Basta de distopías
El mercado de distopías está saturado. A la plétora de ficciones y no ficciones sobre el tema que se apilan en Netflix y El Ateneo hay que sumarle cierta infección distópica de la imaginación. Según Google Trends, las búsquedas del término “distopía” en castellano se duplicaron en todo el mundo a partir de 2020. En inglés, “dystopian” ya venía con un promedio de búsqueda alto pero alcanzó su pico entre marzo y abril del año pasado, con Australia y Nueva Zelanda a la cabeza. Aunque las estadísticas incluyen también a una cervecería de ese nombre en Tacoma, Washington: “When we opened Dystopian State Brewing Co., we wanted to create a place for families and friends in our community to gather and share the joy of great beer”, dice la web del bar, y uno se pregunta si le habrán pegado una ojeada al diccionario Merriam-Webster antes de abrir. En ruso y en chino el término equivalente tuvo su pico de búsqueda durante 2018 y desde entonces descendió. Otro signo de que la fe occidental en el progreso está viajando hacia el Este.
Esta inflación del distopismo corre el riesgo de vaciarlo de sentido. Un posible origen de las distopías son los debates filosóficos clásicos sobre la corrupción de los gobiernos y el origen del despotismo. Desde Aristóteles hasta Atwood, pasando por el inevitable Orwell, las distopías estaban para advertir, su eficacia funcionaba desde el futuro hacia el presente. La distopía estaba en el horizonte, servía para evitar el camino que nos conduciría a ella.
La sensibilidad contemporánea, en cambio, parece encontrar distopías en cada rincón de la casa: en la violencia y marginalidad urbanas y en la app que adivina nuestros gustos; en la pandemia y en las medidas que buscan prevenirla; en una sociedad que obliga a las mujeres a parir y en una ley que condena a los fetos a morir; en un capitalismo gobernado por corporaciones y en un Estado “comunista” que controla las tasas de interés y nos prohíbe fumar en un bar. Si todo es potencialmente distópico la advertencia ya no funciona. Deja de estar clavada en el horizonte como un cartel de peligro y se diluye entre nosotros, se vacía de futuro para ser una rutina. Encontrar distopías en los cuatro puntos cardinales nos fija en donde estamos. El distopismo actual es una manera de ser conservadores pero con crispación revolucionaria.
La distopía son los otros
La distopía deja de ser una marca de tiempo (futuro) para ser una marca de lugar: los otros. Pero quizás eso no sea tan nuevo. En un libro reciente, Dystopia: A Natural History. A Study of Modern Despotism (Oxford University Press, 2017), el historiador Gregory Claeys busca el origen de las distopías ya no en la historia de las ideas políticas sino en la prehistoria de una emoción fundamental: el miedo. Puntualmente, el miedo a los otros, “los mecanismos para el aislamiento de los grupos ‘enemigos’ y su identificación como ‘otros’ esencialmente diferentes y opuestos a ‘nosotros’”. Claro que esos otros fueron variando con el tiempo: el antiguo temor a bárbaros, paganos y herejes dio lugar a todo un catálogo de monstruos, demonios y brujas; con la modernidad llegaron las multitudes, las revoluciones, la psicología de masas y las distopías colectivistas.
No nos asusta tanto el despotismo como la sociedad que lo hace posible. Para Platón la corrupción de la raza gobernante conducía a las dos peores formas de gobierno: la democracia y la tiranía; para Tocqueville, detrás de la guillotina y el Terror había una imparable marea igualitaria que sólo los Estados Unidos habían logrado atajar, a fuerza de leyes y parroquialismo. Según Neil Postman, 1984 nos hizo temer la violencia de un Estado totalitario pero, aún antes de que cayera la URSS, Occidente le dio la razón a Un mundo feliz: una sociedad gestionada por la tecnología y embobada por el entretenimiento.
¿A qué sociedad le tememos hoy? Veamos nuestras distopías: desde el ciberpunk en adelante, el poder opresivo no está en el gobierno ni en las muchedumbres sino en las redes. No solo en las redes sociales, ese villano fácil para la crítica apurada. En las redes terroristas que confunden civiles y combatientes, en las redes de trata y narcotráfico que confunden a policías y delincuentes, en las redes clientelares que contienen a la marginalidad a costa de reproducirla, en las redes de favores y complicidades que reptan en los sótanos del Estado, en las redes de trolls y noticias falsas; en las redes de vigilancia que hace posible la digitalización de la vida y el poder de las big techs. La desautorización de las instituciones nacionales, la segmentación de las identidades, y la web como nuevo espacio gregario transformaron al mundo en un mosaico de telarañas que nos conectan y exponen a cualquier cosa, y no obedecen ley alguna.
Las redes no son tiranos en castillos, ni masas enfurecidas, ni bárbaros tras las murallas, pero reponen de manera ubicua al ojo del dictador, la anarquía de la plebe desatada y la invasión por extraños. Nunca terminamos de verlas ni de combatirlas: el jefe narco puede caer preso, el mal gobernante perder las elecciones y la pandemia vencerse con una o cinco vacunas, pero nos queda la sospecha de que en la sombra persiste el retículo que los hizo posibles y que los hará posibles otra vez. Las redes trascienden a lo humano: nos conectan con virus y criptomonedas, con algoritmos y contaminación. La sociedad siempre tuvo redes (el historiador Zacarías Moutoukias las estudió en el contrabando colonial criollo, por ejemplo) pero hoy, más que la barbarie extramuros, el Estado despótico o la rebelión de las masas, el nido de nuestros temores es ese tejido inasible de personas y cosas.
Por un pensamiento antidistópico
En su largo y lúgubre libro, Claeys olvida que cada temor histórico fue conjurado a su debido tiempo: el universalismo cristiano incorporó a los bárbaros; el secularismo ilustrado disolvió a demonios y herejes; el constitucionalismo liberal atajó despotismos; y el sufragio universal y el bienestarismo contuvieron a las masas. A la distopía la vence la teoría… hasta la próxima distopía.
¿Qué teoría necesitamos hoy? El análisis de redes existe como ciencia social desde los años ‘30 pero en las últimas décadas se enriqueció con el aporte heterogéneo de gente como Bruno Latour, Manuel DeLanda, Timothy Morton o los estudiosos de la obra de Alfred Whitehead y Gilbert Simondon. Todos ellos entienden a la sociedad como un conjunto de personas humanas y no humanas (algoritmos, bacterias, máquinas, humedales) que actúan ensamblados en redes que pueden formar una empresa, una pandemia, una ciudad, etc. En Argentina, el colectivo m7red diseñó en 2011 QPR, una plataforma online para relevar datos ambientales y sociales del Riachuelo y mapear a todas las redes que atraviesan su cuenca: el agua, los vecinos, los basurales, las villas, las fábricas y su contaminación, una filigrana de relaciones que escapa a Google Maps y a los 15 intendentes que gobiernan la zona.
Nos tocaron, una vez más, tiempos interesantes que no se dejan gobernar ni entender por las instituciones e identidades tradicionales. Podemos llorarlos como “distopías” o encararlos con un pensamiento nuevo, que deje de buscar respuestas en el Estado, en el lenguaje o en una versión lacrimógena y purista del humanismo y que se atreva a seguir las redes, a ver adónde nos llevan.
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