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OPINIÓN

Y Pitu se fue dando de comer

Pitu llegó a su casa, le dio de comer a la gata, sus ojos se fueron hacia arriba y murió.

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En el aniversario de la Revolución de Mayo, la costumbre popular es comer locro. Con la hambruna que hay se hace difícil. Pitu, sin embargo, se encargó de organizarlo, como pudo, en la planta de reciclado de la Cooperativa El Álamo. Junto a las cocineras que el gobierno inhumano denomina “fantasmas”, prepararon la comida para vecinos y laburantes. Cuando terminó esa cena compartida, Pitu llegó a su casa, le dio de comer a la gata, sus ojos se fueron hacia arriba y murió. Honor eterno al compañero que se fue dando de comer.

Conocí a Pitu abajo de un álamo robusto donde se guarecían los olvidados, calentándose en el fuego de la olla popular que alimentaba a los nadie reunidos junto a carritos y cartones al costado de la estación Villa Pueyrredón. Fue a principios del milenio, cuando el hambre sacudía la Argentina y el ejército de la noche -los cartoneros- invadía desde nuestra Franja de Gaza bombardeada de exclusiones la ciudad vanidosa que los recibió entre mares de miedo y desprecio salpicados de islas de solidaridad. Alicia, su compañera de vida, nuestra compañera de lucha, me lo presentó como un obrero consciente. Una maestra de formación marxista y un obrero de identidad peronista habían formado una pareja militante después de encontrarse en la lucha contra el vaciamiento de la empresa Parmalat.

Durante su vida obrera, después de las ocho horas reglamentarias, iba para el sindicato. Era parte del cuerpo de delegados y estibaba cajas de yogurt, de ese yogurt que los pibes pobres comen dos veces al año con suerte. Años y años de obrero, sindicalista sin un peso en el bolsillo, defensor incansable de sus compañeros… hasta que entre estafas empresarias, prácticas antisindicales y coletazos de la desindustrialización se quedó sin trabajo, sin indemnización, sin nada. Entonces, la historia de muchos: dejó la fábrica, empezó a cartonear.

Recuerdo su auto amarillo… un 504 desvencijado llevando comida que la asamblea del barrio juntaba hasta la olla. Recuerdo ese mismo 504 llevando cartones de los compañeros. Recuerdo los nulos amortiguadores cuando volvíamos en el 504 de un corte en el Puente Alsina. Recuerdo cuando bajaba con Alicia del 504 para asistir a los cartoneros varados cuando sacaron el tren blanco. Recuerdo cuando la mafia del trabajo esclavo le prendió fuego el 504 en un atentado, frente a La Alameda, tiempos en que peleábamos bajo el lema de “una patria sin esclavos ni excluidos”.

Igual que tantas otras, de la olla popular nació un grupo de pertenencia para enfrentar juntos la lucha cotidiana por la subsistencia. Desde esa pequeña comunidad, nació una cooperativa, de la unión de las cooperativas la fuerza para conquistar una política pública local, de la política pública local una nacional para el reconocimiento de los derechos de los recicladores… Cientos de miles de personas que pasaron de la más absoluta informalidad y la persecución policial a ser mínimamente reconocidos como trabajadores y obtener algunos derechos, derechos que hoy peligran.

Con Pitu compartimos también una larga tarde detenidos por defender la Asamblea de Almagro, donde también se cocinaba para los cartoneros mientras Alicia gritaba que nos estaban moliendo a palos y cientos de cartoneros reaccionaban resistiendo la represión, defendiendo a sus militantes y compañeros, mucho antes que alguien pudiera imaginar un Macri o un Milei presidiendo la Argentina.

Además de la organización y la lucha, compartimos funerales en los barrios más pobres, reclamos en comisarías para la liberación de trabajadores injustamente detenidos, pasillos de hospitales donde padecían nuestros enfermos. No era muy hablador. Alicia, otros compañeros, yo, somos los parlanchines, pero cuando abría la boca no decía boludeces: le daba en el clavo. 

Era un hombre bajito y fuerte, manos que abrían puertas cerradas, hombros siempre dispuestos -literal y metafóricamente- aun con su espalda rota de tantos años de estibar. En sus últimos tiempos, después de tanta lucha, de tantos sinsabores, de tanta paciencia ante los disgustos cotidianos de organizar la producción con personas totalmente excluidas que van buscando su camino a la dignidad con su cuerpo marcado por las heridas sociales, pudo ver el fruto del esfuerzo común de décadas, con una planta bien puesta y cientos de compañeras trabajando decentemente.

Los últimos meses, sin embargo, tuvo que masticar la misma bronca que todos nosotros, bronca por la miseria que se acelera, bronca por las humillaciones públicas a nuestras organizaciones, bronca por tener que escuchar a los que nunca se esforzaron pedir más esfuerzo a los que entregaron todo, hasta su salud, por una Argentina grande donde quepamos todos.

Podría completar varias páginas con las “aventuras” que compartimos con Alicia y Pitu, con las luchas compartidas, con los momentos de dolor y alegría, con las victorias y fracasos que enfrentamos, pero hoy sólo quiero expresar el sentimiento de profunda admiración por quien murió gloriosamente cumpliendo el mandato de Jesús, “denles ustedes de comer”, un hombre cuya vida refleja cada una de las bienaventuranzas y sus actos todos los mandatos evangélicos que explican por qué hoy Pitu nos mira desde el cielo ya que hay muchos en este país que pueden decir de él “tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme”.

Seamos como Pitu, en la vida y en la muerte.

JG

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