Aunque no tenga qué decir, no quiero hablar de nada que no sea Úrsula
Mi primer encuentro con la militancia feminista fue en 2010. Ese año entré a trabajar a la Fundación para el Estudio e Investigación para la Mujer (FEIM), comandada por la feminista Mabel Bianco, que años después se convertiría en una celebridad de internet al retirarse indignada del Senado durante la exposición del doctor Abel Albino (que acababa de decir, contra toda la evidencia disponible, que el preservativo no ofrecía ninguna protección contra la transmisión del HIV). Durante el tiempo que pasé allí como asistente de proyectos, el foco estuvo puesto en la juventud, con dos ejes fundamentales: salud sexual y reproductiva, por un lado, y violencia contra las mujeres, por el otro. Una parte del trabajo era apoyo legislativo e institucional: investigación para proyectos de ley, envíos de pedidos de información a distintos niveles de gobierno. Allí conocí a muchas feministas que ya estaban en el Estado cuando todavía la política trataba a la perspectiva de género como un hobby extraño en el que algunas funcionarias perdían el tiempo como podían hacerlo en la peluquería o el shopping; en esas reuniones me crucé muchas veces a María José Lubertino, a Diana Maffía, y a muchas otras legisladoras porteñas de esos años.
La otra pata de la labor de FEIM era la acción directa. No trabajábamos en territorio pero acercábamos recursos a chicos y chicas que sí lo hacían: adolescentes y jóvenes que corrían riesgos enormes yendo a entregar preservativos al boliche gay de su ciudad, o capacitando en prevención y salud a trabajadoras sexuales, jóvenes que se ponían al hombro la tarea de acercar información e insumos a sus pares contra la indiferencia o la violencia de las instituciones.
Creo que muchas militantes feministas podemos reconocer en nuestras trayectorias dos comienzos, dos amaneceres: uno difuso, enredado con la historia propia y las dificultades concretas de habitar un cuerpo determinado y una vida determinada, determinada en el sentido de particular y de determinada por algo que nos excede. Y otro momento, que para mí empezó en la adolescencia, la primera vez que fuimos a una marcha por el aborto legal con las mismas compañeras con las que siempre íbamos a las del 24 de marzo, y llegó a su plenitud en ese 2010, a mis 20 años; el momento en el que empezamos a sentir que existe algo así como ser parte de la solución, que el hecho de que el patriarcado tuviera miles de años no significaba que le quedaran miles de años más, o al menos, que nosotras no tuviéramos algo para hacer al respecto.
Como nos enfocábamos en jóvenes y adolescentes, la frase que se repetía en los materiales sobre violencia era “Noviazgos violentos”. En las capacitaciones que ofrecíamos a militantes que organizaban consejerías en sus barrios o en sus pueblos poníamos el acento en la “detección temprana” de vínculos violentos. Sabíamos, porque es lo que dice la mejor evidencia disponible, que las violencias no salen de un repollo; que hay comportamientos orientados al control y al aislamiento (el intento de quebrar las relaciones de una mujer con su familia, sus amigas, su trabajo, su escuela o cualquier persona o comunidad que podría ayudarla a salir de una situación o a verla con otros ojos), por ejemplo, que son señales a las que vale la pena prestar atención y reaccionar aunque no entraran dentro de lo que el sentido común entiende por “violencia”. La conversación con jóvenes y adolescentes sobre estas acciones entraba dentro de lo que llamábamos prevención de la violencia: por más que parezca un fenómeno oscuro y misterioso, decíamos, la violencia se puede estudiar, y por eso también se puede prevenir. El Estado y la sociedad civil pueden desactivar una situación antes de que sea demasiado tarde.
