Análisis

Cristina: una vigencia política extraordinaria y una nueva épica que nace con libreto agotado

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Al cabo de tres senadurías, dos presidencias, una vicepresidencia, cinco décadas de militancia y dos de un protagonismo político indiscutible, Cristina puso en palabras su propuesta para 2023: “Lo único nuevo que hay somos nosotros”.

Entre las pocas certezas para las próximas elecciones, se descuenta que la vicepresidenta jugará un papel decisivo como candidata o como gran selectora de la lista a la que procurará transferirle sus votos. En el rol de jefa de Estado, tutora, víctima, detenida o líder de la resistencia a una avanzada de derecha que alardea inclemencia, la centralidad de Cristina tendrá unos cuantos años por delante, salvo imponderables.  

Durante algo más de un siglo de vida democrática intermitente, un puñado de líderes —todos hombres— fueron capaces de forjar un sistema político que orbitó en torno a ellos, por adhesión u oposición. Entre Hipólito Yrigoyen, Juan Domingo Perón, Raúl Alfonsín y Carlos Menem, el segundo fue el único que superó en años la vigencia en la cúspide de la pirámide que está transitando Cristina. El cenit de Perón duró tres décadas hasta que su muerte puso un final, pero la mitad de ese tiempo, lo que primó fue su ausencia, producto del exilio. Incluso quienes la odian, la desprecian o le desean la muerte vía editoriales televisivos y proyectos de ley deberían rendirse ante la evidencia de que el liderazgo de Cristina —con un primer período en compañía de Néstor Kirchner— no es tan fácil de extinguir.

Con todo lo artificioso que haya tenido la imagen de Máximo Kirchner y Mayra Mendoza en el paravalanchas en La Plata, la comunión de la vicepresidenta con su electorado volvió a quedar demostrada. Pasan el tiempo, las victorias, las derrotas, las pandemias, las borradas históricas, los zócalos que prenuncian su final, pero Cristina sigue siendo una líder popular como no hay otre en la Argentina. En los barrios del Gran Buenos Aires sobran motivos para el reclamo y el desánimo, pero unos cuantos asumen que la abogada de La Plata es, al menos, una bandera con la que resistir experimentos económicos que se arrogan el sentido común —“¿por qué no hacemos lo mismo que funciona en Colombia, Perú y Paraguay?”— y cuentan con todos los auspicios mediáticos y fácticos posibles, pero terminan en fuga de dólares y abismos lacerantes para la mesa de los humildes. Siempre.

Té para dos

Las alusiones a “lo nuevo”, “el cambio” y la “fuerza de la esperanza” ratificaron los postulados de Máximo de días atrás, por si hiciera falta corroborar que la estrategia central del cristinismo se resuelve entre ella y su hijo. Es curioso que éste se haya quejado de que otras mesas de decisión son “demasiado chicas”. Desde hace al menos un año, cuando el entonces jefe de bloque del Frente de Todos decidió de buenas a primeras poner punto final a su período conciliatorio y pragmático, Máximo expresa en bruto lo que su madre termina ratificando por acción u omisión. A diferencia del de Gustavo Cerati, este té es para dos.

Otros dirigentes que aplaudían el jueves en primera fila aportan lo suyo. El gobernador bonaerense acerca diagnósticos económicos (“Axel me dice que…” es una frase que resuena en boca de Cristina ante quienes la escuchan), Wado de Pedro extiende la frontera de lo imaginable a través de la política de la foto (¡Luis Barrionuevo!) y Andrés Larroque carga municiones y dispara. Inciden, están, pero su vuelo propio por fuera de lo que decidan Cristina y Máximo, hoy, tiende a cero.

Muchos asumen que Cristina es, al menos, una bandera con la que resistir experimentos que se arrogan el sentido común y cuentan con todos los auspicios fácticos posibles, pero terminan en fuga de dólares y abismos lacerantes para la mesa de los humildes

Cuando deja en reposo sus lanzas contra el Gobierno que integra, la Cristina renovada propone “discutir en serio un modelo económico sustentable”. A veces reorienta la agenda y habla sobre inseguridad, litio y calidad de gestión. Aborda la “economía bimonetaria” que rige en la Argentina y la necesidad de coordinar decisiones difíciles para afrontar la infame carga de la deuda que el efímero ensayo macrista se permitió poner sobre los hombros del país para las próximas décadas.

Cristina traza ejes en el Instituto Patria, se dirige a quienes la veneran en actos más o menos numerosos, no se abre a contradicciones. Endogamia perfecta para que sea aplaudida mientras cuestiona el gatillo fácil —como el jueves— sin que nadie le recuerde que el ministro de Seguridad de la provincia de Buenos Aires, el promotor de la mano dura Sergio Berni, ocupa esa silla porque ella lo decidió y Kicillof obedeció.

El llamado de la vicepresidenta a “buscar los acuerdos mínimos” suena lindo, su capacidad retórica le aporta mística, pero en su boca atrasa cuatro años, si no ocho.

