Historias

Corrupción, dinero y política

0

La idea de que para hacer política hace falta dinero está presente desde mucho antes de que el nombre de Cristina Kirchner se convirtiera, para una parte importante de los argentinos, en sinónimo de corrupción. Ya en el amanecer de la era republicana, los dirigentes políticos descubrieron que conquistar apoyos y movilizar voluntades se tornaba más sencillo si contaban con recursos. Juan Manuel de Rosas fue de los primeros en advertir que para crearse lealtades entre las clases populares, además de tener cierto ascendiente, convenía invertir no sólo tiempo y esfuerzo sino también dinero. “Ya has visto lo que vale la amistad de los pobres y por ello cuánto importa el sostenerla para atraer y cultivar sus voluntades. Escríbeles con frecuencia, mándales cualquier regalo sin que te duela gastar en eso”, le recomendaba a su esposa, Encarnación, en una carta de 1833.

Conforme las redes políticas se fueron volviendo más capilares y más extensas, hizo falta más dinero para figurar en los primeros planos de la vida pública. La proyección de Justo José de Urquiza como líder nacional se apoyó sobre su enorme fortuna. A lo largo de su carrera, el primer presidente de la Confederación financió elecciones, colaboradores y periodistas en toda la geografía del país. La prensa política nunca fue económicamente sustentable, y hubo que apuntalarla con aportes y suscripciones. Ya en el siglo XIX, quien quisiera tener un periódico con el que participar en la batalla de las ideas, celebrando a los propios y ensuciando rivales, no tuvo más remedio que pagarlo. Sin embargo, no hay duda de que la movilización electoral fue la instancia más demandante de recursos. Y también queda claro que, para los que no disponían de una fortuna como la de Rosas o Urquiza, pasar la gorra nunca fue una tarea sencilla. “Usted sabe que sin dinero no se ganan elecciones y sabe también las dificultades que se tocan para conseguirlo, porque cuando se trata de formar son pocos los que se presentan”, le escribía Gregorio Torres a Julio Roca en 1894, poniendo de relieve una verdad que entonces nadie desconocía.

Durante mucho tiempo, fueron los candidatos y las figuras más cercanas a las cúpulas partidarias los que debieron formar en esa fila tan necesaria como poco atractiva. Cada agrupación tenía una miríada de pequeños colaboradores, pero era difícil funcionar sin grandes benefactores, muchos de los cuales estaban genuinamente identificados con una idea o con un líder, pero a los que en ocasiones era necesario recompensar con favores especiales, como crédito de la banca pública o lugares en las listas. Otros recursos los aportaba el presupuesto público, vía la provisión de empleo. Ya entonces el empleo en la administración pública era crucial para gratificar a simpatizantes y, sobre todo, para sostener a los dirigentes intermedios cuya tarea principal era poner en marcha las maquinarias electorales que arrimaban votos el día de la elección. No hace falta recordar que, en este punto, los oficialismos corrían con ventaja.

Con la reforma electoral de 1912, que instauró el voto secreto y obligatorio y llevó más y más ciudadanos a las urnas, la escala de la actividad política pegó un salto. Había que llegar más lejos y a más electores. Las campañas electorales se volvieron más largas y complejas y, por ende, también más costosas. La necesidad de contar con más recursos presionó sobre los bolsillos de los simpatizantes pero también reclamó financistas más generosos y de espaldas más anchas. Esto sucedía cuando, al calor de la expansión de la economía de mercado y el cambio tecnológico, el capitalismo argentino entraba en una nueva fase, y el paisaje productivo comenzaba a registrar la presencia de empresas de enorme tamaño. Entre ellas se destacaban las prestadoras de servicios públicos. Estas firmas eran, por otra parte, especialmente sensibles a la regulación estatal.

En este nuevo escenario se produjo un cambio cualitativo en la relación entre dinero y política, que le dio otra envergadura y otro significado al problema de la corrupción. Hasta entonces, la idea de corrupción solía estar asociada a la distorsión del principio representativo, casi siempre como resultado de la imposición oficial y la falsificación electoral. En el siglo XIX, lo que se corrompía era la república. Una vez afirmado el orden político, y sobre el telón de fondo de una economía más dinámica y concentrada, lo que se corrompió fue el grupo gobernante. Sometidas a mayores presiones competitivas, sus distintas facciones debieron cortejar, con mayor intensidad que antes, a los ahora también más poderosos dueños del capital. Y eso tuvo sus costos. De allí que, en relación con el tema que nos concierne, el aspecto novedoso de la era de la democracia de masas fue la preocupación por el influjo del poder económico sobre la calidad y la orientación de la política pública.

