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Y DESPUÉS ES AHORA

Hamburgo III: el fondo del mar

Mar del Norte

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En septiembre pasé dos semanas en Hamburgo participando como actriz en la primera etapa de rodaje de una nueva película de Laura Bierbrauer. Escribí acerca de eso en mis últimas dos columnas. Aquí va la tercera y última.

Ya de regreso hace un par de semanas, cada tanto aún tengo ramalazos de sensaciones hamburguesas: el tamaño de algunos árboles, que llevan cientos de años de pie en esa tierra, la profundidad imposible de fotografiar de la magnitud del puerto con sus grúas y kilos y metros de acero y aluminio, los colores de los containers, ahí del otro lado del Elba; las rosas y flores que crecen como yuyos por entre las baldosas, incluso en el centro de la ciudad y que nadie se toma el trabajo de cortar o quitar porque en un par de meses serán sepultadas por la nieve. Hasta que el año que viene otra vez la planta, otra vez la flor. En casi todas partes crece flora salvaje: flores, yuyos, enredaderas, frente a negocios, sobre edificios, junto a las mesas del bar. No habría pensado que el alemán fuera a dejar la planta crecer libremente y, sin embargo, el de esta ciudad parece que sí y además, lo dicho: ya pronto morirán. Así que acaso les alegre ver ese verde surgir, a sabiendas de que habrá meses y meses en los que nada sobrevivirá a la intemperie.

Una mañana camino por una de esas calles camino a la locación, la casa de mi compañero Gerd junto a la estación de tren Altona, y de repente el teléfono dentro de mi bolsillo hace el sonido más ensordecedor, un sonido que nunca le oí y que al mismo tiempo se reproduce en el aire, en todos los teléfonos del mundo. Lo saco de mi bolsillo en estado de shock y veo que, además del sonido infrahumano, hay, sobre la pantalla, un mensaje en alemán que incluye el emoji de cuidado o de atención, el del triangulito amarillo con un signo de admiración negro dentro. En pánico oprimo el botón y el sonido y la leyenda desaparecen. ¿Pero, y ahora qué? ¿De qué peligro había querido advertirme el teléfono?

Miro a la gente a mi alrededor y todo parece más o menos normal, aunque: unos muchachos que están haciendo una mudanza recurren a sus celulares que también chillan dentro del camión y una anciana que camina a mi lado revisa su cartera sin poder dar con eso que chilla. ¿Qué fue lo que pasó? Instintivamente miro al cielo. ¿Un ataque aéreo? No pareciera. La guerra de Rusia sucede muy cerca de acá. La guerra en Rusia acá tiene una presencia constante. Se habla de ella todos los días, está constantemente en las televisiones y en las radios. Es una realidad muy concreta, diaria y cercana. Además, en casi todas las ciudades alemanas hay una nueva inmigración, la ucraniana, que ya está siendo completamente incorporada. Bueno, completamente. También como cosa concreta y diaria, cotidiana.

Cuando llego al rodaje me explican que el sonar ése es un nuevo sistema que implementaron después de que el año pasado murieran muchas personas en inundaciones porque no se llegó a avisarles que debían evacuar. Ahora parece que desarrollaron este sistema de sonar para alertar a la gente de peligros inminentes. Me cuenta Mauri, el sonidista, que ya le pasó de despertar un domingo con ese sonido infernal en el teléfono que les advertía de una explosión en el puerto y del radio que podía ser afectado por las emanaciones y que había que desalojar. En esta ocasión lo que habíamos recibido en nuestros teléfonos era un simulacro anual. Aparentemente en el medio del mensaje en alemán decía que esta vez no había ningún peligro inminente.

Tenemos dos días libres y Gerd nos invita a pasarlos a su casa en el bosque. O más bien, en el bosque literalmente porque hay varias cabañitas y motorhomes desperdigadas por entre los árboles que se podrían usar para pasar la noche. Su mujer y él ya fueron el día anterior así que Philipp (el asistente de dirección), Laura y yo partimos a primera hora de la tarde a bordo del Volvo rojo vintage de la mamá de Philipp hacia Odderade, el paraje en el que tienen el campo Nadia y Gerd.

En ese mismo campo, una vez al año, hacen un festival de cine documental al aire libre, la gente asiste con sus carpas, asan salchichas durante días, beben cerveza y se bañan en las aguas turbias de la laguna mientras miran películas sin parar.

