Opinión

El asesinato del Padre Mugica: certezas y dudas (y errores), una respuesta a Hugo Vezzetti

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Hugo Vezzetti es un referente destacado para varias camadas de investigadores e investigadoras del pasado reciente y los estudios sobre memoria en Argentina, entre quienes nos incluimos. Su obra atraviesa discusiones centrales sobre la lucha armada, la represión, el peronismo y la memoria, entre otras preocupaciones intelectuales. Nuestro respeto hacia su trabajo se expresa de diversas formas, aunque tal vez aquí preferimos destacar una: el uso que le hemos dado para nuestras propias investigaciones, siendo una fuente de inspiración inagotable. Esta respuesta crítica a su artículo sobre el asesinato del sacerdote Carlos Mugica, publicado el domingo pasado en este medio, surge de una voluntad de abrir algunos ejes de discusión, antes que de clausurarlos. Nuestra idea central es que cualquier análisis sobre los usos del pasado y la memoria debe sostenerse sobre bases históricas sólidas; en caso contrario, se corre el riesgo de que el intento se vea malogrado y lleve a equívocos. 

La nota de Vezzetti pone en un pie de igualdad la evidencia que existe sobre la autoría del crimen del padre Mugica por parte de la Alianza Anticomunista Argentina (Triple A) con las conjeturas (y errores diversos que mostraremos) que lo vinculan a Montoneros. En efecto, se afirma que “sobran los testimonios y las intervenciones que adjudican el crimen a Montoneros o a la Triple A”. No obstante, es fundamental hacer una valoración detallada de esas fuentes. Volvamos a la coyuntura de los acontecimientos. Es cierto que el asesinato de Mugica, ocurrido un 11 de mayo de 1974 mientras salía de oficiar una misa en el barrio porteño de Villa Luro, quedó envuelto en el misterio desde el primer momento. Ninguna organización o persona se lo atribuyó y tampoco se pudo dar en ese entonces con los autores materiales.

¿Quién mató al sacerdote? Los últimos meses de Mugica habían sido testigos de su ruptura con José López Rega y del alejamiento del Ministerio de Bienestar Social en agosto de 1973, donde solía trabajar como asesor. Para mayo de 1974, cuando era evidente la ruptura de Juan D. Perón con Montoneros, se sumaron las desavenencias con la organización guerrillera peronista respecto a sus intentos de continuar la lucha en el marco de un gobierno constitucional. Producido el asesinato, desde la revista El Caudillo de la Tercera Posición, que oficiaba de vocero ideológico de la Triple A y otros sectores de la derecha peronista, sostenida materialmente por López Rega, se echó a rodar desde el primer momento la versión de que los responsables de su muerte habían sido los Montoneros.

La “hipótesis montonera” se fundamentaba en el desencuentro que Mugica tuvo con la organización guerrillera por la continuidad de la lucha armada bajo un gobierno constitucional y peronista. Sin embargo, las fuentes de esa hipótesis no superan el ámbito de las conjeturas que circularon en la época. Como plantea el mismo Vezzetti, existen testimonios de conocidos de Mugica que manifestaron la preocupación del sacerdote de sufrir una potencial agresión por parte de Montoneros, en especial tras la “ruptura” de éstos con Perón al iniciar mayo de 1974. El problema está en asumir que tales declaraciones ofrecen una verdad ipso facto. No es lo mismo recuperar los dichos de Jacobo Timerman o los posteriores de Antonio Cafiero, para ilustrar las sospechas que había en ciertos círculos políticos respecto de la autoría montonera que sostener, como lo hace Vezzetti, que en la palabra del dueño del diario La Opinión se encuentra la evidencia irrefutable de que a Mugica lo mató la guerrilla peronista, solo porque se asume que la conducción nacional montonera no podía ser ajena a las supuestas amenazas.