Un buen ejemplo de este cambio lo ofrece uno de los grandes escándalos de corrupción de la primera mitad del siglo XX. Sus principales protagonistas fueron la dirigencia radical y la CHADE, la compañía proveedora del servicio eléctrico de la ciudad de Buenos Aires, aunque el escándalo tuvo otros protagonistas menores. Las relaciones entre la empresa y el gobierno porteño, turbias desde el origen, se volvieron muy oscuras en la década de 1930. La colusión alcanzó su punto más agudo en 1936, cuando Marcelo T. de Alvear empleó todo su prestigio como líder nacional del radicalismo para que el Consejo Deliberante, en el que su partido tenía mayoría, votara una prórroga de la concesión hecho a la medida de los deseos de la empresa, a cambio de una importante coima.

Alvear no se benefició personalmente, pero el costo de la campaña presidencial de 1937 y de una parte del nuevo edificio del Comité Nacional de la UCR vinieron incluidos en las boletas de electricidad que los consumidores porteños debieron abonar durante los años posteriores a la aprobación de la prórroga. De acuerdo a un estudio de Miguel Ángel Scenna, unos años más tarde también Perón se sumó a la lista de figuras políticas que recibió favores de la CHADE. Fue cuando convenció al presidente Farrell de tapar la investigación de los hechos de corrupción en los que estaba involucrada la CHADE, favor que la empresa recompensó con un millón de pesos. Al igual que había sucedido con Alvear, también esta vez el dinero no fue a parar a los bolsillos de Perón sino a financiar su proyecto político, más concretamente, los gastos de la campaña electoral de 1945-6.

¿Hay algo particularmente notable en la naturaleza de la relación argentina entre dinero y poder? Vistos a la distancia, el vínculo entre los dueños del capital y los líderes políticos no resulta demasiado singular. Reprochable y condenada, y muchas veces denunciada por la izquierda y la derecha que estaban al margen de estos enjuagues, la colusión entre políticos y capitalistas aparecía aquí y allá, pero el cuadro general no se apartaba demasiado de lo que es posible observar en otras experiencias nacionales de ese tiempo. Constituía una nube, oscura pero pequeña, en el todavía bastante despejado firmamento económico argentino. Antes, durante o después del gobierno de Perón el problema de la corrupción era apenas una nota a pie de página en el debate sobre los grandes dilemas del país. Y esto era así porque la nave del estado era lo suficientemente sólida como para que la corrupción no dañara su casco ni su sala de máquinas. Y para que no conquistara la mente de su tripulación. La corrupción, hubiese pensado Hobbes, no hacía más daño que el que provocaban los gusanos en las entrañas del Leviatán.

En el último tercio de siglo, sin embargo, el paisaje cambió. Este período está marcado, en lo que a corrupción se refiere, por dos grandes hitos, asociados a los nombres de Menem y Kirchner. Durante las presidencias de Carlos Menem (1989-1999) tuvo lugar un cambio cualitativo en la significación y visibilidad de esta práctica. El ostentoso estilo de vida de muchos dirigentes políticos y jefes sindicales peronistas expuesto a la luz del día a partir de esos años nos revela que la austeridad y el cuidado del patrimonio común dejaron de constituir un atributo valorado en el seno de esta fuerza política y, en alguna medida, en la sociedad en su conjunto. Pero para entender la razón de fondo del salto de escala en la corrupción hay que dejar de lado cuestiones vinculadas a la personalidad, la cultura política o las motivaciones de sus promotores y beneficiarios (factores cuyo poder explicativo siempre es limitado) y prestar atención a determinantes más amplios.

