Pedro 'Ojos de carnero degollado' Castillo en flagrante tentativa de delito imposible
Hasta quienes nunca se desviarán de sus asuntos para leer a Aristóteles, pueden tener ocasión de citar alguna vez en su vida la fácil pero ambigua sentencia “El ser se dice de muchas maneras” (Metafísica IV, 2). Otras personas razonables, también reacias a los engorros textuales, no son renuentes al placer de citar, cuantas más veces por año mejor, otro pasaje ilustre, casi 25 siglos posterior al del maestro griego del emperador macedonio Alejandro. Un pasaje del turbulento siglo XIX europeo que autoriza a comparar un acontecimiento actual con otro remoto anterior, de modo que los hechos presentes sean la versión farsesca y decadente de un modelo pasado trágico, digno, traicionado, original y sin más copia posible que la degradada.
La vara para calibrar degeneraciones proviene de un mismo y único símil, aquel que sostiene el título El 18 brumario de Luis Bonaparte (1852). En brillantes, vibrantes crónicas de periodismo razonado en vivo, después reunidas como libro por una editorial alemana de Nueva York, Karl Marx comparó dos golpes de Estado franceses. El de Napoleón Bonaparte de 1799 (18 de brumario, el mes brumoso del calendario revolucionario, un otoñal 9 de noviembre), cuando el militar corso derrocó en París al Directorio, estableció el Consulado, y asumió como primer cónsul de Francia (brumario volvió a ser noviembre, como en el calendario gregoriano del papa Gregorio). Y el autogolpe del 2 de diciembre de 1851, cuando Luis Bonaparte, sobrino de Napoleón, y presidente de la República, disolvió el Congreso y anunció una Constituyente que crearía un presidencialismo autoritario. Después del Consulado, Napoleón Bonaparte fundó el Primer Imperio; el hijo de su hermano Luis, también bautizado Luis, el Segundo. Dos derrotas militares acabaron con el gobierno de uno y otro Emperador. Tras la batalla de Waterloo en 1815, Napoleón fue hecho prisionero y Francia restauró una versión más reaccionaria de la Monarquía borbónica; tras la de Sedan en 1871 (aunque tampoco mediocre como adivino, Marx no anticipó este detalle), Luis murió y Francia inició una nueva, más plena República masónica.
En 1992, Alberto Fujimori consumó un meditado autogolpe, disolvió el Congreso, y se concedió la suma del poder público, del que gozaría de un modo u otro hasta el final del siglo XX. El ex presidente hoy presidiario, que nunca perdió una elección, es el padre de Keiko, candidata primero populista después neoliberal, tres veces derrotada en tres presidenciales consecutivas. Aquel domingo 5 de abril de tres décadas atrás, el descendiente de japoneses, apodado 'el Chino', invocó el efectivo, desesperado apoyo popular del que gozaba por el buen éxito de su violenta represión terrorista de la guerrilla neomaoista serrana de Sendero Luminoso. Por sobre todo, Fujmori contaba con el respaldo efectivo de la oligarquía terrateniente, del empresariado minero, de la industria exportadora, de las FFAA y de Seguridad, y el visto bueno de la Embajada de EEUU.
En el autogolpe de 1992, el presidente peruano Alberto Fujimori, descendiente de japoneses, alias 'el Chino', invocó el desesperado apoyo popular del que gozó gracias a su violenta represión terrorista de la guerrilla neomaoista serrana de Sendero Luminoso
Sin nada de todo esto por detrás, el presidente Pedro Castillo anunció el miércoles la disolución del Congreso y la convocatoria de nuevas elecciones. Con el arco de la prensa europea y norteamericana desplegado pero no arcoirisado entre los extremos de New Left Review y The Economist, uno y otro medio tituló y/o subtituló con la afirmación de que Castillo había fracasado en un grotesca intentona de autogolpe de Estado: imitación fraguada, farsesca e inservible del violento, eficaz, duradero autogolpe que treinta años atrás atornilló una década de Fujicracia en el Perú.
Hay una diferencia técnica, que arruina el genuino regusto de gol de oro, de meter otra vez la cita de Marx favorita antes de que llegue 2023. Acaso para reivindicarse retrospectivamente, Fujimori había atendido a que la Constitución Política peruana de 1993, hoy vigente, facultara al Ejecutivo para disolver al Congreso si este había tumbado dos gobiernos (dos gabinetes ministeriales de la Presidencia) con dos mociones de censura. Castillo invocaba, en el ordenamiento jurídico peruano en vigencia, esta norma, después de haber formado su quinto gabinete, tumbados los cuatro anteriores. Aquella norma que a Fujimori le había faltado en 1992, condenándolo a la ilegalidad, no estaba ausente del universo jurídico peruano en 2022. El presidente derechista había velado para que, ante el trance de la disolución del Congreso, no le faltara por completo ni dejara en soledad legal absoluta siquiera a un izquierdista desesperado.
La fronda de los equívocos
El atípico contexto peruano de alto crecimiento económico anual sostenido, recuperado hoy de la pandemia, y la alta informalidad de la economía (estimada en un 70%), es solidario con el progresivamente menos atípico régimen constitucional de hecho. La erosión del poder Ejecutivo, más allá de la ya establecida en la Ley Suprema de 1993, ha sido operada por el Legislativo y tolerada o admitida por el Judicial.
La folklórica apelación a los 'ronderos' en la última comunicación de Castillo puso de trágica evidencia hasta qué punto carece hoy un presidente peruano de esas dos bases de apoyo indispensables para el populismo más banalmente estereotípico: los sindicatos de trabajadores con empleo (bastión del peronismo clásico en la Argentina) y los movimientos sociales de trabajadores sin empleo (el electorado 'planero' atendido por el kirchnerismo que interrumpió la represión estatal de la protesta social).
El mismo miércoles del adiós final del presidente Castillo, el batallador presidente electo brasileño, Luiz Inácio Lula da Silva, ya había renunciado a su viaje a Washington para 'hacer llover' y salvar el plan social Bolsa Familia en el Congreso de Brasilia antes del inicio de su tercera presidencia el 1° de enero. Según evocó el presidente en Castillo en su último mensaje, en un pasaje súbitamente sarcástico, la economía capitalista crece en el Perú como en ningún otro país de Latinoamérica y el riesgo país es el más bajo de la región. A pesar de todas las vacancias encadenadas, los bancos prefieren prestar dinero a Perú antes que a Chile, y se lo van a cobrar más barato.
Atípica fue la historia de Pedro Castillo, pero no su final. El desenlace de la historia del primer presidente izquierdista del Perú se conocía en su esencia -no, por cierto, en los rasgos circunstanciales que lo rodearían-, desde el día en que juró y asumió en Lima el cargo juramentado. No sin ironía, aquel martes 28 de julio de 2021, día peruano de Fiestas Patrias, fue también la efeméride del Bicentenario de la Independencia de la República de Perú. El provinciano Pedro Castillo, serrano, ex maestro de primaria, ex gremialista docente, de encendida agenda política anti imperialista y anti extractivista en el discurso endomingado, de sobia agenda social heteronormativa decente conservadora campesina o senderista u opusdeista en el manejo cotidiano de los días laborables, daba el primer paso hacia su caída, hacia la vacancia que ya buscaba el Congreso, hacia su prisión y destitución de la presidencia. Tardó en llegar, y llegó a su manera sucia, brutal y breve.
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