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Los cuadernos de otoño

Con una ayudita de mis amigos

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La persona más importante de mi vida se llamaba Bruno Vigano. Era italiano y había combatido en la Segunda Guerra Mundial. Estuvo en la ciudad de Nápoli cuando la peste hizo un desastre ahí y tuvo que defender un edificio sitiado durante días. Manejaba una metralleta. Antes de la guerra había estudiado Bellas Artes y se había afiliado al partido comunista, igual que su padre. Tenía un abuelo materno al que amaba. Tanto Bruno como su hermano Ezio estaban en la guerra. Un día –me contó él que le contó su madre- el abuelo –que ya había muerto-  se le apareció en sueños a su madre haciéndose el nudo de una corbata y la madre le preguntó para qué se vestía así en un día de semana. El abuelo le dijo: “Es que hoy vuelven Bruno y Ezio de la guerra”. Y así fue, por la tarde, los familiares de Bruno escucharon en la radio que ambos estaban desmovilizados y volvían. Un poco antes, en el medio de la guerra, Bruno se perdió de su batallón y se encontró con unos obreros sicilianos que estaban comiendo al sol. Me dijo que no entendía en el dialecto que le hablaban, pero eran generosos y le compartieron la comida. Una ensalada hecha con sardinas, roquefort, tomate y cebolla. Bruno viajó a Argentina después de la guerra y se hizo muy amigo de mi padre, tanto que terminó viviendo en mi casa y fue mi padrino. En los veranos, comíamos esa ensalada genial. 

Cuando entré a Filosofía conocí a Juan Doglioli. Estábamos en el mismo práctico de Carpio, en introducción a la filosofía. Muy poca gente va a filosofía para estudiarla, por lo general van para que los escuchen hablar en clase y para tener sexo. Juan me enseñó dos cosas, y aunque nunca lo volví a ver, no puedo olvidarme de su nombre ni de su cara. Cada vez que yo rompía un noviazgo, quedaba apesadumbrado y me convertía en una persona que no podía estar solo. Me pegaba a los demás para no verme obligado a tener que pensar y sufrir. Juan me dijo que eso era gastar a la gente que querías y que te la tenías que bancar solo. Hay personas que son medio Excel Rose, arman un excel para tener todos los días ocupados con cosas y no soportar el aburrimiento que, muchas veces, suele ser muy productivo. 

Desde que Juan me “retó”, dejé de hacerlo. Si estoy mal, estoy solo. Y cuando quiero estar con alguien, no es para cubrir un vacío. La otra cosa que me enseñó fue a cocinar un guiso de lentejas genial. Lo vi hacerlo en un campamento que hicimos con compañeros de filosofía en un camping de Tandil: puerro, cebolla, morrón verde y rojo, zanahorias, papas, ajo, aceite de maíz u oliva, tomate triturado, y por fin las lentejas sin dejarlas en agua la noche previa. También le podés meter carne cortada o salchichas parrilleras. A fuego lento. 

Muchas veces no te interesa lo que desea una persona, pero sí te gusta cómo desea. Percibir esa potencia en el otro, te emancipa. Mi amigo Adri es una de esas personas que tienen ese deseo magnético. Creo que rápidamente identificó que quería hacer en su vida –música- y logró unirla a otros de sus placeres, la lectura voraz de textos imposibles, plasmando esa mezcla en letras de canciones perfectas. Una vez me dijo una frase que me quedó grabada: “La angustia es una señal que emite el cerebro cuando salís de las zonas de confort”. Cuando me separé, y sufrí un profundo dolor, él me acompañó mucho. Pasaba tardes en el estudio donde grababa su música con su banda, o juntábamos a los hijos de ambos en su casa. Una de esas veces, creo que para uno de sus cumpleaños, preparó este plato sencillo: cocinó en el horno una morcillas y después las abrió al medio y las regó arriba con palta, tomate y cebolla morada 

Cuando alguien te enseña cómo cocinar un plato, tal vez te esté enseñando otra cosa

Cuando digo el Coronel, la gente piensa que estoy hablando de un militar retirado. Pero no, es una de mis grandes amigas. Le decimos el Coronel porque hace muchos años era manager de una cantante de rock y bromeando con el Coronel Parker que representaba a Presley, la empezamos a llamar así. Mis hijos le dicen “Coro”. Es otra de esas personas que suelen poner todos los jugadores en el campo contrario. Teniendo una infancia compleja y dura, no se detiene mucho a lamentarse por la suerte que le toca. A su manera, practica lo que Nietzsche denominó el amor fati, es decir, el amor por nuestro destino, que se puede traducir como no ser un llorón. Una noche en su casa me enseñó a hacer croquetas de acelga. Mientras ponía música en un pequeño aparato rojo, rehogaba la cebolla y el ajo en una sartén. Después lavaba la acelga, la secaba y la cortaba bien finita. En un bol metía dos o tres huevos, los batía y ahí tiraba la acelga, y le unía la cebolla y el ajo. También le agregaba queso de rallar, sal , pimiento, ají molido y, muy importante: harina leudante para que le dé espesor a la mezcla y uno con una cuchara pueda ir sacando pequeñas bolitas para arrojar en el aceite hirviendo. 

Cuando alguien te enseña cómo cocinar un plato, tal vez te esté enseñando otra cosa. En El Padrino (1972, Coppola) Peter Clemenza le enseña a Michael Corleone cómo cocinar los spaguettis. Recordemos: acaban de atentar contra el Don y los Corleone se hallan escondidos y en guerra. Michael está a punto de tener la conversión que lo va a llevar a asumir su destino y Clemenza le dice, antes de explicarle la receta: “Nunca se sabe cuándo vas a tener que cocinar para veinte”. Y esa pregunta se va a encarnar en Michael porque en poco tiempo iba a tener que cocinar para todo el clan, pero no comida, sino estrategias que le permitan seguir parando la olla en medio de las familias de la Cosa Nostra. Santino, más afín a la comida rápida, no escucha a Clemenza, y así le va a ir. “Tratá de que no se te peguen las cosas”, dice Clemenza revolviendo con una cuchara. Y repite el mantra ancestral: “Ajo, aceite, y al final echas tomate y salchichas y albóndigas”. 

Estamos en una terraza al sol, mi amigo Rucho hace un asado con una velocidad inusitada, prende el fuego con la simpleza mecánica en que prendemos un Zippo y puede manejar dos bandejas a la vez, como un Dj: la parrilla de verduras y la de la carne. Todo le sale siempre perfecto y en el punto justo. De esta manera desmiente la idea de que el asado debe hacerse despacio. Cuando era joven vino de su pueblo –Ameghino- para trabajar de mozo en una parrilla de Puerto Madero, lo hizo durante diez años. A la par empezó a estudiar actuación y ahora se gana la vida haciendo tiras televisivas y películas. Creo que es su origen proletario el que le da el gusto al asado que hace: es el que olemos, de pasada, en las obras en construcción. 

FC

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