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TELEVISIÓN Y SERIES

Bluey y los devenires de la paternidad millennial

Bluey y su hermana menor, Bingo.

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Hace unas semanas, mientras explicaba por qué eligió no ser madre, la escritora Mariana Enriquez declaró: “Yo no me voy a morfar Peppa Pig ¿entendés? ¿Viste esa gente que te dice ‘no, pero en realidad está buenísimo’. Pero déjame de joder ‘en realidad está buenísimo’. Yo quiero ver películas de Gaspar Noe, soy un adulto. El chico tiene su vida, no tengo por qué compartir con él. Lo que pasa es que si sos padre sí lo tenés que compartir con él”.

Noto algo de ese mismo desdén cada vez que mi esposa (que sí eligió tener hijos) baja al living y se sorprende de que los tres (mis dos hijas y yo) estemos enfrascados, absortos, frente a la pantalla donde pasan un dibujito animado. En general, estamos mirando Bluey.

La serie creada por Joe Bruum y el estudio Ludo para la Australian Broadcasting Corporation cuenta las aventuras de Bluey, una niña que vive con su mamá Chili, su papá Bandit y su hermana menor Bingo.

Los papás de Bluey son dos adultos de unos treinta y tantos años, profesionales pujantes y abrumados por la vida familiar. Tienen una muy linda casa con jardín en los suburbios de la ciudad de Brisbane, se llevan bien con sus vecinos, comen asados los fines de semana y piden pizza los sábados a la noche.

Bandit, el papá, es fanático del curry y encontró otro papá de la escuela al que también le gusta cocinar e intercambian versiones, tupper va, tupper viene. Chili reniega la mayoría de las veces que le toca trabajar desde casa porque eso significa gestionar por teléfono los líos de su oficina a la vez que se ocupa de las nenas.

Si no fuera porque son una familia de perros antropomórficos, unos pastores australianos, no habría nada fuera de lo convencional en la familia de Bluey. Lo que no es tan mundano es la forma en que Bluey y Bingo se relacionan con el mundo.

Desde el primer capítulo de la primera temporada la serie nos propone una realidad demasiado parecida a la nuestra, aunque algo alterada. En El xilófono mágico (T01E01) Bandit intenta escapar desesperado cuando las chicas encuentran un xilófono en el fondo del cajón de los juguetes que tiene la capacidad de congelar con tan solo hacerlo sonar. Con su padre completamente sometido, las dos hermanas empiezan a pelearse por el xilófono y terminan descubriendo, para decirlo en criollo, que si las hermanas se pelean las devoran los de afuera.

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La idea de que el contenido para niños es inmirable para los adultos no es nueva ni tampoco es tan anti intuitiva, de lo contrario no estarían segmentados. Sin embargo, de unos años a esta parte, y probablemente a causa del nivel de involucramiento de los padres en la crianza de los hijos y la cantidad agobiante de mandatos sobre cómo debe ser esa crianza, los creadores de programas infantiles empezaron a tener en cuenta cada vez más dos aspectos: qué modelos, reacciones y ejemplos le ofrecen sus personajes al menor y cuán interesante es ese propio contenido para un adulto que pretende en algunos casos monitorear y en otros compartir con sus hijos el tiempo frente a la pantalla.

Bluey no esconde algo de ese ánimo moralizador. Todo el tiempo ocurren escenas donde Bandit y Chili, los padres, se encuentran con situaciones problemáticas, difíciles o francamente irresolubles que les plantean sus hijas. Ya sea porque hacen una pregunta incómoda, hay que explicar una situación compleja o porque sencillamente quieren jugar cuando a sus papás no les viene bien, la serie pone en primer plano el rol de los padres en la crianza.

Quizá no todas las personas que leen esto lo sepan, pero hoy los padres tenemos la desgracia de vivir bombardeados por mandatos en formas de stories. Centenares sino miles de videos sobre cómo hablar, contener, e incluso a veces cómo mirar a nuestras hijas e hijos.

