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Opinión
La hora de los fierros

Una foto de 2013 de la agencia geospacial de inteligencia del Departamento de Estado.

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Ha sonado otra vez, para bien del mundo, la hora de los fierros. Durante años los animadores de Silicon Valley nos vendieron un futuro inmaterial: industrias sin chimeneas, autopistas de la información, economías del conocimiento, un planeta sin fronteras. La ilusión duró un rato. Pronto los conflictos nos recordaron que hay petróleo, escasez, pueblos fumigados, vacunas, tierras raras y ciudades inundadas. Reality bites. No se trata de que estas materialidades nieguen el impacto de la digitalización. La experiencia de 2020 demostró que materialidad (virus, encierro) y virtualidad se enredan hasta formar un nuevo y único entorno. Mariano Zukerfeld mapeó los estratos de la digitalidad desde la infraestructura física y el hardware, hasta el software y las plataformas. Las fotos de Trevor Paglen y la hoy en boga «arqueología de los medios» (Kirschenbaum, Parikka y el legendario Friedrich Kittler) se ocupan de la materialidad que hace posible al mundo virtual: cables, servidores, baterías, desechos. Dos libros recientes de autores argentinos invierten el ángulo y encaran la materialidad que el mundo virtual hace posible. Reality bytes

Tecnoceno es la concepto que eligió Flavia Costa para titular a su libro (Taurus, 2021) y para designar a esta «época en la que, mediante la puesta en marcha de tecnologías de alta complejidad y altísimo riesgo, dejamos huellas en el mundo que exponen no solo a las poblaciones de hoy, sino a las generaciones futuras». Una era marcada por la aceleración de las dos tendencias que definen a la Modernidad: la tecnificación y la politización de la vida. 

Según Costa, que difundió y tradujo buena parte de la obra de Giorgio Agamben, la digitalización es un nuevo capítulo de la biopolítica: esa forma moderna de poder centrada en la administración de los cuerpos biológicos. Hacer vivir o dejar morir. Michel Foucault rastreó la biopolítica desde el siglo XVIII, sus continuadores (Agamben, Esposito) se concentraron en el siglo XX. Para Costa la biopolítica se amplía y transforma en el siglo XXI gracias a la posibilidad técnica de escalar y cruzar datos biométricos y conductuales, el viejo registro dactilar y la nueva huella digital.  Ese cruce inédito permite descifrar y controlar información sobre comportamiento, complexión física y sensibilidades tanto de individuos como de poblaciones. 

En 2015 Martin Hilbert calculó que la cantidad de información digitalizada disponible era de 5 zetabytes (un 5 seguido por veintiún ceros). Durante 2020 se unieron a alguna plataforma 1,3 millones de personas por día. Hoy el 54% de la población mundial emplea alguna red social. El parque tecnológico que nos envuelve permite capturar datos de cada uno de nosotros, fundirlos en un mazacote estadístico y retornarlos a un individuo redefinido como perfil de targeting, que va desde un potencial cliente hasta un posible terrorista. El procesamiento de datos permite incluso reconstruir un individuo allí donde no hay identidad: el ADN de un chicle masticado o un sorete de perro en la vereda para identificar al infractor. 

La posibilidad de reconstruir a un individuo no es menor. Históricamente, la biopolítica consistió tanto en la gestión de los cuerpos como en la definición de una subjetividad: establecer quién (y qué) es «loco», «hombre», «enfermo», «niña»… La nueva biopolítica algorítmica, con su enfoque esencialmente cuantitativo, construye a un sujeto plano, del que es más importante predecir la conducta que comprender los motivos. No hay valores, ni significación, ni intereses, ni siquiera normalidad en los sujetos administrados por algoritmos: solo entidades huecas que hacen cosas computables. Según Costa esta subjetividad se explica por la filosofía neoliberal que parió al paradigma tecnológico actual (el marco legal que permitió comercializar los datos se definió entre 1992 y 1995): la necesidad de gestionar un sujeto transparente, optimizable y somático, es decir, mejorable en términos puramente físicos (fitness, psicofármacos, neurociencias). 

Tecnoceno es un libro informado y compacto que redondea una hipótesis clara y uniforme en menos de 200 páginas. Todo un logro en un sistema académico que mide su producción en papers y ponencias, donde pocos investigadores pueden sentarse a escribir un libro con tiempo. Hacia el final, la autora apunta unas propuestas políticas que no van más allá de cierto progresismo genérico (regulación estatal, democratización de las decisiones), incluyendo un escueto y algo inexplicable apartado sobre transhumanismo. La verdadera apuesta política de Tecnoceno está esparcida por todo el libro y anunciada en las primeras páginas: los artistas «pueden ofrecer imágenes novedosas hacia las cuales tender y así prefiguran lo que viene (...) Pueden cuestionar y desorganizar lo que es y entonces cumplen un papel crítico, diferenciador, creador de sentidos nuevos». Costa, que hace años dicta el seminario Estética, biopolítica, estado de excepción, se detiene en varias performances hacktivistas que denuncian o se apropian de las nuevas tecnologías. Queda flotando la duda de qué la lleva a pensar que los artistas y sus prácticas pueden sustraerse de una subjetividad algorítmica que aparentemente nos abarca a todos. ¿Cuánta inocencia puede tener una imagen o un sonido que inevitablemente será digitalizado?

