Capas sedimentadas de estupidez
“Se embarazan por un plan”. Hasta hace poco, parecía un dato incontrovertible: las mujeres pobres buscan embarazarse como sea para cobrar un plan social. No habían pasado más que dos o tres años desde la creación de la Asignación Universal por Hijo y ya había derechistas que lo decían. En su imaginación, los planes (y las mujeres) estaban causando toda clase de problemas: sobrepoblación, pobreza descontrolada, familias inviables, anomia, vagancia, más gasto público. Se embarazan por un plan, dijeron Chiche Duhalde y referentes del PRO en 2015. Lo repitió Miguel Ángel Pichetto en 2021, mientras exigía a las mujeres pobres parir menos. Coincidió José Luis Espert en 2023, cuando ya era de La Libertad Avanza: se están embarazando por un plan y dan a luz “delincuentes, violadores y asesinos”. ¿Qué otra cosa iba a parir una mujer pobre, no? Los empresarios también se hacían oír: basta de planes embarazadores, terminemos con esta irresponsabilidad demográfica populista.
Ni bien se echó a rodar esa frase hubo voces que mostraron que no había evidencia de tal cosa: con o sin AUH, las mujeres pobres no estaban teniendo más hijos, sino menos. Desde 2015, si no antes, esa información estuvo disponible para el público general. El CONICET y UNICEF estuvieron atentos a proveer datos confiables para el debate público. Pero no importó: la frase se repitió hasta el hartazgo en conversaciones familiares, redes sociales, programas de radio, diarios. Las muy turras “se embarazan por un plan”. Punto. Y ustedes, los de las ciencias sociales, zurdos, déjense de joder: todo el mundo sabe que es así.
Todavía hay gente que lo repite, pero este año el eslogan cayó súbitamente en desuso. No fue por la evidencia de que estamos ante una caída de la natalidad impresionante: eso ya se sabía de sobra cuando Pichetto y Espert vomitaron su odio de clase. Si cayó en desuso fue porque causaba interferencia a otro eslogan que la derecha salió a instalar hace poco: nos estamos quedando sin bebés porque feministas y aborteras woke convencieron a las mujeres de no tener hijos. Son enemigas de la familia, las muy turras. Pónganse a parir, sobre todo ustedes que perciben la AUH, ¡ingratas!
El ocaso del “Se embarazan por un plan” fue bastante atípico. Rara vez un eslogan así cae en desgracia. Hay decenas de frases igualmente insostenibles –incomprobables o directamente falsas– que se acumulan a nuestro alrededor con total indiferencia de los datos reales. La gente los repite, sin que las desmentidas consigan hacer mella. La galería es interminable. Milei comenzó su mandato aportando dos nuevos: que nos salvó de una “inflación anualizada de 17.000%” y que hace 100 años Argentina era “potencia mundial”. No importa cuántas decenas de economistas explicaran que la inflación no se anualiza así, ni cuántas personas que hayan agarrado alguna vez un libro advirtieran que la Argentina no estuvo jamás ni siquiera cerca de ser una potencia. Se dice, se repite, queda sedimentado. Listo. Una “verdad” establecida en el sentido común. Firme.
Las capas sedimentadas de estupidez hecha eslogan crecen a un ritmo vertiginoso. Basta con que alguien lance una y van quedando acumuladas. Las repite un ejército de tontos munidos de memes, gráficos mal construidos, citas fuera de contexto o links de algún sitio web cualquiera. “¡En Neuquén hay una base militar China!” Ya está, se repetirá aunque otras 100 inspecciones como las que ya se hicieron comprueben que no es más que un observatorio astronómico. “¡CONICET gasta dinero investigando el ano de Batman!” No importa cuántas veces se desmienta, no importa que los hechos reales se puedan conocer con solo preguntarlo a ChatGPT: ya está, quedó. ¿No ves? ¡Gastan el IVA de la polenta en investigar estupideces! Otra: “¡Las universidades no permiten que las auditen!”: mil veces se explicó que las universidades nunca se negaron a nada, que no tendrían posibilidad legal de negarse incluso si lo quisieran, y que el organismo del Estado que se ocupa de ello, la AGN, hizo todas las auditorías que quiso y hoy mismo está haciendo otras. No importa. Quedó. No se dejan auditar, las muy turras.
La lista podría ampliarse hasta la náusea. Los eslóganes inventados para justificar políticas económicas ortodoxas son los más insidiosos. “Impuesto inflacionario”, dicen, como si los ingresos extra que obtienen los empresarios o comerciantes que remarcan para sostener sus ganancias fueran en verdad impuestos que pone el Estado. “Tenemos la presión impositiva más alta del mundo”, dicen, ignorando que la presión fiscal de la Argentina es más baja que la de Brasil y mucho más baja que la de países como Dinamarca, Francia o Austria. “Estado elefantiásico, sobredimensionado”, dicen, aunque Argentina tenía, incluso antes de la llegada de Milei, un porcentaje de empleo público como parte del empleo total menor al del promedio de los países de la OCDE (y mucho mucho mucho menor que los países nórdicos).