Algunos son útiles, otros molestos, algunos dicen cosas ciertas y otros te psicopatean, como aquellos donde, por ejemplo, se insinúa que la menor distracción u error de parte de nosotros, los padres varones, desencadenaría que nuestras hijas mujeres solo puedan tener relaciones con hombres tóxicos.

En Bluey esa demanda se satisface gracias a uno de los recursos más viejos de la humanidad: contar historias. En la serie todo está al servicio de lo que plantea el cuentito de ese capítulo.

En el medio, por supuesto, se tocan temas sensibles, difíciles y algunos francamente abrumadores. Como en Disfraces (T03E32) donde se revela que la hermana de Chili no puede tener hijos y eso repercute en la relación con sus sobrinas, o Bumpy y el perro lobo viejo y sabio (T01E32) en el que Bluey le manda un video divertido a su hermana Bingo, de cuatro años, que está internada en el hospital y todavía no pueden darle el alta.

Supongo que es una escena que estremece a cualquiera, pero a los que somos padres nos toca una fibra profunda y muy aterradora. De ese pánico el capítulo te saca, de a poco, con una sonrisa que asoma por detrás de los nervios y se permite convivir con la incertidumbre.

Contada así, parece un embole para los niños, pero puedo dar fe de que la disfrutan y mucho.

Las historias vienen acompañadas de un arte sencillamente hermoso, muy buena música, guiones inteligentísimos y un aire chispeante que no deja indiferente a nadie que se atreva a enfrentarse a los ocho minutos y monedas que dura un capítulo promedio.

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En narratología llaman focalización interna al tipo de narración que está contada desde el punto de vista de un personaje, la perspectiva de alguien en particular, del que sabemos lo que hace, piensa y siente, pero no así del resto de los involucrados en la historia. En Bluey ese foco casi siempre está en los niños. Y para que ese procedimiento funcione es necesaria la suspensión de la incredulidad.

Cuando en Varita de plumas (T02E02) Bingo se enoja porque invitaron a Bluey a una fiesta de cumpleaños y a ella no, decide hacer uso de una pluma que encontró en su patio para volver loca a su familia. La pluma tiene la capacidad de hacer pesadísimo cualquier objeto que ella indique. Bingo primero lo prueba con una cinta scotch. Cuando ve que funciona, va hasta la cocina para probarlo con su papá, que en ese momento entra con una caja de cereales a la cocina. Hay un segundo, casi un instante, de duda. Bingo grita “¡pesado!” y Bandit la mira y responde: “¿eh?”. Recién cuando Bingo insiste una segunda vez ahí la caja pasa a pesar una tonelada. En esa escena que no dura más que un par de segundos, el equipo detrás de Bluey nos deja espiar los secretos de su maquinaria.

Hay una sola cosa imperturbable, intocable en el universo de la serie: el juego. Los adultos pueden equivocarse, hartarse, gritar, patalear, pedir un rato de calma; pero no pueden desarmar la ilusión de los chicos. Y jugar, para las protagonistas de la serie, implica inventar roles, actuar, disfrazarse, pero sobre todo creerse las cosas, dejarse ilusionar.

Quizá por eso la adolescencia resulta, a veces, tan dura: crecer implica un ejercicio de automutilación, arrancarse la ilusión a pedazos para poder encajar en un mundo de horarios, responsabilidades y roles inamovibles. Algunos, ojalá hayamos sido los menos, creímos que para crecer era indispensable volverse serios. Y así transformamos el disfrute en una obligación. Las cosas que amábamos se convirtieron en un ítem que anotar en la agenda, teníamos que hacernos tiempo para leer ese libro, para ir a ver esa película. Para disfrutar nos pusimos metas, plazos. Nos volvimos incrédulos, cínicos, nos agobiamos. Y nos olvidamos de jugar.

Hasta que tuvimos hijos. Y nos acordamos.

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