa vereda, que fue la mía durante años, miro hacia adentro. Para quienes necesitábamos quedar a salvo de una decepción, Sociales fue eso que una película llamó “un lugar en el mundo”. Y ni qué hablar para mí, que llegaba tras un fallido paso por Derecho, una facultad con el aire íntegramente viciado por la época, con titulares de cátedra y adjuntos a los que directamente no vi ni una sola vez, y con UPAU (la agrupación de ideas neoliberales vinculada con la UceDe) que había ganado las elecciones. Entonces me fui a estudiar Sociología para transitar durante varios años un maravilloso desborde cotidiano en una facultad sin un milímetro de espacio libre: rebalsada de ideas, paneles y charlas-debate, panfletos y asambleas, activismos de todo tipo, momentos grotescos que me hacen reír hasta hoy porque uno se queda efectivamente en los lugares donde fue feliz. Y un conjunto de profesores inolvidables: Argumedo, Horacio González, Rubén Dri, Emilio De Ipola, Ricardo Sidicaro, Susana Murillo, Suana Torrado, Fortunato Mallimaci, Waldo Ansaldi y Patrica Funes. Y son más. Ellos estuvieron en las aulas, sin especulaciones. A Alcira la veíamos en todas partes, sufría casi un acoso estudiantil porque la necesitábamos. 

La escena que me guardo para siempre es la de ella en la 201 (por poner un número de nuestra jerga que no es otro que el número de una aula). Cuatrimestre tras cuatrimestre, hablando a los estudiantes con su voz un poco ronca, reteniendo para muchos de mi generación las voces de América Latina. En el aula desafiaba cualquier formulación solemne o superficial pero sonreía con picardía o ternura si registraba que alguien se había sentido intimidado. Tenía una gestualidad un poco rea, una peronista callejera que no compró los modos academicistas ni las formulaciones sin contenido. Llana y profunda. Albertina Carri compartió ayer un testimonio conmovedor y bellísimo y nos contó su último grito: “Anoche mismo, cuando el duelo final estaba suspendido por esas pocas horas que habían vaticinado hasta la despedida, se despertó del sueño de la morfina y gritó ¡Viva Perón! creyendo que estaba del otro lado. Me regaló la última carcajada”.

Murió Alcira y explotaron los recuerdos. Las redes, los mensajes en watsap. Mi viejo siempre llama por teléfono; lo primero que me dijo: “Alcira y Carri en las Cátedras Nacionales fueron excepcionales”. Un compañero trajo esta frase de ella: “En las tradiciones de las clases subalternas no sólo existen sentimientos o intuiciones, sino herramientas de fundamentación capaces de cuestionar muchos de los supuestos que guían los saberes predominantes en la política y las ciencias sociales”. 

El primer mensaje que yo envié para alivianar mi tristeza fue a Luis Cáceres, dirigente del sindicato de familias ladrilleras (UOLRA). Luis responde con un mensaje muy sentido y me envía una foto en la que posamos los dos con Alcira y con Armando López, secretario de juventud de la UOLRA y obrero ladrillero que llegó con su familia desde Bolivia en 2006.  

El único vínculo directo que tuve con Alcira fue en dos charlas que compartí con ella y Horacio González y muchos trabajadores del sindicato. La escuchamos embelesados. La primera vez fue el 1 de marzo de 2018. Ella, Horacio y yo viajamos en un auto que consiguió el sindicato de ladrilleros hasta el camping de los trabajadores de la industria del cuero, cerca de Capilla del Señor. Hacía mucho calor y dejamos abiertas las ventanillas para bancar la temperatura. La jornada terminó con un asado para un centenar de personas, trabajadores ladrilleros de todas las regiones del país. En aquel recorrido, camino de ida, Horacio y Alcira, que hacía mucho rato que no se veían, dejaron atrás cualquier distanciamiento originado en la valoración de los años kirchneristas. Por origen y por sentido histórico no podía ser de otro modo. No quiero explayarme sobre un momento privado, por supuesto, pero qué invencibles son las amistades cuando cargan con la historia nacional en sus vidas cotidianas. 

Anoche leí tuits de Gabi Carpinetti y de Mariel Fernández, en el que contaron encuentros similares. ¿Cuántos habrá habido en su vida? Seguramente miles: Alcira no faltaba a la cita con los movimientos y los sindicatos. Le gustaba, es evidente, estar entre trabajadores, pensaba mejor en ese entorno y con esa interrogación, y era capaz de asumir el raid más sacrificado de los circuitos militantes con independencia de hora y lugar con tal de no perderse este tipo de mítines. Incluso cuando ya estaba muy enferma. 

La segunda vez que la vi fue en abril de 2019, en el stand Radar de los trabajadores la Feria del Libro, espacio de cultura organizado por la Intersindical CGT-CTA. Presentamos un libro contra el trabajo infantil realizado por la UOLRA. En el público había algunas niñas y niños de familias ladrilleras. Alcira tomó la palabra, los miró con ternura y dijo: “Yo sé que quieren divertirse ahora y esto puede parecerles un plomo pero tienen un mandato histórico ustedes tres, porque vos sabés que el abuelo de tu tatarabuelo combatió con San Martín y sabés que tu bisabuelo hizo el 17 de octubre, por lo tanto vos tenés un papel en la historia; ahora jodé un poco más pero ya te tenés que ir formando, y estas dos más grandotas también”. 

En su manera de decir ahí  está lo que Alcira representó y la causa de este vacío.