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Opinión

Liberen las patentes

Vacunas contra el Covid-19

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En todo el mundo se alza el mismo clamor. Organizaciones sociales y políticas, economistas, ONGs, referentes culturales y un centenar de países exigen que se liberen las patentes y otras formas de propiedad intelectual y de secreto industrial que ponen un cepo a vacunas, antivirales, sueros anti-Covid, kits de detección e incluso mascarillas. Lo pide incluso la OMS, pero tampoco alcanza. Un puñado de empresas patentó las fórmulas o diseños de modo de gozar de un monopolio e impedir a otros potenciales fabricantes que las produzcan. El resultado: en lugar de tener miles de plantas y laboratorios fabricando vacunas, fármacos e insumos médicos en todo el mundo, tenemos unos pocos entregando cargamentos a cuentagotas, que deben fletarse en costosos vuelos a puntos distantes del planeta. A esta altura podríamos haber estado mucho mejor equipados para enfrentar la pandemia y dar un giro decisivo. En cambio, las personas seguirán enfermando y muriendo durante muchos meses más. La ineficiencia e irracionalidad del capitalismo en todo su esplendor: primero las ganancias, luego la vida. Agréguese a eso la inequidad total por la que se permitió que los países ricos compren a esas empresas más dosis de vacunas de las que podrían usar, mientras los más pobres se quedan sin nada. ¿Pondremos los muertos que esto cause en la cuenta del capitalismo, así como cargamos los de Pol Pot y Stalin en la del comunismo?

Hasta el momento, los laboratorios y los países más ricos anuncian planes nebulosos de “cooperación” y de “donaciones”, pero se niegan a liberar las patentes y el secreto industrial. ¿La excusa? Sin patentes no hay estímulo a la innovación. La vulgata liberal repite lo mismo: sin emprendedores privados ávidos de patentes no tendríamos inversión. Y sin inversión privada no hay descubrimientos científicos. No alcanzan las ganancias (que tendría cualquiera que hoy fabrique vacunas y fármacos y los venda): hay que garantizarles además patentes monopólicas. Si no, se quedan sin incentivo, les da fiaca y nos dejan sin nada. 

Quienes así razonan tienen el privilegio de ser inmunes a la evidencia. Porque lo que repite esa vulgata es incomprobable o sencillamente falso. Para empezar, un par de datos ya conocidos: la primera vacuna que se aprobó, Sputnik V, fue enteramente desarrollada por una institución estatal. Lo mismo vale para la de Sinopharm y la que está lanzando Cuba. Pero incluso en las que patentaron empresas privadas el grueso del financiamiento que condujo a su descubrimiento no vino del sector privado sino del público. Sólo en Estados Unidos los laboratorios (incluyendo Pfizer, aunque diga que no) recibieron 14.000 millones de dólares del Estado. Eso, sin contar además que cada innovación se apoya en costosas investigaciones de base previas que realizan las universidades y los sistemas científicos estatales. Muchas veces el emprendedor privado llega a último momento, coloca la cereza en la punta y se lleva todo el helado. Buen ejemplo es el de la vacuna de AstraZeneca: 97% de los fondos para su desarrollo vinieron del sector público. La industria que se enriquecerá con ella aportó casi nada.

