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Opinión

Cuando las grandes empresas financian a la ciencia

Sombras sobre la investigación científica

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Por todo el mundo se replica la indignación por las patentes que pesan sobre las vacunas y otros insumos médicos contra el Covid-19. Por sostener ese privilegio la pandemia durará más y una cantidad incalculable de personas perderá la salud o la vida. En mi columna anterior para elDiarioAR expliqué que la costumbre de patentar cualquier cosa, que se viene expandiendo desde hace varias décadas, tiene poco que ver con la lógica de la innovación o la del progreso de la ciencia. Es exactamente al revés: las patentes las vuelven más lentas o directamente las impiden. Pero el de las patentes es sólo uno de los ejemplos posibles de la influencia perniciosa que tienen los intereses corporativos sobre el desarrollo científico. Existen otros varios mecanismos por los que el afán de lucro limita, parasita, ralentiza o vuelve poco confiable la labor de los investigadores. Veamos algunos casos. 

Hace tiempo se conoce un efecto llamado “sesgo de financiamiento”, que explica que las investigaciones tienen una tendencia a arribar exactamente a las conclusiones que convienen a quien las financia. Y esto no necesariamente por deshonestidad de los científicos que participan, sino por un mecanismo psicológico elemental de reciprocidad. Devuelvo a quien me da. Un buen ejemplo es el de la investigación sobre los efectos del consumo de gaseosas con alto contenido de azúcar. Como la cuestión preocupaba, durante 15 años se acumularon 60 estudios científicos, sin embargo, extrañamente inconcluyentes. Un 43% no encontraba ninguna relación entre las gaseosas y problemas como la obesidad y la diabetes, mientras que el 57% restante sí. Pero el panorama se aclara bastante cuando se ponen en la ecuación las fuentes de financiamiento: resulta que el 100% de los estudios que no encontraban problema con las gaseosas habían sido patrocinados por la industria de las gaseosas o realizados por científicos que tenían alguna relación con ella. En sentido opuesto, sólo el 2,9% de las investigaciones que concluyeron lo contrario tenían vinculaciones de ese tipo. Un sesgo bastante claro.

La cuestión es doblemente preocupante porque no se trata de tal o cual investigación puntual. Ramas enteras de la producción se involucran regularmente en el financiamiento de los laboratorios y proyectos de las universidades. La industria farmacéutica, la biotecnológica, la tabacalera, la petrolera, la minera, la de producción de armamentos, son algunas de las más activas en ese sentido. Lo hacen, por supuesto, para aprovechar la infraestructura universitaria de modo de ponerla al servicio de sus negocios, pero también, de paso, para tener un ojo sobre proyectos que potencialmente podrían perjudicarlas. Los conflictos de interés y éticos que esto suscita y los sesgos que genera –por ejemplo, marginando cierto tipo de investigaciones y promoviendo otras– fueron señalados ya muchas veces por los científicos, a pesar de lo cual la presencia corporativa en las academias no deja de avanzar. Avanza también en el esponsoreo de asociaciones profesionales, revistas científicas y de comités estatales de regulación de sus actividades, en este caso, con el fin casi exclusivo de controlar lo que dicen en público.

En la Argentina, desde la década de 1990 viene habiendo un verdadero proceso de privatización del conocimiento producido en las universidades públicas, en las que se multiplicaron los convenios con empresas para la transferencia de saberes. El problema que ello supone se ve claramente en el caso de las mineras. Con un campo profesional pequeño, prácticamente no queda un solo geólogo en el país que no esté contratado por empresas del ramo (las que además intervienen directamente en los programas y proyectos de las universidades). Con lo que no contamos con recursos científicos con un mínimo de independencia como para evaluar riesgos y prácticas de la industria.  Peor aún, la situación crea una asimetría de poder tal que si un científico quisiera contradecir la opinión (artificialmente) dominante de sus pares, debería estar dispuesto a enfrentar presiones y descréditos poderosísimos. Bien podrían dar fe de esto investigadores como Andrés Carrasco, quien advirtió en soledad, al comienzo, sobre los efectos del glifosato y sufrió represalias y ataques de todo tipo.

La ineficiencia y el costo extra que la lógica de mercado impone al desarrollo científico tiene uno de sus ejemplos más tristes en la evolución de la publicación académica, sobre la que se ha montado una verdadera estafa. Las primeras revistas especializas en la publicación de avances científicos aparecieron en Europa a partir de 1665 por iniciativa de los propios investigadores o de las asociaciones que los nucleaban. Ellos las manejaban, las financiaban y las ponían en circulación. Cualquiera podía leerlas. Así fue más o menos el panorama hasta hace poco y todavía hoy la gran mayoría de las revistas son fundadas y manejadas por académicos y financiadas por las entidades públicas a las que pertenecen. Pero hubo en estos años un cambio dramático: cuatro empresas fueron incluyendo la distribución de los contenidos digitales de todas las revistas en bases de datos por cuyo acceso hay que pagar. Algo así como un Spotify (pero carísimo) de artículos académicos. Con la diferencia de que las canciones ya eran anteriormente comercializadas, mientras que el conocimiento científico no. Y que Spotify paga al menos algo a los creadores. Las bases de datos no pagan nada a los autores, quienes se ven obligados a cederles sus derechos. Si no lo hacen, no publican y se estancan en su carrera. 

Esa lógica perversa implica que los investigadores, que trabajamos financiados por fondos públicos, creamos textos que entregamos gratis a empresas que luego… ¡nos cobran si queremos leerlos! Las bibliotecas universitarias pagan fortunas cada año para asociarse a esas bases de datos enteramente nutridas por el trabajo de las propias universidades. Las empresas ocupan un lugar puramente parasitario: no pagan nada a los autores por el contenido que comercializan ni participan de la gestión de las revistas. Y encima se lo venden a las mismas personas e instituciones que los generaron.

Pero la cosa es incluso peor, porque la desposesión sigue avanzando. Desde hace poco, algunas revistas están empezando además a cobrar a los autores para tener el derecho de publicar allí. Por ahora pocas, pero todo indica que se irá generalizando. Y las empresas sumaron todavía otra idea genial, que es la de ofrecerles a los autores que, luego de aparecido su artículo, paguen también otro canon (bastante alto) para que su texto sea de acceso libre. Como un artículo liberado encuentra su camino a más lectores y, con ello, a ser referenciado en el campo académico, es un trato atractivo tanto para los autores como para sus universidades de pertenencia, que hoy deciden a veces pagarlo. Si tienen los fondos, por supuesto. Es decir que el creador, que vio privatizarse su contenido sin haberlo deseado, tiene que pagar además a quien lo privatizó para que le permita compartirlo. El que tenga más capital terminará siendo el más leído. Todo lo contrario a la lógica científica. La indignación por un sistema que no puede sino caracterizarse como una estafa es tal, que ya ha habido conatos de rebelión de universidades de Europa y Estados Unidos e intentos de quitarse ese corset de encima, por ahora infructuosos. 

El triste recorrido que viene haciendo la publicación académica es un ejemplo más de los múltiples modos en los que el afán de lucro, en lugar de estimular el conocimiento y la innovación, corroe y parasita la investigación científica, introduciendo cepos y límites a la circulación del saber o directamente orientándolo hacia el error o la falsedad. Ojalá el escándalo de las vacunas patentadas sirva para replantear ese vínculo y para recuperar una ciencia que vuelva a estar enteramente enfocada en su misión.   

EA

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