Veamos qué ocurre cuando nos enfocamos en la “hipótesis de la Triple A”. En la nota de Vezzetti, se le presta poca atención al conflicto sostenido por Mugica cuando trabajó como asesor en el Ministerio de Bienestar Social a mediados de 1973. Sin embargo, se trata de un punto clave para entender qué fue lo que pasó. El motivo de las desavenencias con el todopoderoso ministro López Rega tenía que ver con la ambición de éste de captar de forma clientelar a la población villera con su política de reasentamientos, contraria a la postura de Mugica de hacerla partícipe activa en la edificación de las nuevas viviendas. Frente a su renuncia a las asesorías, López Rega lo acusó de querer estafar al gobierno, a lo que el padre respondió refiriéndose al ministro como un individuo necesitado de “adulación y servilismo”.

De acuerdo con Martín de Biase, biógrafo de Mugica y una de las fuentes de consulta de Vezzetti, a partir de ese momento el sacerdote empezó a recibir amenazas de muerte. La más conocida había sido emitida en diciembre de 1973 desde las páginas de El Caudillo de la Tercera Posición, en donde se le acusó de “adoctrinar mentes cristianas al servicio del marxismo y ser apóstol de la violencia armada”. Resulta llamativo que tal documento esté ausente en la nota de Vezzetti; aunque más llamativo es que, para argumentar la posible responsabilidad de Montoneros, menciona un artículo de la revista Militancia Peronista para la Liberación, que según él “respondía a la organización”, donde colocaban al sacerdote “en la cárcel del pueblo”. El problema es que esta publicación no pertenecía a Montoneros, sino que estaba vinculada al Peronismo de Base y era dirigida por Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Duhalde, siendo cada vez más crítica del gobierno peronista y también de Montoneros. Además, el hecho de figurar en la sección “cárcel del pueblo” no equivalía a una sentencia de muerte en absoluto: del relevamiento de todas las figuras que se nombran allí se desprende que el único asesinado de la lista fue Mugica. Aun si consideráramos que Militancia hubiera sido una revista de Montoneros, de todas formas no podríamos encontrar allí la prueba de la autoría del asesinato por parte de esta organización: más bien hallaríamos lo contrario, a saber, que las personas nombradas en realidad no fueron atacadas, por lo que se debería suponer que las balas provinieron de otro lugar. 

Este no es el único error que sostiene Vezzetti en su artículo. Extrañamente, se advierte desde el inicio que “si el asesinato no está esclarecido es porque nunca se ha hecho nada, desde la justicia y el Estado, en los muchos años de gobiernos peronistas, para esclarecerlo”. Y más tarde, el autor agrega: “Dado que la investigación ha sido nula o deficiente, sólo caben las conjeturas”. Como historiadores especializados en historia reciente, sus frases nos resultan bastante desconcertantes. ¿Ignora acaso Vezzetti que sí hubo un esfuerzo decidido por esclarecer el asesinato de Mugica, puntualmente a partir de la reapertura de la causa judicial de la Triple A en 2006, bajo el gobierno de Néstor Kirchner, es decir, un gobierno peronista? Por instrucción del juez Norberto Oyarbide, los crímenes de la Triple A fueron considerados de “lesa humanidad” e imprescriptibles. Esta resolución permitió incorporar el caso Mugica a los incidentes que investigaba la causa, pese a la muerte de sus implicados directos, como López Rega, fallecido a fines de los años ochenta. La reapertura de la causa estuvo acompañada por la detención a fines de 2006 de Rodolfo Almirón, viejo custodio de López Rega en Bienestar Social y miembro de la Triple A que participó en el atentado que acabó con la vida del sacerdote. Aunque Almirón murió en prisión en 2009, el crimen continúa entre las imputaciones a los procesados en los últimos años por la Triple A.

La ausencia de una condena judicial parece habilitar a Vezzetti a revisitar la muerte de Mugica a partir de interpretaciones sesgadas. Esto resulta interesante, ya que realiza una lectura contrafáctica sobre la culpabilidad de Montoneros como una verdad comprobada, basado en un enfoque muy problemático: una hipótesis que confunde supuestos con evidencias y que se construye a partir de un manejo de datos de forma selectiva y a conveniencia, lo cual termina forzando sus argumentos hasta hacerlos difíciles de sostener, más en comparación con las evidencias históricas y judiciales que corroboran la responsabilidad de la Triple A en el crimen. 

