Equinoccio de otoño del héroe y la princesa montonera
Se dice que las víctimas son los nuevos héroes, pero ser víctima sigue siendo mucho más difícil de lo que parece. Cuando yo iba a la Universidad, hace más o menos una década, estaba más de moda la fuerza que la sensibilidad. Nos calentábamos leyendo a Nietzsche y su épica contra los débiles; habría quedado como un idiota quien presentara una objeción, quien tratara de argumentar —no para censurar: para discutir, nomás— que la ética de los derechos humanos o la de la justicia social era justamente la otra, la de la fragilidad. Así también eran nuestros estilos de discusión: agresivos, pretendidamente frontales, un espadeo en el que el lucimiento era más importante que la escucha. Los que participábamos en clase éramos los que aguantábamos —los que disfrutábamos— ese videojuego, ese simulacro de batalla para nerds que no se la hubieran bancado en ninguna esquina. Si eras mujer te podía salir mal, cada tanto, y que te acusaran de “brava” o de “impertinente” por engolosinarte en el juego de los varones; también te podía salir mal en otro sentido y volverte a tu casa con una sensación rara por haber dejado mal parado a un compañero o compañera que no te había hecho nada solo para que te mirara un profesor.
Así eran muchas clases, aunque ciertamente no todas. Quien haya pasado por la carrera de Filosofía en los mismos años que yo recordará, tal vez, la costumbre de Virginia Cano, docente de varias materias, que solía presentarse en la primera clase como lesbiana. Esa idea de que había identidades que hacía falta llevar al ámbito público, porque si no se decía no existían, porque el mandato de la heterosexualidad obligatoria supone que todos lo somos hasta que se demuestre lo contrario, todo eso que hoy ya es de perogrullo y hasta nos puede resultar agotador, en ese momento no circulaba. A algunas nos parecía simpático, el gesto de Virginia, pero recuerdo perfectamente a la gente que se quejaba o ponía mala cara, que pensaba que lo personal y la exposición de lo vulnerable eran cosas desconectadas de la empresa universal del saber en la que estábamos tratando de participar, exhibicionismos infantiles.
Diez años después la sensación es que cambió todo. La experiencia y la sensibilidad no son solamente posiciones discursivas disponibles, sino sumamente valoradas; a veces parece, incluso, que son las únicas. La gente quiere saber qué sentiste, si estuviste ahí: qué se siente ocupar ese lugar. Pero ¿quiere, realmente, saberlo? No queda del todo claro. Es evidente que hay una voracidad por el relato de la víctima: en ficciones, en documentales, en los medios, en las redes sociales. Un goce, un morbo por el relato que se ha erigido como la piedra de toque de la virtud más importante de la época, que es la autenticidad: nadie puede dudar de ellas (de nosotras) y nadie puede dejar de consumirnos. Y así y todo, ocupar ese espacio con verdad y sin perder la cordura sigue siendo dificilísimo. Una lectura simplificada podría pensar que vivimos una era de oro para ser víctima; dudo que algo así exista. Es más una especie de ajedrez, aunque es una metáfora mal elegida, porque en el ajedrez se gana y acá siempre se pierde, lo que va cambiando es la manera de perder, y sobre todo (y de ahí la metáfora mal elegida), el rol que se espera que cumplas, el modo en que quieren que te muevas.
No leí el blog de la princesa montonera que escribía Mariana Eva Pérez; diría que soy de la generación que llegó temprano para lo joven y tarde para lo clásico, pero es lo que piensan todas las generaciones así que me limitaré a autofelicitarme por sí comprar hace unos años la primera edición del libro, Diario de una princesa montonera. Me intrigó por el título, por el modo en que el concepto “princesa montonera” ironizaba sobre un discurso que yo oía circular mucho entre los padres antiperonistas de mis amigos —la idea de que en el kirchnerismo los hijos de desaparecidos eran la nueva realeza— y también, y quizás sobre todo, como siempre, por razones personales; mi temita, como diría Mariana Eva. Supongo que es común la fantasía de ser una princesa perdida, pero estoy segura de que las nenas que perdimos padres siendo muy chicos y en circunstancias oscuras —y especialmente las nenas, porque a los nenes no les machacan tanto la infancia con los príncipes, los cuentos de hadas y las herencias familiares— tenemos reforzada esa certeza secreta de ser parte de un linaje, de ser especiales pero por las razones correctas.