En un artículo de 1996 que no ha perdido vigencia, Pablo Gerchunoff y Juan Carlos Torre trazaron las coordenadas que nos permiten encuadrar el problema (https://www.jstor.org/stable/3467293). Llegado al poder en circunstancias críticas, acosado por la amenaza de la hiperinflación, Menem se abrazó a la bandera de la reforma económica y la reducción del gasto público. Con determinación y firmeza encaró un ambicioso proceso de privatizaciones. El resultado fue que, en muy pocos años, el vasto universo de empresas públicas que el estado había acumulado a lo largo de más de medio siglo de expansión pasó a manos privadas. Urgido por alcanzar resultados inmediatos que mejoraran su posición financiera en el corto plazo y, sobre todo, que confirmaran su adhesión al credo de la libertad de mercado y le granjearan el apoyo de empresarios y financistas, Menem privilegió la velocidad y la profundidad de la venta de ese enorme patrimonio (que engullía casi la mitad del presupuesto) sobre cualquier otra consideración. Y dado que la prioridad política de esa administración era privatizar a marcha forzada no puede sorprender que los procesos concretos de cambio de dominio estuvieran plagados de inconsistencias y corruptelas.

A ello hay que agregar que el grupo dirigente que lideró ese proceso no provenía de los sectores más establecidos y prestigiosos del justicialismo, que en la disputa por el liderazgo dentro del partido se habían inclinado por el renovador Antonio Cafiero. Los azares de las urnas quisieron que el proyecto de Cafiero naufragara en las elecciones internas de 1988, y que Menem y sus riojanos llegaran al poder al frente de una antiélite (según una feliz expresión de Ricardo Sidicaro) reclutada en las periferias del mundo político y sindical justicialista, al que luego se sumaron otras figuras provenientes de constelaciones político-ideológicas ajenas al universo justicialista. Ese grupo poblado de aventureros y arribistas desempeñó un papel de primer orden en la puesta en marcha de ese vasto proceso de proceso de privatizaciones, y se asignó recompensas personales a la medida de ese desafío. Con esa antielite debió lidiar el poderoso equipo de tecnócratas de Domingo Cavallo que -en un momento en el que la palabra de los economistas poseía una enorme gravitación- pugnaron por imprimirle a la política pública una mayor racionalidad y un rumbo compatible con las lógicas de la economía de mercado.

Hacia fines de la década, una larga recesión, que culminó en el estallido de 2001, devaluó las credenciales del gobierno de Menem y castigó la idea de que el mercado, además de estabilidad, podía ofrecer crecimiento y bienestar. Como reacción a los fracasos del experimento de liberalización -que se cobró la vida de la efímera Alianza- ganó fuerza una revalorización del papel del rector del estado en la vida económica que coincidió, por otra parte, con un período de holgura en las cuentas públicas y de bonanza en los términos de intercambio. Estas coordenadas encuadraron la experiencia de reparación social y expansión del estado liderada por Néstor y Cristina Kichner (2003-2015).

Un nuevo clima de ideas de impronta estatista y un considerable margen fiscal se alinearon para impulsar una expansión sin precedentes del sector público, superior incluso a la del primer peronismo. Cuando Cristina dejó la Casa Rosada, el gasto público, que en la década de 1990 rondaba el 22/24% del producto bruto, había trepado hasta comprender el 41/42% de la riqueza producida por los argentinos. La mayor parte de este crecimiento se explica por el incremento de las transferencias directas a los hogares, concentrados tanto en las clases medias y altas (subsidios energéticos) como en las bajas (ampliación del universo de beneficiarios del sistema previsional y asignación universal). Pero el abrupto movimiento de péndulo desde el mercado hacia el estado iniciado en 2003 también arrastró consigo a muchas empresas, casi todas de servicios, que pasaron al dominio público.

En muchos aspectos, el largo gobierno kirchnerista supuso una drástica reversión de las políticas que caracterizaron al ciclo del peronismo pro-mercado. En relación al tema de esta nota, dos rasgos marcan su singularidad. En primer lugar, el hecho de que una expansión tan veloz del gasto, que prácticamente dobló el tamaño del sector público en el curso de un decenio, creó muchas oportunidades de negocios grises o directamente corruptos, ya fuera en mercados muy regulados o en actividades asociadas al nuevo universo de empresas públicas creadas en esos años y, por supuesto, también en las empresas públicas más antiguas que vieron crecer sus presupuestos y proyectos. El juicio por la causa Vialidad, cuyas alternativas podemos seguir en estos días, donde la prueba aportada por la fiscalía sólo es contestada apelando a impugnaciones de naturaleza procedimental, nos ofrece numerosos ejemplos que ilustran estos fenómenos.