El testimonio más fehaciente de la autoría de la Triple A (incorporado a la causa judicial) pertenece a Ricardo Capelli, amigo de Mugica que estuvo presente en el momento de su asesinato, logrando sobrevivir a pesar de recibir varios tiros. Capelli identificó a Almirón como el autor de los disparos, gracias a que tanto él como Mugica lo conocían de visitar el Ministerio de Bienestar Social por las asesorías. Sin embargo, guardó silencio sobre el hecho y fue víctima de un hostigamiento basado en amenazas de muerte a su familia, el cual logró sumirlo en el miedo hasta la década de 1990, cuando finalmente aportó su testimonio a la justicia y la sociedad.

Este dato pone en serias dudas la conjetura de Vezzetti sobre la posibilidad de que “en el instante último, cuando daba la vida por su causa, el Padre Mugica no supiera de dónde partían las balas”. En realidad, si se trata de hacer aseveraciones de este tipo, tenemos mayor cantidad de elementos para suponer que, al igual que Capelli, el padre también pudo haber visto a Almirón al momento de recibir la ráfaga de ametralladora, por lo que sí debió saber “de dónde partían las balas”. Los ejercicios contrafácticos sin sustento empírico alguno están lejos de contribuir al mejor conocimiento de la historia: en este caso, solo sirven para confundir y sembrar dudas sobre un hecho sobre el que tenemos importantes certezas: por ejemplo, el autor. 

Los errores, voluntarios e involuntarios, están conectados con la historia del crimen de Mugica desde el comienzo. Producido el asesinato, la Policía Federal se encargó de entorpecer la investigación de oficio, en consonancia con las amenazas contra el sobreviviente Capelli y la campaña de confusión y desinformación lanzada por El Caudillo. La fuerza realizó un identikit del asesino, presentándolo como un hombre joven y solo con bigote. Sin embargo, la prensa de la época entrevistó a varios testigos del crimen, quienes mencionaron que el ejecutor era “un hombre con bigote y barba espesa”, perfil que se ajusta con las imágenes de época que poseemos de Almirón. A la luz de lo que sabemos hoy, resulta claro que la policía trató de encubrir los hechos: esto no debería sorprender a nadie, ya que en ese momento quien estaba a cargo de la Policía Federal era Alberto Villar, miembro destacado de la Triple A.

La Triple A asesinó a Mugica con el objetivo de asestar un golpe a Montoneros. A la fecha del crimen, la organización paraestatal peronista todavía era desconocida para la mayoría de los argentinos; en cambio, los desencuentros de Mugica y Montoneros eran de conocimiento público. La Triple A aprovechó la situación y perpetró el asesinato sin reivindicarlo para que las sospechas cayeran en la guerrilla peronista, debilitada en su legitimidad a raíz del enfrentamiento con Perón (no hay casualidad en que la fecha del atentado aconteciera días después de la expulsión de Montoneros de Plaza de Mayo). El golpe pretendió difamar a la guerrilla y quitarle respaldo social de otros colectivos disidentes y los sectores populares, cuestión lograda con relativo éxito: los sacerdotes tercermundistas del Gran Buenos Aires cortaron relaciones con Montoneros –al menos con su conducción–, el trabajo de base en las villas se retrajo y ex militantes de la conducción nacional montonera han reconocido los estragos causados por la difamación.

En este sentido, es importante decir que quien “arrasaba con el trabajo social o político que se desplegaba en los barrios y las villas” era la Triple A de manera deliberada y no, como dice Vezetti, “una guerra civil entre peronistas”. Además, expresar que hubo una “guerra civil” implica equiparar dos actores muy diferentes en recursos, medios y características: Montoneros, una organización político-militar no estatal, y la Triple A, una organización paraestatal represiva que se articuló desde un ministerio, con fondos y funcionarios públicos y miembros de las fuerzas de seguridad. El uso del concepto de “guerra civil” impide recurrir a otros que ayudan a comprender mejor ese pasado y que restablecen la asimetría de fuerzas, algo que para la historiografía actual es un punto de consenso básico: lucha armada, represión y terrorismo de Estado. 

