Opinión

Milei y los promotores menos pensados

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El personaje sobrevoló como un fantasma el encuentro de veinte minutos que Alberto Fernández mantuvo esta semana con su par norteamericano, Joe Biden. Sin mencionarlo, el presidente argentino se refirió a los proyectos de Javier Milei (y también de Patricia Bullirch) quienes de manera más o menos abierta promueven la portación de armas sin restricciones. “En mi país hay quienes proponen que las ventas de armas se liberen”, denunció el presidente argentino en la Casa Blanca.

Ya de regreso en el país, Fernández se refirió explícitamente a Milei en una entrevista periodística: “Es una amenaza para la democracia, Hitler también entró por los votos. Los totalitarios se valen de la democracia para poder acceder al poder y hay muchos ejemplos en la historia de la humanidad”, le dijo a Jorge Fontevecchia.

La anécdota es útil para ilustrar algunas de las condiciones que habilitaron la emergencia de Milei en el escenario local y descifrar quienes fueron (y son) sus promotores menos pensados en el sentido más estricto del término: pocos piensan en ellos.

Sucede que existe una inclinación llamativa y sospechosa en ciertos análisis sobre el fenómeno que representan Milei y los libertarianos. Un sesgo que se manifiesta en la insistencia en mostrar a sus adhesiones (sobre todo, las de origen plebeyo) como el reflejo mecánico de los cambios en la anatomía social y en la subjetividad de las personas. De esta manera, el pueblo aparece en el lugar de una sospecha y los factores de poder que fogonearon (y fogonean) su figura quedan, perspicazmente, corridos de la escena. En el fondo de esas concepciones habita una pulsión “gorila” que considera que la responsabilidad en la irrupción del fenómeno reside en esa gente que no supo qué hacer con lo que hicieron con ella y se inventó un Milei para su ojo idiota.

Esta operación ideológico-política evita la reflexión en torno a cuáles fueron las responsabilidades de los factores de poder, de las clases dominantes, de las “elites”, los voceros mediáticos y las representaciones políticas que propiciaron el ascenso de Milei y pretenden sacar provecho de su presencia en la arena pública.

Las encuestas y los focus group —que aportan una perspectiva, pero no lo explican todo— buscan determinar cuál es la cadena de asociaciones que termina conformando un combo de “pasiones tristes” en el universo heterogéneo de sus adherentes: desprecio, miedo, desesperación, ira, odio, aversión, remordimiento, indignación, menosprecio, envidia o vergüenza se mezclan en una “estructura de sentimientos” a tono con la época y que tiene su tabula rasa en los nuevos sujetos modelados por el neoliberalismo.

En paralelo, tiene lugar una silenciosa cadena de omisiones sobre los responsables políticos y empresariales que ayudaron a colocar a Milei en un lugar destacado en el menú de opciones. Para decirlo de manera excesivamente simplificadora, aunque ilustrativa: estos análisis consideran que los pueblos tienen la crisis de representación que se merecen. Los monstruos que crecen en los claroscuros de lo viejo que no muere y lo nuevo que no nace, están hechos a su imagen y semejanza. Hay excesivas indagaciones sobre qué tienen los pobres en la cabeza y muy pocas sobre qué se traen los ricos entre manos cuando estimulan la presencia de Milei.

La serie de olvidos incluye a quienes construyeron la catástrofe social actual signada por una crisis crónica; al establishment que promovió a los libertarianos como “agenda” para desplazar el debate público a la derecha de lo posible; a quienes le inyectaron los anabólicos desde los aparatos mediáticos y a los “estrategas” que —en función de sus disputas de pequeña política— lo suben al centro del escenario y lo fortalecen como alternativa.

La crisis está en la base de todo: el 39,2 % de pobreza que informó el INDEC esta semana para el segundo semestre de 2022 es sólo la cifra más ruidosa de una hecatombe social que incluye más de la mitad de los niños y niñas de 0 a 14 años en situación de pobreza, precarización de las condiciones de vida y de trabajo, el flamante fenómeno de trabajadores pobres y una crisis estructural que provoca todas las semanas una nueva amenaza: desde los cortes cada vez más salvajes en el suministro eléctrico hasta los brotes de dengue.

El establishment empresarial vinculado a los tanques de los medios de comunicación también tiene su cuota de responsabilidad por la promoción de Milei. Aumentaron el volumen de sus planteos extravagantes con un objetivo bastante evidente: condicionar y correr la agenda lo más a la derecha posible. Aunque consideren que su programa “de máxima” es inaplicable hoy, son conscientes de que el agite libertariano es funcional a la generación de nuevos consensos. De hecho, tuvo cierto éxito porque el “consenso del ajuste” es aceptado —con matices— por todas las fuerzas políticas tradicionales y aplicado a su manera por el Gobierno. El negacionismo del genocidio que llevó adelante la dictadura militar complementa una hoja de ruta económica que es imposible de aplicar sin duras represiones.

Por último, hay que poner el foco en los responsables directamente políticos. El presidente Alberto Fernández sabe perfectamente que mencionarlo con nombre y apellido en uno de los escasos momentos en los que logró levantar su alicaído rating (cuando regresó del encuentro con Biden) incrementa su visibilidad pública. Fiel al consejo de Andy Warhol, cuando escucha las críticas que provienen de ese sector, Milei no hace ningún caso a lo que se dice o se escribe sobre él, sólo se limita a medirlo en centímetros.

Hace algunas semanas, la portavoz presidencial, Gabriela Cerruti, lo subió al ring cuando lo chicaneó con la pregunta en torno sus medios de subsistencia. En sus últimas intervenciones, Cristina Fernández de Kirchner se refirió más o menos explícitamente a Milei. En la exposición ante el Grupo de Puebla habló de las recetas de Friedrich Von Hayek y Milton Friedman, dos economistas neoliberales que provocan una devoción desenfrenada y forman parte de las sagradas escrituras en el credo libertariano. Y en la provincia de Buenos Aires, las malas lenguas comentan que el acuerdo electoral alcanzado entre la agrupación de Milei y el Partido Nacional Unión Celeste y Blanco —sello que usufructuó Francisco de Narváez en 2009— tuvo como facilitador a un personaje que hasta ayer nomás era funcionario en el gobierno de Axel Kicillof, además de presidir el partido “Celeste y Blanco” en la provincia. Casualidad o simple azar, aunque, como afirmó Borges: “Lo que llamamos azar es nuestra ignorancia de la compleja maquinaria de la causalidad”.

El cálculo de pequeña política que motiva al panperonismo es una apuesta inconfesable: que el libertariano de cabeza revuelta le reste votos a Juntos por el Cambio. En la provincia de Buenos Aires puede tener un doble valor porque la gobernación se gana o se pierde por un voto. En ausencia de fuerza propia, se trabaja sobre la debilidad ajena. Cualquiera podría argumentar que es un recurso habitual y hasta legítimo de la disputa política, pero el problema se agiganta cuando la estrategia se reduce sólo a la lotería de dividir los votos del otro porque todos los días se pierde una porción de los propios. El resultado “no deseado” es un motor más para el impulso del experimento libertariano.

Javier Milei no es un mero artefacto de diseño y evidentemente su narrativa entona con ciertos malestares de la época. Sin embargo, no puede leerse sólo por lo que “representa” (aunque sea coyunturalmente). Se debe apuntar el lente hacia quienes lo ayudaron a ubicarse en el lugar en el que se encuentra hoy y que luego se preguntan con un tono solemne de seminario académico: ¿Por qué crece la ultraderecha?

 

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