Opinión

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Con esta columna concluyo la serie que forma con las dos anteriores, sobre lo que la pandemia nos está enseñando en referencia a la relación entre ciencia y capital. En la primera expliqué que las patentes tienen poco que ver con el progreso científico. Contrariamente a lo que suele imaginarse, casi siempre desalientan la innovación. En la segunda columna mostré otros modos en los que el afán de lucro limita, parasita, ralentiza o vuelve poco confiable la labor de los investigadores. 

Pero como toda crítica es más convincente acompañada de una alternativa, esta vez quisiera explicar los beneficios de mantener la ciencia fuera de la lógica del lucro. Desde hace algunos años se expande entre los científicos un movimiento en pos de una “ciencia abierta”. El término refiere a la propuesta de volver transparentes y de acceso público inmediato los aportes de los investigadores, tanto sus metodologías, como sus colecciones de datos y, por supuesto, sus conclusiones. Para el software, se traduce en desarrollos de código abierto que otros puedan intervenir y mejorar. La intención es quitar los obstáculos que hoy impiden o retrasan el uso de toda esa información por parte de otras personas: el secreto, la necesidad de pagar para acceder y, por supuesto, las patentes. 

Los beneficios de la ciencia abierta son bien concretos. Por un lado, está la velocidad con la que se comparte el saber y, con ella, la posibilidad de arribar más rápido a nuevos conocimientos. El caso del Covid-19 es un excelente ejemplo. Si la investigación sobre el nuevo virus hubiese seguido la lógica del secretismo y patentamiento de las farmacéuticas, no habríamos llegado tan rápido a las vacunas. Fueron científicxs de una universidad estatal china lxs que, a pocos días de reportarse los primeros casos de la enfermedad, lograron secuenciar el ADN del virus. Por suerte, inmediatamente subieron la información en un repositorio de acceso público. Esa información, a su vez, permitió que pocos días después científicxs estadounidenses pudieran establecer que el virus era de la misma familia que el SARS-CoV-1, ya conocido. También ellxs liberaron la información inmediatamente. Todo eso permitió que equipos en todo el mundo se lanzaran a investigar la enfermedad y sus tratamientos. Las universidades y revistas científicas acordaron liberar todo nuevo conocimiento sin demoras y sin costos. La urgencia de la pandemia impuso una lógica de compartir y cooperar que contrasta con la de tiempos normales. La OMS intentó, de hecho, involucrar a los laboratorios comerciales que se beneficiaron de todo ese trabajo colectivo en iniciativas del mismo signo contra el Covid, pero no encontró buena recepción. Este es uno de los numerosos ejemplos de esfuerzos colaborativos de ciencia abierta que generan conocimientos sorprendentes que permanecen en el uso público (a menos que se otorgue a alguien la potestad absurda de privatizarlos).

Por contraste, la expectativa de patentar un descubrimiento o de “llegar antes” con una publicación funciona, en tiempos normales, como incentivo para una cultura del secreto y la mezquindad entre académicxs. Una encuesta a casi 2.000 especialistas en genética y biología de los mejores laboratorios universitarios de EEUU permitió visualizar que cerca de un 40% había retaceado recientemente información sobre sus investigaciones a lxs colegas con los que trabajaban. ¿Quiénes fueron los que más lo hicieron? Quienes mantenían relaciones con empresas. Esa cultura del secreto significa, en la práctica, que el conocimiento circula con mayor lentitud. Pero además, vuelve el trabajo de lxs científicxs más ineficiente y económicamente más costoso. Quienes investigan en laboratorios públicos tienen decenas de historias en este sentido, de equipos que avanzan en un proyecto con el mayor sigilo, pensando en poder patentar su posible descubrimiento (o temiendo que otro se los quite y lo patente), sólo para enterarse en algún momento de que otro equipo, a veces en la misma dependencia, estaba en un proyecto igual, también en secreto, por los mismos motivos. Para el Estado o la universidad que financiaba a ambos fue una pérdida de dinero: pagó dos veces por lo mismo, duplicó esfuerzos y desperdició recursos. Contra irracionalidades como esa surgió el movimiento por una ciencia abierta, en el que hoy militan no sólo científicos y funcionarios, sino también algunas empresas que entendieron que la cultura del secreto y la propiedad sobre el saber les hace perder dinero. 

Un beneficio adicional de la ciencia abierta es que permite una apertura hacia la participación de las comunidades, los investigadores amateur o simplemente personas con ganas de colaborar. Se la llama “ciencia ciudadana” o “comunitaria” y alude a diversas formas de involucrar a las comunidades en la recolección e interpretación de datos y/o en la definición de las agendas de investigación. Mediante talleres, redes sociales u otras formas de contacto, miles de personas pueden cooperar con las investigaciones, aportando sus conocimientos locales o simplemente su trabajo voluntario. Diversos proyectos de ciencia ciudadana han permitido hasta ahora cosas tan disímiles como entender mejor las conductas de los animales, identificar nuevas especies o estudiar el cosmos. Un ejemplo interesante es el del proyecto Galaxy Zoo, que invitó a los ciudadanos de a pie a trabajar en la clasificación de galaxias a partir de fotografías tomadas por telescopios. La enorme cantidad de astros hacía inviable que astrónomos profesionales procesaran esa información, por lo que se convocó a aficionados a colaborar. Más de 250.000 se involucraron en el trabajo online, con la sorpresa de que no sólo clasificaron galaxias, sino que incluso descubrieron una forma nueva, hasta entonces desconocida por los científicos. La investigación participativa también se utiliza hoy en la batalla contra el Covid-19, por ejemplo mediante videojuegos como Foldit, una especie de rompecabezas 3D inspirado en el modo en que se pliegan las proteínas. Las decisiones que toman los miles de jugadores y sus resultados en el juego permiten a los científicos predecir cómo se comportan las proteínas en el mundo real, lo que aporta velocidad en el desarrollo de antivirales. 

Pero no se trata sólo de aportar velocidad. La ciencia comunitaria puede ser también una herramienta política de transformación, capaz de movilizar a las personas para generar conocimientos nuevos que desafían saberes aceptados, que visibilizan modos de opresión que no entraban en las agendas de las universidades o ponen en cuestión intereses que están en conflicto con los de otros sectores. En la Argentina se utiliza la ciencia ciudadana para una variedad de fines, entre otros, para avanzar en la investigación de la problemática del Chagas o en justicia ambiental en el Riachuelo

Los beneficios de abrir la ciencia son evidentes. Resta, sin embargo, encontrar la manera de garantizar que la apertura no termine beneficiando especialmente a los jugadores más poderosos. Como han advertido algunos científicos de países pobres, tal como están las cosas puede suceder que los datos y procedimientos liberados en el sur terminen siendo explotados económicamente en el norte y dando crédito a científicos de allí (incluso si, haciendo el balance, es posible que la ciencia del sur se vea comparativamente más beneficiada que la del norte si tiene un acceso más libre). Un punto más que requiere una intervención política para asegurar un desarrollo justo. Fruto de un esfuerzo acumulativo, colectivo y global, el conocimiento científico debe ser tenido como lo que es: un bien público mundial.