Todo esto es un prólogo que solo me importa a mí para explicar que, por razones de formación, de historia personal y probablemente de neurosis personales también, se me hace demasiado difícil escribir una columna sobre Úrsula. Tengo muy claro que hoy no quiero hablar de otra cosa, y también que no tengo nada interesante que decir al respecto. La violencia se puede prevenir, eso sigue siendo cierto; la concientización sirve, la militancia sirve, todo eso también sigue siendo cierto; y sin embargo, cuando la sensación es que —como dice Flor Alcaraz en esta crónica excelente sobre la historia política del caso Úrsula— todo lo que podía fallar falló, hay una certeza que se tambalea. Y creo que esto va más allá de mí, y sentí que tocó a muchas militantes. Muchas pusimos cosas en las redes sociales que luego borramos. Otras discutimos con compañeras, con colegas, con amigos y amigas, con familiares. Algo pasó con este caso, como ya había pasado con el de Paola Tacacho, la docente que fue asesinada por un ex alumno que la seguía y que antes de eso llegó a hacer trece denuncias. No se trata solamente de que estas historias, en las que antes del femicidio hay al menos un acercamiento al Estado, se difundan más: en efecto, son más. Como señaló Julieta Roffo en este mismo diario, en los últimos años fue creciendo el porcentaje de víctimas de femicidio que hicieron denuncias contra sus agresores antes de ser asesinadas. Aunque el incremento sea modesto, es una tendencia sostenida, y dice algo: la conciencia sobre lo que el Estado debería hacer para protegernos, sobre adónde tenemos que ir a pedir ayuda y cuándo pedir ayuda, está creciendo, aunque falte mucho (más de un 80% de las víctimas siguen siendo mujeres que jamás hicieron una denuncia). Y así y todo, aunque podamos reconocer lo conquistado, la impotencia ante una historia como la de Úrsula sigue siendo enorme.
Pensé en dos mujeres más esta semana. Primero, en mi hermana la del medio, que es científica e investiga algo sobre el comportamiento de una bacteria. Hace una semana, a cuento de nada, me dijo que le daba culpa en este momento que su investigación no tuviera nada que ver con las vacunas ni con el coronavirus, ni con el cáncer, ni con ninguna enfermedad apremiante: la sensación de que, por proximidad, ella podría estar dedicándose a algo de eso, y sin embargo estaba estudiando algo cuya aplicación no era inmediatamente aparente. Le contesté con la vulgata sobre la relación entre ciencia básica y ciencia aplicada, y la idea (por supuesto, nada nueva para ella) de que no podemos saber hoy para qué servirá mañana ese conocimiento que ella está construyendo; pero entendí, días después, a qué se refería. Y la otra mujer que me vino a la mente fue la teórica queer Lauren Berlant, autora de Optimismo cruel, un libro clave sobre teoría de los afectos que me gustó mucho. El año pasado tuve la suerte de entrevistarla, y no me acuerdo si esto quedó en el texto final o no, pero me quedó grabado; Berlant hace una crítica de lo que ella llama el “optimismo cruel”, no de cualquier clase de optimismo, y entiende que hay un optimismo que es necesario. De hecho podríamos pensar que el optimismo cruel es aquel optimismo que legitima la persistencia de las condiciones existentes, aquel que conspira contra el cambio social, que dice que es superfluo o que ya ha sido suficiente; y hay otro optimismo, en cambio, que es justamente su reverso, el optimismo que necesitan (necesitamos) para transformar el mundo en que vivimos. Si no tuviéramos algo de optimismo, me dijo Berlant, no podríamos hacer nada; ni arte, ni cultura, ni política, ni nada. Para ir todos los cuatrimestres a dar mi seminario de grado sobre teoría feminista en la Facultad de Derecho de la UBA necesito sentir que esa acción está produciendo un cambio, necesito seguir fantaseando con que ese debate le cambió la vida a una futura defensora, a un futuro fiscal, a una futura juez; necesitamos ese optimismo para actuar sobre el mundo.
Quizás en el día a día algunas necesitamos no pensar en lo que pasa cuando la prevención de la violencia, esa para la que educamos y trabajamos, se va de nuestras manos y pasa a depender de poderes que no controlamos, de intereses enquistados e inercias institucionales que todavía no podemos romper. Por suerte somos muchas, y hay gente que está haciendo ese trabajo, esa investigación básica lenta y fina, gente que está trabajando lo más cerca del suelo que se puede, con vuelo y con mugre; abogadas feministas como Ileana Arduino, Sabrina Cartabia, y muchas más que siempre me están marcando el norte. Y así y todo, los femicidios no bajan; y aunque haya conocimiento producido sobre el tema, no sabemos exactamente lo que hay que hacer, ni cómo hacerlo, ni cómo juntar las voluntades, ni cuánto falta. Es inevitable, cada tanto, sacarse la venda del optimismo de “el futuro es femenino” que nos contamos para sobrevivir y mirar a los ojos a la incertidumbre, y a la impotencia, a lo que persiste y se resiste a nuestros esfuerzos; es inevitable, es doloroso, y es preciso.
TT
0