En segundo lugar, dirigir la atención hacia las características de la elite estatal que controló la Casa Rosada durante un ciclo político infrecuentemente prolongado para los parámetros argentinos ayuda a entender el nuevo umbral alcanzado por la corrupción promovida desde la cima del poder en la era pingüina. Pues al igual que la elite menemista, también la kirchnerista fue una antielite, cuya visión sobre la manera de hacer política estuvo marcada por la experiencia de gobernar una provincia periférica, de economía mayormente rentista, en la que primaban modalidades de gestión de los recursos públicos muy opacos (basta recordar la renuencia del ejecutivo provincial a ofrecer información sobre sus tenencias externas o la remoción del procurador Sosa en 1995).

Quizás el mayor emblema de esa opacidad lo representa la figura de Julio de Vido, mano derecha de los Kirchner en todo lo referido a la administración de los recursos públicos a lo largo de tres décadas. En algún momento de ese extenso periplo, aquellas dimensiones que para dirigentes como Alvear y Perón siempre debían permanecer separadas -fortuna personal y financiamiento de la actividad política- terminaron confundidas. Con un agravante. Mientras que Menem debió lidiar con las demandas de mayor transparencia y racionalidad provenientes de la influyente tecnocracia pro-capitalista del Ministerio de Economía, el gobierno Kirchner no tuvo necesidad de someterse a interdicciones externas a su círculo de poder. En parte porque los nuevos grupos que se sumaron a la coalición gobernante a lo largo de esos años, casi siempre indiferentes a la agenda de transparencia institucional, no introdujeron contrapeso alguno al estilo de gestión de los recursos públicos madurado en el lejano Sur. Pero sobre todo porque el papel más acotado asignado al mercado en el patrón de desarrollo, y en alguna medida también el desprestigio y la subordinación de los economistas que el fracaso del experimento de liberalización de la década anterior dejaron como legado, crearon un escenario en el que la colusión con intereses privados, aunque lejos de ser un fenómeno propio del nuevo siglo, tuvo mayor espacio para desplegarse.

Sería equivocado afirmar que los capítulos menemista y kirchnerista de nuestra historia de la corrupción constituyen experiencias aisladas, sin ramificaciones hacia atrás y hacia adelante. Por el contrario, ambos constituyen hitos significativos de una historia más larga que, no cabe duda, ha manchado a todos los gobiernos y a muchos actores del mercado y la vida pública. ¿Hace falta recordar que los cuadernos de Centeno reservan un lugar especial para las empresas familiares del propio expresidente Macri, así como para lo más granado de la elite empresaria nacional? Y esto es así porque la corrupción es un problema sistémico, que sólo puede ser acotada y mantenida a raya mediante una combinación de vigilancia y presiones ciudadanas e iniciativas provenientes de los sectores más honestos y de mayor amplitud de miras de la elite dirigente. Fortalecimiento de los órganos de control, iniciativas para transparentar el financiamiento de la actividad política, y controles sistemáticos, universales e imparciales sobre los ingresos y el patrimonio de los individuos que integran nuestras elites del poder son imprescindibles para empujar esta agenda, que debe desplegarse bajo la mirada atenta del periodismo honesto y la ciudadanía.

La naturalidad con que aceptamos que dirigentes sindicales, jefes policiales o altos funcionarios públicos exhiban un estilo de vida que de ninguna manera se condice con lo que informa su recibo de sueldo nos revela cuán lejos estamos de alcanzar ese objetivo. Mientras tanto, recordemos que si bien la corrupción de ninguna manera constituye el principal problema de un país como el nuestro, que hace casi medio siglo que no crece, aun así tiene costos elevados, y sus efectos negativos se hacen sentir en varios planos. Y esto no sólo porque estimula y encubre distintas formas del delito organizado y porque dirige recursos mal habidos hacia los bolsillos de unos pocos privilegiados. Tanto o más relevante es recordar que la corrupción vuelve más opaca la vida pública y, en un país al que, a diferencia del que conocieron Alvear o Perón, ya no le sobra nada, da lugar a una mala asignación de los siempre escasos recursos del presupuesto. En definitiva, la corrupción erosiona dos columnas de nuestro edificio cívico: el ideal de una república de iguales y la capacidad del estado para generar políticas públicas dirigidas a promover el desarrollo con equidad.

RH