No está para nada claro que haya una relación necesaria entre patentes e innovación. Muchos de los fármacos más importantes –morfina, penicilina, quinina, oxitocina y muchos más– se crearon sin relación con ninguna patente. Algunos de los inventos e innovaciones más importantes de la historia de la humanidad se dieron sin que sus creadores tuvieran la expectativa de obtener monopolios o siquiera ganancias. La lista es larga, pero incluye cosas como los rayos X y justamente las vacunas. Incluso el que creó la de la polio en 1955, Jonas Salk, rechazó enfáticamente la idea con una frase famosa “¿Acaso se puede patentar el sol?”. No fue el único. El científico inglés John Sulston se apuró a secuenciar el genoma humano e ir liberando al público sus hallazgos parciales con el propósito deliberado de llegar antes que un empresario estadounidense que aspiraba a lo mismo y así evitar que fuese patentado. En su caso, fue el deseo de NO patentar lo que apuró una innovación que salva vidas y con la que las farmacéuticas hoy hacen dinero. Y un ejemplo incluso más notable: ¿Qué sería del mercado sin Internet? ¿Cómo habrían hecho su fortuna algunos de los hombres más ricos del mundo –desde Jeff Bezos hasta Marcos Galperin– sin la red? Pues bien, la Internet fue enteramente desarrollada por empleados del Estado. El mercado, que hoy no puede vivir sin ella, no tuvo ninguna participación en la concepción o el diseño de la red de redes, que no está patentada. Ni ahora ni nunca la innovación requirió ni exigió monopolios sobre el conocimiento. 

Y no es sólo que las patentes no son necesarias: es peor aún. Los especialistas en economía de la innovación coinciden en que están funcionando como un obstáculo, impidiendo o ralentizando las transformaciones tecnológicas. Es decir, al revés de lo que plantean sus defensores, no estimulan la innovación, sino que la desincentivan. La gran mayoría de las patentes que registran hoy las grandes empresas no son de novedades que planean aplicar a la producción. Son sencillamente modos de complicarle la vida a posibles competidores. Las corporaciones acumulan patentes estratégicamente, buscan patentar cualquier cosa por las dudas, para tener la posibilidad de litigar contra otros en caso de que lo necesiten, para bloquear posibles desarrollos de la competencia o como carta de negociación. La parte menor de las miles de patentes que se registran cada año está realmente enfocada en la producción de algún bien. Hoy es tal la maraña de patentes y derechos adquiridos, que quien quiere ponerse a producir algo necesita abogados especializados que hagan todo un chequeo minucioso para ver si le estarán pisando la huerta a alguien más o, simplemente, si le darán la ocasión a un competidor a hacerles un juicio. Eso alimenta una verdadera burocracia de mercado que termina desincentivando innovaciones: muchos potenciales creadores se desaniman ante la perspectiva de recombinar conocimientos para generar algo nuevo y que al final aparezca alguien con el monopolio sobre algún componente o procedimiento parecido que los obligue a terminar pagando, en lugar de ganando. O simplemente deciden no ir por el camino de la innovación, porque el costo de desenredar la maraña es demasiado alto. Sólo los grandes jugadores quedan en el juego. Italia, por caso, recién comenzó a permitir patentamiento de fármacos en 1978. Para entonces el país inventaba más del 9% de los nuevos medicamentos que aparecían en el mundo. Luego de introducir las patentes, su participación disminuyó. 

El sistema de patentes está fuera de control. Lo que empezó hace siglos como un modo muy limitado, local y de corta duración para premiar a quien inventaba una máquina útil, se volvió en las últimas décadas un corset mundial impuesto a través de la OMC que avanza en la monopolización de cualquier cosa. Ya no solo son máquinas: se patentan medicamentos, genes, semillas y hasta organismos vivos. Incluso llegaron a patentar en EEUU conocimientos amazónicos milenarios, como la ayahuasca, o un condimento tradicional indio, la cúrcuma, decisiones que costó una larga disputa revertir. Como en todo, el capitalismo avanza con la lógica de la desposesión, apropiándose de trabajo, recursos naturales o, en este caso, saberes colectivos que deberían mantenerse en el dominio público. 

Que exista la posibilidad de mantener patentes de vacunas en medio de una pandemia muestra con claridad meridiana la contradicción entre la defensa de una noción falsa de libertad y las libertades verdaderas a las que aspiramos como sociedad. La libertad de patentar un conocimiento (que inevitablemente es fruto de esfuerzos colectivos y acumulados) conspira contra la libertad de hacer un uso racional de ese conocimiento para beneficio de la mayoría. En este caso, nada menos que para salvar millones de vidas.

EA

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