Ahora que el Gobierno avanza con la destrucción de los derechos laborales más elementales con una reforma que implica jornadas de trabajo más largas, fin de las horas extra, francos fraccionados y más caprichosos, el regreso de los tickets canasta, mayores facilidades para el despido, reducción de indemnizaciones y un ataque a los sindicatos y al derecho a huelga, vuelve el viejo eslogan “industria del juicio”. Porque, parece, que los trabajadores gozan de demasiados derechos y los aprovechan, junto a abogados inescrupulosos, para esquilmar a los pobres empresarios con juicios espurios. Otra vez aquí: no hay ninguna evidencia de que la litigiosidad haya aumentado o que sea comparativamente demasiado alta (salvo, quizás, en cierto tipo de accidentes laborales, en juicios que de todos modos no suelen generar perjuicios para los empleadores, como se dice, sino para las ART). De hecho, la litigiosidad por incumplimiento de la ley de contrato laboral es muy baja si uno la considera en relación con la enormidad del trabajo no registrado y a su crecimiento reciente, que habilitaría a millones de trabajadores a llevar a juicio a sus empleadores, con justa razón, cosa que no sucede. Pero no importa: todo el mundo cree que hay una “industria del juicio” que justifica la reforma laboral. Los trabajadores se aprovechan de los empleadores, los muy turros. Son ellos los culpables de que haya informalidad, claro que sí.
Alguien podía decir, con razón, que nada de esto es nuevo. Que los humanos han repetido tonterías desde que el mundo es mundo. Esto es cierto. Pero el consuelo olvida un dato fundamental. La estupidez de hoy no viene sola, ni se afirma solo porque la repetimos. Estamos asistiendo a un cambio tecnológico vertiginoso que implica condiciones inéditas para la comunicación humana. Ya no es solamente que las corporaciones de medios tengan lazos estrechos con las clases altas y reproduzcan sus visiones. Ya no son solamente las campañas masivas de fake news, patrocinadas por la derecha a través de todo un andamiaje de foros y fundaciones internacionales. Es todo eso, pero mucho más.
En los últimos meses se abrió camino, en nuestra comunicación, la apelación a la IA como palabra última de validación. Si algo es o no verdad ya no parecería materia de discusión: se pregunta a la IA y listo. Palabra santa. Si uno pregunta a Grok si existe una “industria del juicio” en Argentina, por ejemplo, responderá que sí. ChatGPT también. Si uno lee luego las justificaciones, verá que en verdad describen un debate, en el que las cámaras empresariales y las ART dicen que sí y el resto de las voces dicen que no. Pero Grok y ChatGPT toman partido y responden que sí. La empresa china DeepSeek, en cambio, prefiere mantenerse neutral e informa que hay un debate al respecto.
Propiedad de billonarios, algunas de las IA más utilizadas son conocidas por basarse en algoritmos que tienen un sesgo hacia la derecha: suelen responder favoreciendo más a las posturas de derecha. Un usuario consiguió que Grok mismo lo reconociera y admitiera que eso se acentuó luego de que Elon Musk comprara la compañía. Además, Grok responde a cada usuario según su historial de opiniones: a cada uno ofrece una “verdad” acorde a sus creencias.
Pero ni siquiera haría falta que Musk y sus colegas “toquen” el algoritmo o construyan perfiles de usuarios. La IA funciona sintetizando lo que los humanos decimos o dejamos escrito. Si cámaras empresariales, funcionarios, periodistas, abogados corporativos repiten mucho “industria del juicio” y los diarios y portales levantan la expresión, para la IA pasa a existir. Sumémosle que una porción cada vez mayor de los textos de los que se nutre la IA los hizo la propia IA regurgitando tonterías humanas. El loop va irá dejando capas sedimentadas de “verdades” hasta que ya no haya manera de distinguir realidad de ficción.
¿Dónde podrá apoyarse hoy algo parecido a la verdad? ¿Qué defensa nos queda frente a la montaña de estupidez que las redes y los algoritmos potencian (redes y algoritmos –no lo olvidemos– enteramente manejados por millonarios)? ¿Qué sostendrá el pensamiento crítico, ahora que el impulso básico que lo anima –ponerse a buscar información uno mismo– ha sido hackeado? Quedan pocos bastiones, que resisten como pueden. En especial, los campos científicos o académicos, que producen conocimiento con métodos reglados, con procedimientos a la vista de cualquiera y bajo control de los pares (justamente lo contrario a los algoritmos secretos que nos imponen las corporaciones), sostenidos por las universidades e institutos de investigación. Y las maestras y profesores que los difunden en escuelas cada vez más deterioradas, a las que asisten niños cada vez más absorbidos por las pantallas y sus “verdades”.
¿Será por eso que las derechas en todo el mundo han convertido a la educación, a las universidades y la investigación en sus enemigos?
Preguntáselo a ChatGPT antes de que cambie la respuesta.
EA/MG
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