Del Gobierno diseñado por ella y en el que ocupa la segunda jerarquía se esperaba que demostrara cómo, desde una cosmovisión desprovista del sectarismo neoliberal, se podían abordar obstáculos recurrentes para la economía argentina. De qué manera un Gobierno peronista de centroizquierda se las ingeniaría para llevar a cabo reformas que proyectaran el crecimiento sin redundar en debacles cíclicas y negociados de las diferentes elites que se fueron acumulando con las décadas.

La mano tendida

Esos raptos que presentan a una líder amplia, dispuesta a superar fronteras partidarias, comprensiva con los errores, es la misma que hasta hace cinco minutos dedicaba casi toda su energía a oponerse y, cuando podía, ridiculizar a quien ella propuso como candidato a presidente y a sus funcionarios más próximos. Los más enjundiosos de La Cámpora no ahorraron palabras como “traición” hacia sus compañeros de gabinete y el hijo de Cristina suele referirse a Alberto como un usurpador de un cargo al que accedió gracias a los votos de su madre.

No hoy víctimas en el Frente de Todos. El Presidente y su círculo no sólo no brillaron en la gestión, sino que carecieron de imaginación y capacidad de construcción política suficientes para asumir enteramente la responsabilidad de Gobierno asignada por voto popular. Así las cosas, cabe preguntarse qué peronista no puramente cristinista se va a transformar en el próximo valiente, abnegado u oportunista que aceptará la mano tendida por la vicepresidenta para alcanzar, ahora sí, “un modelo económico sustentable”.

Subirse al paravalanchas del Estadio Único de La Plata requiere fingir una fuerte dosis de amnesia de corto plazo. El viceministro Gabriel Rubinstein fue un tuitero del montón, pero también es un funcionario que se expresa con franqueza cuando se siente como en casa. Esta semana habló en el 14° Simposio de Mercado de Capitales y Finanzas Corporativas y explicó el estado de situación: “Ahora hay un avance, la misma parte del Gobierno que quería aumentar el déficit está aceptando este presupuesto, quizás porque se asustaron con lo que paso en junio y julio. Hay avances, hay que valorarlos”. La repuesta no llegó en forma de refutación —resultaría todavía más absurda cuando todos los senadores del Frente de Todos acaban de aprobar el presupuesto—, sino de acusación: devaluador. A esta altura, el dardo sale gratis.

Cristina suele referirse a “los mejores salarios en dólares de América Latina” que dejó en 2015 sin aludir a una cotización oficial que requería un cepo y un comercio paralelo de divisas para que no se terminara de vaciar el Banco Central. También cita los presupuestos educativos, sanitarios y sociales durante sus gobiernos, muy superiores a los del resto del subcontinente, sin indagar por qué las estadísticas de enseñanza, salud y esperanza de vida no respondían en igual magnitud.

Las fotos en las que abreva Cristina, que no por panorámicas y extemporáneas carecen de valor, la eximen dar cuenta de una mala praxis endémica que afecta la gestión del Estado argentino y, como tal, atraviesa administraciones de distinto signo, incluida la suya.

Macri puede decir que cuando asuma va a cerrar Aerolíneas y a Cristina le alcance con citar el latrocinio perpetrado por el Estado español, Iberia y Marsans

La evocación nostalgiosa y el trazo grueso del cristinismo tienen un aliado de fierro: la nula crítica real de las vertientes de Juntos por el Cambio ante la experiencia 2015-2019. Por donde se las mire, con criterios ortodoxos o heterodoxos, populistas o republicanos, las métricas del Gobierno de Macri fueron de malas a catastróficas. No sólo no hay reflexión sobre ellas en el arco opositor, sino que reina un maquillaje marketinero alérgico al dato y hasta una reivindicación de lo actuado fomentados por un tedioso amparo mediático y judicial.

Así, Macri puede decir que cuando asuma va a cerrar Aerolíneas y a Cristina le alcance con citar el latrocinio perpetrado por el Estado español, Iberia y Marsans, y mencionar cuánto le costaba al presupuesto público asistir a la línea aérea cuando todavía era privada. O repasar los vínculos de funcionarios del Gobierno de Cambiemos con el mercado de la aviación, como con cuanto sector económico esa administración se haya propuesto “integrar al mundo”. Esas cuevas lúgubres concertadas en oficinas con vista al Río de la Plata, quinchos VIP y visitas sigilosas a oficinas estatales no merecen el más mínimo reparo de Horacio Rodríguez Larreta, Patricia Bullrich, la UCR y los éticos de la Coalición Cívica.

La discusión transita entre propuestas temerarias de bajar impuestos a los ricos y cerrar un medio de transporte crucial para muchas provincias, y la defensa a libro cerrado de un statu quo que confunde empleo público con seguro de desempleo, Estado presente con dispendio y derechos laborales con privilegios inaceptables.

Demasiadas letanías para que la esperanza cobre fuerza. 

SL

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