El campo queda a hora y media hacia el noroeste saliendo de Hamburgo, en dirección al Mar del Norte. Es ya la porción más nórdica de Alemania, cerca de Dinamarca, y el paisaje de esa zona empieza a tener esa impronta, eso dicen, nunca estuve en Dinamarca. Y sin embargo, desde la lectura, de algún modo sí. Pienso, particularmente en Hamlet y en El jinete del caballo blanco (Der Schimmelreiter) de Theodor Storm, un escritor del siglo XIX que si bien ahora es alemán, nació en ese territorio del norte que aún pertenecía a Dinamarca en ese momento. Leímos la novela del jinete en la secundaria y leo ahora que pertenece al período realista pero a mí esa historia llena de patetismo y pasiones se me imprimió más Sturm und Drang que realista, como el joven Werther de Goethe, toda gente dispuesta a morir por ideales o amor. En la novela de Storm (que se llama tan parecido a Sturm, que es tormenta), el joven Hauke Haien se convierte en el conde del dique de su región y combate contra la superstición de los pobladores a la hora de construir un nuevo dique que permitirá contar con más tierra fértil para sembrar. Consigue imponerse y construir un nuevo dique pero el antiguo no es reemplazado del todo y un buen día se presenta una tormenta descomunal y él se niega a perforar su dique nuevo para evitar que el viejo se rompa, el mar destruye el dique viejo, el mar entra con toda su fuerza en la tierra ganada y se lleva todo, incluyendo al conde, su hija y su mujer. Este es el relato pero toda la novela tiene un clima lúgubre, muy pregnante, que se lleva todo puesto, como el mar, ese dramatismo, como en Hamlet, la niebla, la escarcha, la desolación del mar. 

El campo del viejo Gerd no está sobre la costa pero cerca, y tiene en su predio una laguna y varios laguitos, árboles de todo tipo y tamaño, pavos, gallinas y cabras que andan sueltas, todas de pelo de rastas, sin esquilar. En ese mismo campo, una vez al año, hacen un festival de cine documental al aire libre, la gente asiste con sus carpas, asan salchichas durante días, beben cerveza y se bañan en las aguas turbias de la laguna mientras miran películas sin parar. Gracias a las sobras de ese festival comemos y bebemos esa noche y conversamos junto a una fogata demencial. Después con Laura dormimos en una casita prácticamente sobre el lago, en nuestras bolsas de dormir, y lo que podría haber sido una noche hostil en medio de la naturaleza resulta una noche de descanso absoluto junto a un despertar de ventanal hacia el paraíso. 

Al día siguiente hacemos una caminata por el bosque hasta un tilo de cinco dedos, así llaman a un tilo monumental en medio del bosque, en torno al cual montaron una leyenda de un hombre injustamente condenado cuyo espíritu renació en forma de mano abierta, para probar su inocencia desde el más allá. Y por la tarde Philipp, en el Volvo vintage de su mamá, nos lleva hacia el Mar del Norte, no quepo en mí de la emoción, nunca se me ocurrió fantasear con conocerlo, me vuelven esas lecturas anhelantes de la adolescencia, voy a conocer las tierras del Deichengraf (el conde del dique que cometió hybris  y sucumbió). Voy a conocer el Mar de Frisia, el Wattenmeer, una región en la que el mar se retira durante horas cuando baja la marea y se puede caminar sobre el fondo del mar por kilómetros. 

Para empezar el dique no es tan impresionante. No, claro, la propuesta justamente es que fuera gradual para tener una forma más orgánica que contenga al mar sin ofrecer resistencia. A su vez, el dique está cubierto de pasto verde que es comido por ovejas que pastan. Al otro lado del dique, una inmensa extensión de mar sin mar. Allá adelante y bien a los lejos, se adivina el agua, pero acá no está. Acá quedó el fondo de mar que ahora podemos recorrer descalzos. En el fondo de este mar la arena tiene forma ondulada, una trama de arena con forma de ondas, de ondulación. También muchos poros de seres que respiran ahí debajo y de otros que hacen unos montículos de tiritas de forma de gusano que se enterró. La superficie por momentos ya se ha secado bastante y ofrece resistencia a los pasos y por otra tiene textura de arena movediza y el pie se hunde profundo en esa arena gris oscuro casi negra. También hay mucho viento pero brilla el sol, así que se puede estar.

Nunca habría fantaseado en la adolescencia, sumergida en la melancolía del romanticismo, del alemán y del otro también, con estar de pie sobre este fondo y mucho menos que la ficción fuera la razón, la de filmar una película del otro lado del océano con el cerebro por siempre quebrado de dos idiomas dos. Las horas son muy precisas en términos de marea y si uno se distrajera o caminara demasiado hacia adentro por esta superficie lunar, el regreso del agua podría sorprenderlo, cuando vuelve para reocupar el espacio que le pertenece.

RP

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