ENSAYO GENERAL Opinión

Las búsquedas imposibles

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Bendigo el vino y bendigo el pan, la matzá, en realidad, el pan de esta semana, como lo hago hace cinco o seis años para distintos grupos de amigos. Este año tuve que hacerlo una vez delante de mi madre, lo cual por supuesto me molesta, porque no quiero bendecir el vino delante de nadie que se lo tome en serio, o que pueda pensar que me lo tomo mínimamente en serio; supongo que por eso llevé unas galletitas de manteca deliciosas pero cero aptas para Pésaj, que quede bien claro que todo es un chiste. Por eso también explico, en cada Pésaj al que voy, que no hay buena evidencia de que los judíos hayan sido esclavos en Egipto —lo mejor que se puede conseguir es evidencia indirecta de que hubo esclavos canaanitas y algunos podrían haber sido judíos—: no me gustan los Pésaj en los que se refuerza el carácter de víctima de los judíos, como si lo siguiéramos siendo. Prefiero que quede claro que es todo poesía y metáfora para hablar de la libertad y de la dominación, de cosas que siguen importando aunque los gentilicios sean otros. Necesito que no haya dudas de que lo importante es, justamente, que somos personas distintas reunidas alrededor de una mesa, que ni siquiera necesitamos que sean “nuevas familias”, ni siquiera necesitamos que sean familias, podemos ser gente nueva, gente que no va a volver a verse, y no deja de ser emocionante que estemos compartiendo una mesa en este instante preciso e irrepetible.

 Estoy leyendo un libro que me compré hace unos meses y tiene unos años, El final de la modernidad judía: Historia de un giro conservador de Enzo Traverso, un académico italiano. El libro es erudito pero ameno, está muy bien escrito y responde sin tapujos ni miedo a la hipótesis —odio los libros académicos que en pos de una supuesta prolijidad teórica se niegan a afirmar nada— a la pregunta intuitiva de cuándo y por qué nuestros tíos dejaron de ser cultos y progresistas para convertirse en reaccionarios de country. El judaísmo que yo y algunos de mis amigos tratamos de evocar, en nuestras vidas y en nuestras obras, es un judaísmo que ya casi no existe, para una Europa que ya casi no existe, una comunidad intelectual que casi no existe y un siglo que definitivamente ya no existe. El que es del ídish y no del hebreo, de la diáspora y no del Estado nación, de la errancia y no de la tierra; lo que Hannah Arendt llamaba el judaísmo paria, lo que hizo que el judaísmo pudiera ser una fuerza de la revolución contra las fuerzas del orden de las que hoy mal que mal forma parte. Lo hacemos con la culpa y la neurosis propia de nuestro pueblo y de nuestra clase, de quienes sabemos que ya no somos víctimas de nada aunque seamos judías y mujeres porque tenemos plata y en la única guerra que se sigue librando en la Argentina quedamos del lado de los que siempre van ganando. El judaísmo que defendemos, además, es uno condenado a autodestruirse por su propia virtud inclusiva, por su propia vocación de asimilación: los judíos progresistas e internacionalistas somos, lógicamente, cada vez menos judíos. Judíos derrideanos, nos llamaría yo, judíos del judaísmo imposible.

 Este mismo fin de semana, el Papa Francisco lanza un video conversando con jóvenes que le preguntan por la homosexualidad, las personas trans, la pedofiia en la iglesia, incluso por la prostitución. Con la destreza que lo caracteriza, el Papa elude todas las trampas posibles —algunas con más tibieza que otras— y sorprende a cristianos y no cristianos por igual por su mensaje inclusivo. Veo personas trans, cis, hetero, bi, homo y mil etcéteras que sigo en Twitter compartiendo pedacitos y frases con grados diversos de entusiasmo y me pregunto si finalmente le llegó al catolicismo el memo de la secularización que a nosotros nos llegó hace décadas, ese que dice que la única manera de sobrevivir a la irrelevancia por fuera de las comunidades cerradas que ya no saben qué hacer para que la gente no se les vaya es convertirse en un consumo hipster, un ritual de wellness, una forma de desconectar, una tradición milenaria de la que puedo entrar y salir cual draggeada con talit o crucifijo. Es distinto, por supuesto, el movimiento que el cristianismo como religión mainstream tiene que hacer (si se compara con el judaísmo, que pasó de ser minoría perseguida a minoría incorporada al sistema, como muchos amigos dicen que está pasando con la homosexualidad masculina) para redimirse, pero no parece imposible.

El filósofo Tomás Balmaceda, por otro lado, tuitea una declaración del Papa de apenas un mes atrás utilizando el concepto de “ideología de género” tal y como lo emplean las nuevas derechas para expresar la más rancia homofobia. Me parece interesante que el Papa tenga que atender dos audiencias distintas con mensajes contrapuestos, y pienso que hoy eso es una posibilidad: segmentar los públicos de manera tal que a cada uno le llegue lo que le tiene que llegar —al que lee la home de La Nación una cosa, al que bucea en Instagram su contraria— y ganar en ambos partidos el único juego que hoy importa, que es el de la atención. Lo único que el Papa (y nadie, en realidad) no puede hacer es decir una verdad compleja o moderada, algo que no tenga fans y que sea demasiado sutil y matizado como para ser titular de algo. Pienso que cuando yo era chica había lugares en los que lo que pagaba era ser muy religioso, lugares en los que lo pagaba ser rico y lugares en los que pagaba ser prestigioso: distintos mercados, distintas monedas.

En esta nueva globalización, supongo, nos hemos unificado en torno de la moneda del me gusta, seas un abogado que busca clientes, un escritor que busca editor, un economista que busca consultora que lo contrate, un Papa que busca adeptos, una chica judía que busca una personalidad. Todas las industrias hoy, incluso la industria de la religión, necesitan manejarse con la lógica del espectáculo. Es lógico, supongo, y hasta cristiano: la búsqueda del dinero y el poder convertida, por un mecanismo tan retorcido como banal, en la búsqueda imposible e infinitamente insatisfecha del amor.

TT