OPINION

Milei, un caso ejemplar de uso político de la pandemia

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Quizá por las elecciones primarias de ayer en Argentina, al pensar en los usos políticos de la peste mundial que nos aqueja me viene enseguida a la imaginación –verborrágico enigma freudiano, obús del inconsciente, encarnación manifiesta de oscuros conflictos edípicos– la figura en 3D del “Capitán Ancap” Javier Milei, el economista en abierta guerra contra Papá Estado que ha sabido capitalizar la profunda insatisfacción por la gestión del gobierno frente a la emergencia sanitaria y el hastío de la política tradicional por la falta de respuestas a la crisis económica y social agravada por la pandemia prestándoles su virulenta impronta –suerte de impostación, salvando las distancias, de aquella licencia de loco que en las cortes del Renacimiento distinguió a verdaderos (estos sí) disidentes–.

Ya en mayo vimos en España un caso exitoso y similar de uso político de la pandemia (y en especial del descontento por medidas como el confinamiento y los tapabocas, seguramente plausibles desde el punto de vista sanitario pero sentidas por varios sectores sociales, antes que como tales, como –y lo son también– intervenciones inéditas en la vida personal) con el triunfo en las elecciones madrileñas de la candidata del Partido Popular (PP), Isabel Díaz Ayuso, en cada uno de cuyos discursos y declaraciones públicas –y no por azar– la palabra que más –y más sistemáticamente– se repite, venga a cuento no, es «libertad». «La libertad ha triunfado…», «Vamos a ser libres…», «Los dos bienes más preciados del hombre son la libertad y la vida…», «Prometemos dos años de gobierno en libertad…», «Siempre por delante con la bandera de la libertad…» fueron algunas de las frases recogidas por la prensa de labios de Díaz Ayuso en la cobertura de su victoria en las urnas. Palabras como esa, con fuerte impacto emocional y connotaciones de rebeldía, son el sucedáneo de los proyectos en una «democracia» en la cual nadie parece tenerlos ni necesitarlos para participar en el juego político, y quienes los presentan no los suelen cumplir.

El mismo espíritu contrario a toda autoridad y yugo enciende a los seguidores de Milei al escuchar sus ideas, tanto por el secreto fervor parricida de la promesa de minimización del Estado como por el liberador individualismo asociado ilusoriamente a la propuesta de un mundo donde todo sea de dominio privado. Con su participación en las manifestaciones anticuarentena en las calles de Buenos Aires en el primer año de la pandemia, los enardeció aún más por ambos motivos.

Milei sabe cómo enardecer auditorios. A unos les parece genial y a otros nos parece odioso, pero justo es reconocer que nunca resulta aburrido. En el 2019 llegó con su uniforme negro y amarillo de superhéroe a la Otacon Party de la capital argentina para dejar en los amantes del animé y otakus allí presentes una impresión que habrá podido ser mejor en unos casos y peor en otros pero que seguramente será imborrable en todos, y hace unos días, en su acto de cierre de campaña electoral en el Parque Lezama, cantó «Panic Show» de La Renga ante la multitud (tras lo cual los miembros del grupo protestaron contra el uso de su canción para hacer proselitismo). Unas semanas atrás, Milei interpeló en televisión a Leandro Santoro, el candidato del kirchnerismo porteño: «¿Sos un parásito del Estado?», a lo cual el legislador replicó reivindicando su pasado laboral y advirtiendo que los «libertarios» son «un peligro para la democracia». Ahora bien, sin entrar en otras consideraciones ni opinar sobre la respuesta, ¿qué expresa la pregunta? Rencor, sin duda. ¿De dónde viene? ¿De quiénes? ¿Es realmente tan indigno de atención como nos lo puede parecer y como con frecuencia se nos dice?

Cuando Milei –dejando de lado por hoy el rechazo que algunos podamos sentir hacia lo que (realmente) representa– habla de un Estado parasitario y clientelar, ¿podemos llamarlo, sin rubor, mentiroso? Con su aprovechamiento oportunista de malestares confusos, sus falacias y sus violencias, Milei parece forzarnos a defender algo que quizá no merece ser defendido. Sus acusaciones contra una clase dirigente cuya actuación en buena cuenta las confirma, ¿acaso no resultan tan catárticas para sus seguidores porque lo que encuentran en la esquina opuesta del cuadrilátero, instrumento de inequidades sociales más flagrantes cada vez, es el aparato burocrático de un Leviatán prebendario, suerte de corrompido padre que abandona y premia a su conveniencia y antojo?

Milei es, en efecto, un peligro para la democracia, sí, pero ¿acaso la democracia amenazada por Milei no es en verdad una notoria antidemocracia con privilegiados y excluidos que le permite precisamente presentarse como portavoz de «verdades incómodas» para dar forma y léxico al resentimiento contra un orden dentro del cual un empleo público con dinero depositado cada mes aparece como mejor o única salida? En una sociedad que se ve lastrada por una «casta» –como él dice (con la misma expresión, curiosamente, popularizada en España hace unos años por Podemos, partido etiquetado como de izquierda y como contrario, por ende, a la ultraderecha representada por Milei)– enemiga de poner en cuestión el papel del Estado por miedo a perder las ventajas que sus intereses, empotrados en el poder, esconden.

En todo caso, este es el cuento que Milei nos cuenta. Un cuento basado en descontentos reales, y en motivos reales de descontento, que ha sabido utilizar para la construcción de su identidad política, y que también ha sabido desviar de todo posible cauce de transformación realmente decisivo para dirigirlo masivamente contra unos «enemigos» más bien banales e inocuos –«feminazis», «zurdos», etcétera–, porque, de más está decirlo, Milei no es, como pretende, «antisistema» (sino todo lo contrario), y sus cuestionamientos no pueden ser, por ello, más que inocuos y banales –lo cual no implica que lo que Milei representa sea inocuo (puesto que este sistema no lo es)–.

Ese descontento ha nutrido la carrera de youtuber y de influencer en las redes sociales y en la prensa desarrollada por este economista durante los últimos cinco años (si no más; yo he llegado tarde al «fenómeno Milei»). Y es con esa cosecha de descontento, multiplicada por la pandemia hasta hacer rebosar sus graneros, que Milei se ha presentado a las elecciones. Contra la senil opresión de Papá Estado, que abandonaba ya, que era ya corrupto e inútil, y que a partir de la emergencia del Covid-19 ha empezado además a abusar de su poder para imponer tapabocas, vacunas y cuarentenas atropellando así la –palabra mágica– libertad en nombre de la «tiranía» del bien común –equivalente simbólico de la familia–, los jóvenes seguidores de Milei –en su inevitable momento crítico (la mayoría rondan los 20 años) de afirmación individualista e independencia personal– se rebelan con más racionalizaciones que razonamientos y menos coherencia que pasión. Un caso ejemplar de uso político de la pandemia.

MA / AGB