En el Diario de una princesa montonera hay sueños que se mezclan con la realidad, porque así es la experiencia de ser parte de una tragedia pública de la que encima no tenés edad para tener memoria. Nunca sabés qué te acordás, qué te contaron y qué te inventaste; así, ese recurso que introduce la autora para salirse del realismo pop de su registro bloguero no es solamente un capricho formal sino la pintura de un punto de vista y una forma de pensar. Imágenes cruzadas, casas que en realidad eran otras casas, personas que en realidad eran otras personas: esa sensación de la verdad y la memoria entendidas no con la solidez del slogan sino con la inestabilidad de una subjetividad atada con alambre. Entre las fiestas de la militancia, los pasillos de los juzgados y las mesas de entradas, la única constante es la confusión: en la vida de una princesa montonera, nadie sabe quién es y nadie es quien parece ser. Me gusta además, en esta obstinación por los sentidos rotos, que al convertir su blog en libro (e incluso al reeditarlo), Mariana Eva Pérez se niegue a transformar su historia en una novela perfecta; igual que lo hizo Félix Bruzzone, por ejemplo, en ese libro perfecto de cuentos que es 76. Me parece valiosa, valiente y profundamente literaria esta renuncia a escribir “la novela”: un respeto por el material, por el ritmo, por el hecho de que la literatura es algo más que unir y organizar, a veces es justamente hacer otra cosa, la música de la desorganización.
Cuando pienso en las cosas que la gente no quiere saber de las víctimas, las cosas que todavía es difícil decir y mucho más escribir, pienso en los grandes temas a los que se dedica Mariana Eva Pérez. La guita, las internas, los caprichos, las mezquindades: las familias, en resumen. No es tan sencillo explicarles a los extraños que la parte que ellos quieren ver, el llanto, la emoción, la épica de la orfandad, a veces no es la parte que más te duele a vos, ni la que más te interesa. Muchas veces, en situaciones alusivas a mi propio temita (mi papá falleció en la AMIA, no, no soy hija de desaparecidos, aunque fantaseé con eso muchas veces cuando era chica y todavía no entendía que no daban los números) me he encontrado mintiendo sobre por qué lloro o por qué me enojo, qué me importa o qué no me importa. De eso se trata también el Diario de una princesa montonera: de las indemnizaciones, de los taxis para el velorio de tu abuela que te descontaron del sueldo en la orga sin avisarte, de los líos familiares de las dos familias de Mariana Eva Pérez, la familia nuclear (los padres desaparecidos, las abuelas, el hermano de la discordia) y la familia extendida, la gran familia disfuncional de los hijis, como les dice ella, de esas cosas que les importan a los de adentro y quizás nada a los de afuera, que quieren leer sobre enfrentamientos, sobre picanas, que quieren testimonio y no lo que quiere hacer Mariana Eva Pérez, que es literatura. ¿Cómo se convierte una militonta en escritora? La autora se lo pregunta explícitamente en el libro y creo que la respuesta está a la vista: contando lo que a nadie le interesa, cambiando el orden de lo que importa según el mundo por lo que importa según una jerarquía inventada, mezcla de voz y emociones y arbitrariedad, o sea, poesía.
Y a la vez, como sabe Mariana Eva Pérez, la literatura no excluye al testimonio: este libro no deja de ser testimonio por estar escrito como literatura, es necesariamente las dos cosas. Lo que no es, y ahí sí se corre del registro que a veces se espera del testimonio de la víctima, es solemne: el humor es la constante absoluta del Diario de una princesa montonera, y es lógico, no solo porque del humor sale con frecuencia la literatura más inesperada, la que rompe con el orden establecido del sentido, sino también porque el humor es una forma de apropiarse de una historia. Si solo los judíos pueden hacer chistes sobre judíos, y solo los hijis pueden hacer chistes sobre hijis, y solo las militontas hacer chistes sobre militontas, hacer humor es una forma de decir: esto es mío. Lo rompo porque puedo. Y quizás sí, así renuncia una víctima a su destino de víctima coronada, así renuncia Mariana Eva Pérez a su heroísmo, mostrando todos esos trapitos sucios que no había que mostrar para no hacerle el juego al enemigo, para no mostrar que entre las víctimas también hay mentiras y maldades; Mariana Eva Pérez renuncia al cargo de princesa, pero no a los honores. Justamente renuncia para eso, para honrar en sus propios términos, en sus términos contradictorios, vergonzosos y rotos, las promesas de la memoria, la verdad y la justicia.
TT
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