La tranquera digital

«Así como la política procura a veces regular y otras estimular el desarrollo tecnológico, el arte desafía sus límites, permite imaginar nuevas realidades (pero, también, está encadenado a las dinámicas de lo técnicamente posible)», desliza Agustín Berti en alguna página de Nanofundios (La Cebra, 2022). Al igual que Costa, Berti habla de una nueva gobernanza que licúa datos para luego personalizarlos en un target. Al igual que Costa, Berti inventó una extraña palabra para titular a su libro y conceptualizar a su época. A diferencia de Tecnoceno, Nanofundios es un manojo de artículos que, aunque muy bien editados, dejan ver aquí y allá algunas redundancias y cierta dispersión. El concepto que los amalgama sería justamente el de nanofundismo: «la tendencia a la concentración de la cultura digital bajo la forma de una reterritorialización de los flujos de información en granjas de servidores», que Berti equipara a las haciendas y plantaciones coloniales, y a una clase rentista «que invierte, sin solución de continuidad, en semillas y bits».

La equiparación de internet con la tierra ya fue trabajada por Cédric Durand en Tecnofeudalismo. La propuesta de Berti es mucho más ambiciosa («el libro quiere rastrear algunos hilos conductores entre el agronegocio, las actividades extractivas, la producción industrial, las finanzas y la industria cultural») pero menos precisa: el concepto de nanofundio no tiene más desarrollo que esos anuncios del capítulo 0 y siete páginas al final del capítulo 3. El verdadero poder del libro está en su análisis de las transformaciones de la relación entre técnica y cultura.

Berti forma parte del grupo de filósofos de la técnica que introdujo la obra de Gilbert Simondon (1924-1989) a la Argentina, y dejó dos esfuerzos colectivos: Amar a las máquinas (Prometeo, 2015) y el monumental Glosario de Filosofía de la Técnica (La Cebra, 2022). La premisa es que no hay nada más humano que la técnica, que es la cultura misma. El pensamiento sólo se hace efectivo cuando se exterioriza en soportes diversos (palabras, escritos, herramientas). Esa exteriorización es la técnica. 

 «La cultura, en rigor de verdad, siempre fue algorítmica: la criba que separa las semillas de la maleza y el filtro electrónico que elimina el ruido de la señal son modos de conservación de la información, claro que a velocidades y escalas muy diferentes». En ambos casos se trata de tomar un padrón (una serie de datos homogéneos) y encontrar un patrón (que prediga acciones). La novedad de nuestra época es la emergencia de una infraestructura global de percepción que automatiza esa operación. Vivimos en un capullo digital que capta cada acción, orienta el flujo humano y detecta anomalías. Para Berti eso no es transhumanismo ni distopía, es cultura. 

El problema radica en el efecto que tiene ese entorno digital en la relación técnica-cultura. La digitalización no desmaterializa nada, solo acelera y comprime toda forma cultural hasta separarla de sus soportes previos (cds, papel, celuloide) y fagocitarla como contenido digital. El resultado es un flujo de contenidos que se administra mediante una infraestructura de redes, servidores, protocolos y leyes de propiedad intelectual. «Al final, la cultura no se volvió más libre, solo se codificó en inscripciones nanoscópicas y se aceleró a la velocidad de la luz, para ser cultivada y almacenada en las granjas de servidores de los tenedores de derechos de copia, las corporaciones rentistas que sucedieron a la industria cultural». Los nanofundios son los fierros del capitalismo para rentabilizar un flujo de cultura licuada digitalmente. Pero ¿qué cultura crean los algoritmos?

Profesor de Teoría Audiovisual en la Universidad de Córdoba, Berti se toma muchas páginas para describir la historia material de las imágenes y su estatuto en la era del streaming. Una idea recurrente es que las imágenes producidas o procesadas por la infraestructura digital no están solo para ser vistas. Algunas nos miran a nosotros: codificadas para administrar el flujo de atención, pueden referenciar a otros elementos y obrar en consecuencia. Otras ni siquiera son para nosotros. «En la época de las máquinas sensibles, estas imágenes, invisibles, hechas por máquinas para ser “vistas” por máquinas, constituyen el objeto de la percepción maquínica». Ya hay una percepción maquínica del mundo, se está produciendo cultura por fuera de la escala humana. «Tal vez la época de los medios glamorosos ya pasó de moda—escribió el citado Kittler en 1988—Las computadoras, aun cuando sus interfaces de usuario son cada vez más amigables a los sentidos, ya no son aparatos hechos a la medida del hombre». No hay inocencia en una imagen o sonido que inevitablemente será digitalizado.

Es difícil hablar del futuro: no está en ningún lugar, no existe aún. Solo disponemos de tendencias (datos del presente que podemos proyectar) e imágenes (construcciones estéticas de nuestras esperanzas y temores). Tecnoceno capta muy bien las tendencias pero confía demasiado en las imágenes para poder revertirlas. Nanofundios aporta una sana desconfianza en las imágenes realmente existentes. Ya no podemos imaginar inocentemente. Feliz Navidad. 

AG

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