¿Corresponde hablar de terrorismo de Estado para el año 1974? No está demás señalar que el terrorismo de Estado no empezó en marzo de 1976, sino antes, como el propio Vezzetti lo dice en varios de sus trabajos. Ahora bien, existen diferentes puntos de partida, ya que se trató de un proceso complejo, que no se somete a las simplificaciones cronológicas. Por ese motivo, una serie de investigaciones, como las de Pablo Scatizza, por ejemplo, colocan a la Triple A y su accionar como uno de los puntos posibles de inicio.

El asesinato de Mugica por la Triple A alimentó la confusión y la discordia entre los actores de izquierda de la época. Ahora bien, la manipulación de la verdad detrás del hecho de sangre fue elemental para el escuadrón paraestatal y la derecha peronista en general, que capitalizaron la muerte del cura para extender las difamaciones a otros actores y legitimar el crimen dentro del marco de la “guerra contra la subversión”. La Triple A produjo algunos afiches infamantes contra Mugica, quien fue representado como un “cura guerrillero” víctima de la violencia que supuestamente ayudó a engendrar. Esta propaganda cuestionó el status de mártir de las causas populares que le dieron los villeros, justificando su muerte en el entendido de que fue un apologista de la violencia, interpretación totalmente alejada de su historia de vida.

Al momento de ocurridos los hechos, la derecha peronista promovió dudas sobre quiénes fueron los autores del crimen de Mugica. El enigma se alimentó del silencio de los autores y las maniobras para lanzar la culpa sobre Montoneros. Llama la atención que a más de cuarenta años del asesinato de Mugica, de lo demostrado por la justicia argentina, de lo sostenido por el sobreviviente Capelli y de lo que exponen las últimas investigaciones históricas, Vezzetti se acerque al discurso de dirigentes políticos como Patricia Bullrich o periodistas como Ceferino Reato para volver a apuntar contra Montoneros. 

La equiparación de la evidencia dispar de la Triple A respecto a Montoneros sobre la autoría del crimen de Mugica se entrelaza con otra equiparación que recorre toda la nota: la de ambas organizaciones. Sin embargo, esto no es algo nuevo y lejos está de implicar una lectura crítica de la narrativa sobre ese pasado, tal como se propone la nota. Por el contrario, Vezzetti está reproduciendo un sentido de época (estudiado por Marina Franco para los años 1973-1976, por ejemplo): la interpretación de la violencia política y la represión como el producto de una matriz polar de “extrema izquierda” y de “extrema derecha”, asociada a una lectura en clave bélica de los conflictos políticos, hablando justamente de “mitos e historia”. Esta forma de abordar la coyuntura de los años setenta democráticos fue muy común entre un amplio espectro de actores: desde la guerrilla, hasta los militares, pasando por la dirigencia sindical, empresarial y política. También fue una de las claves sobre las que se asentó la última dictadura militar (1976-1983) para legitimar el golpe de Estado.

Los errores históricos y conceptuales que señalamos llevan a Vezzetti a incluir a Montoneros en la escena de un crimen que la organización no cometió y a recurrir a interpretaciones binarias de la violencia que no se condicen con el análisis histórico, sino más bien con una interpretación nativa, es decir, propia de los años setenta. En Sobre la violencia revolucionaria: memorias y olvidos (Siglo XXI Editores: 2009), un texto que se ha convertido en un clásico rápidamente, Vezzetti llama “a desconfiar de la memoria y remitirse a las fuentes” (p. 83. Las cursivas pertenecen al texto original). No podemos más que acordar con él: aquí no hemos hecho otra cosa más que seguir su consejo. 

EP/JLB/CDT